A
diferencia de la insurrección catalana de 1934, la de hoy parece jugarse en los
límites de una acción pacífica. Comparten de forma insidiosa la ruptura con la
legalidad por parte de una institución surgida de la propia legalidad
constitucional
LLUÍS
BASSETS 10 NOV 2015 - 00:00 CET
Como
todos sabemos, Cataluña tiene de todo. Incluso un mito insurreccional, fraguado
sobre la historia de un momento trágico y excepcional, en que tropas armadas a
las órdenes del Gobierno catalán se enfrentaron breve pero cruentamente con
tropas a las órdenes del Gobierno de la República Española. Fue en 1934, el 6
de octubre, cuando el presidente Lluís Companys proclamó el Estado Catalán de
la República Federal Española desde el balcón de la Generalitat en la plaza de
Sant Jaume.
La
intentona duró apenas unas diez horas, que arrojaron un terrible balance, solo
disminuido por las dimensiones de la carnicería que se avecinaba apenas a dos
años vista con la Guerra Civil. Fueron 74 los muertos y 252 los heridos, entre
cuatro y siete millares los detenidos, entre ellos el Gobierno catalán en pleno
con su presidente a la cabeza, así como el alcalde de Barcelona, numerosos
funcionarios, diputados, cargos públicos y dirigentes políticos y sindicales.
La autonomía fue intervenida, el Parlamento quedó suspendido, fueron prohibidos
los principales periódicos catalanistas, se reinstauró la censura sobre los
otros y dos militares se hicieron cargo de la presidencia accidental de la
Generalitat y de la comisaría de Orden Público.
La
insurrección catalana fue un episodio más y no el más grave de una intentona
revolucionaria de mayor alcance contra el Gobierno derechista surgido de las
elecciones de 1933, que tuvo en Asturias su capítulo más cruento. Pretendía
frenar el fascismo pero dio pie en cambio a una brutal regresión de la
democracia y del autogobierno catalán de la que Cataluña apenas se recuperaría
durante unos pocos meses, antes de caer en el caos y el desgobierno de la
Guerra Civil.
Sobre
las causas y lecciones del Seis de Octubre ha corrido desde entonces mucha
tinta, y una parte muy importante precisamente en los últimos años, con motivo
del proceso soberanista y de los temores y esperanzas que ha suscitado. ¿No
queremos un nuevo Seis de Octubre?, se ha oído decir desde hace ya unos años en
el campo nacionalista. Para unos es un error a evitar; pero para otros, en
cambio, es la experiencia que conviene corregir y mejorar para que ahora salga
bien.
Esta
vez no es el balcón presidencial sino el parlamento donde se produce la
proclama
Sobre
las diferencias de circunstancias entre 1934 y hoy no hace falta extenderse,
porque casi todo es distinto, la época y las sociedades. Esta vez no es el
balcón presidencial sino el parlamento donde se produce la proclama o
acontecimiento inicial. No hay ahora una proclamación unilateral de la
independencia con pretensiones de efectos inmediatos, sino una declaración que
anuncia la ruptura o desconexión diferida o a plazos con la legalidad
constitucional y la desvinculación de la autoridad del Tribunal Constitucional.
A diferencia de los violentos años 30, todo parece jugarse en los límites de la
acción democrática y pacífica, en manifestaciones cívicas, en los medios de
comunicación, en la actuación de los Gobiernos y los parlamentos o en los
recursos a los tribunales. Aunque unos y otros pronuncian palabras graves y
duras, más o menos eufemísticas, como desconexión, ruptura, insurgencia o
rebelión, nada de momento sitúa la confrontación en el plano del uso de la
fuerza. Y lo que menos lo permite es precisamente el contexto europeo, la
desaparición de las fronteras y las soberanías compartidas —la disolución
precisamente de la idea de independencia nacional— bien distinto al de la época
de los nacionalismos agresivos, la escalada armamentística y los
totalitarismos.
Pero
también hay semejanzas. La mayor, probablemente la más insidiosa para la
democracia y la que más se ha subrayado, es que se trata en ambos casos de una
ruptura con la legalidad por parte de una institución surgida de la propia
legalidad constitucional. En los dos casos se confía en la acción unilateral
para modificar la relación con el resto de España, sin una negociación ni un
acuerdo previo. Tal como han señalado algunos historiadores, Lluís Companys no
pretendía la separación, sino repetir la jugada de Francesc Macià el 14 de
abril de 1931, cuando proclamó la República Catalana dentro de la Federación de
Repúblicas Ibéricas, adelantándose así a la proclamación de la República en
Madrid por parte de Niceto Alcalá Zamora, para conseguir con ello una
negociación posterior, que es la que desembocó en el Estatuto de 1932; nada muy
distinto a lo que pretende ahora Artur Mas, que quiere forzar una negociación
tirando millas en el camino de la independencia unilateral.
Algunas
de las analogías sugieren comportamientos recurrentes. Entonces como ahora, los
dos presidentes no eran inicialmente secesionistas; y en ambos casos nada puede
entenderse sin la radicalización izquierdista y el abandono de la moderación.
También entonces como ahora, todo se juega al final en la correlación de
fuerzas y en la capacidad de hacer un buen cálculo de las propias y las ajenas.
En 1934, la insurrección no contó con la movilización obrera y callejera y
quedaron en nada las milicias armadas que debían apoyar el golpe. En el actual
proceso, Artur Mas no ha obtenido la mayoría parlamentaria indestructible que
pedía ya en las elecciones de 2012 y tampoco ahora cuando pedía un resultado
plebiscitario que los electores le han negado, aunque haya ganado las
elecciones con una mayoría insuficiente para gobernar sin el apoyo de la CUP.
Su aislamiento internacional es pavoroso, pero además no cuenta con aliados en
España; y se ha enajenado a la mitad de la población catalana.
Entonces
se respondió a la fuerza militar con la fuerza militar. Ahora las armas son
jurídicas
El
juego comparativo no ha terminado. También tiene sentido fijarse en las
reacciones del Gobierno español. Entonces se respondió a la fuerza militar con
la fuerza militar. Ahora las armas son jurídicas y gradualistas; el reproche,
justísimo, es la falta de respuesta política. Ante la aprobación en el pleno,
ahora responde Rajoy con el anuncio del recurso al Constitucional que produzca
la inmediata suspensión de la declaración y de sus efectos.
Con
Artur Mas en funciones y a la espera de una improbable investidura, el papel de
Companys corresponde ahora a Carme Forcadell, la presidenta del Parlament sobre
la que ha recaído la responsabilidad de un trámite tan irregular como
precipitado para aprobar la declaración. Pero no será por esta actuación
partidista en la interpretación del reglamento del Parlament por lo que se le
pedirá responsabilidades, sino por las iniciativas que pueda tomar en el futuro
en cumplimiento de la declaración que el Constitucional suspenderá en las
próximas horas. Si Forcadell es la primera que actúa contra la legalidad de la
que deriva su presidencia será ella y no Mas quien alcanzará una palma del
martirio patriótico similar a la que obtuvo Companys el Seis de Octubre de
1934. Seguro que será un honor para ella, pero también que no le importará a
Mas, si le sirve para seguir dirigiendo el proceso hasta su culminación.
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