La
manifestación en repulsa del 23F reunió tras una misma pancarta a Fraga
Iribarne, líder de Alianza Popular, junto con la plana mayor del partido
comunista, algo nunca visto. Juntos en apoyo de la Constitución, de la
democracia
JOSÉ
ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 - 18:49 CET
Cabeza
de la manifestación que, bajo el lema "Por la libertad, la democracia y la
Constitu-ción", recorrió las calles de Madrid el 27 de febrero de 1981 en
contra del intento de golpe de Estado del 23-F / EL PAÍS
En el
metro, camino de Embajadores, volví a vivir una tensión que había olvidado.
De reojo, miraba con recelo a los demás
pasajeros, intentado adivinar quiénes iban y quiénes no a la manifestación, o
sea, quiénes estaban contra el golpe y a quienes les traía sin cuidado.
Había
sentido muchas veces, bajo la dictadura, esa desconfianza hacia mis
conciudadanos, esa necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros.
Y, sin
embargo, aunque habían pasado poco más de cinco años desde la muerte de Franco,
había olvidado esta sensación.
Ahora la
revivía. En el metro o en la calle, merodeando por Atocha o por la Gran Vía,
cuando había convocatorias de manifestaciones “masivas”, me había hecho muchas
veces el distraído, mirando hacia otro lado, especialmente cuando pasaba junto
a los furgones de policía.
Tenía
miedo, sentía unas ganas irresistibles de meterme en un bar, de buscar un baño.
La calle
parecía la de siempre, no había indicios de que fuera a ocurrir nada
extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de la
ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad, amnistía, Estatut
d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento.
Y el
régimen, incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría aquella misma
noche.
Luego
resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, quién sabe si
algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la policía,
recibiendo porrazos o siendo detenidos.
Solo cuando nos agrupábamos en una esquina
libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas consignas, para huir otra
vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de libertad habían valido la pena.
Por la
noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un
déjà vu desagradable, sin atractivo nostálgico.
Se me
había borrado de la mente, sí, demasiado pronto, había dado por supuesto que no
volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días antes, el 23 de febrero, el miedo
nos había vuelto a entrar en el cuerpo.
No solo
a mí, sino a otros muchos.
Porque,
en aquel vagón de metro, todos, casi todos, estábamos viviendo la misma
sensación. Y es que esta vez, de verdad, éramos muchos.
Lo
comprobamos al intentar salir a la calle.
Una
marea humana hacía casi imposible subir aquellas escaleras.
Esta
vez, sí, íbamos a ser millones. Qué alivio.
Yo iba
con unos amigos argentinos, altos, un poco encorvados, inteligentes,
depresivos.
Vestidos
con la mayor informalidad, como todos nosotros, portaban sin embargo una
ele-gancia innata.
Ellos ya
habían vivido aquello y estaban más pesimistas que nadie.
Qué
angustia, tener que planear irse de nuevo a otro país.
Yo
mismo, que tenía mi billete de tren a París para unos días después, donde
estaba contratado para un semestre, me había jurado, aquella tarde del 23 de
febrero, que si triunfaba el golpe intentaría quedarme allí, en las condiciones
que fuera.
Mi hijo
no iba a crecer, como yo, bajo una dictadura.
Aquella
tarde del 23, la de cuatro días antes, no la ha olvidado nadie.
A mí me
llamó un amigo, hacia las seis y media, diciéndome que pusiera la tele. Vi lo
que estaba pasando, porque durante unos minutos fue un golpe televisado.
Visité luego a un vecino de confianza, que me
intentó tranquilizar.
No será
nada, no tienen apoyos.
El
tiempo demostró que tenía razón, pero en aquel momento lo atribuí a su innato
optimismo. A las nueve, cuando la primera cadena debía emitir el telediario
nocturno, salió un locutor muy almibarado que anunció, como si no pasara nada,
el comienzo de un programa de folklore latinoamericano.
Se me
cayó el mundo a los pies.
Se la
tengo jurada a ese locutor desde entonces.
Era
evidente que los golpistas habían tomado la televisión.
Sin
embargo, al cabo de no mucho apareció, creo recordar, Iñaki Gabilondo, que
anunció, con voz irritada, que la sede de TVE había estado ocupada por una
columna militar, pero que ya se habían ido.
Dijo
también que emitirían un discurso del Rey sobre la situación.
Pero el
discurso se hizo esperar hasta la una de la madrugada. Hasta entonces, la
situación siguió siendo muy alarmante.
La
periodista Rosa María Mateo lee ante el Congreso un manifiesto tras la marcha
contra el intento de golpe del 23-F / BERNARDO PÉREZ
La
tensión del 23F no era casual, ni inesperada. Los indicios se habían acumulado
en las semanas anteriores. Y era lógico.
El tránsito de una dictadura a una democracia
nunca es fácil.
En
diciembre, Fuerza Nueva había celebrado un congreso y El Alcázar publicado tres
artículos del colectivo Almendros, rematados por uno del general Fernando de
Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite.
En
enero, los Reyes visitaron el País Vasco y la izquierda abertzale escenificó
una escena muy desagradable en la Casa de Juntas de Guernica. A la vez, sin
embargo, el nuevo Estado autonómico parecía seguir añadiendo ladrillos a sus
paredes, con la aprobación del Estatuto gallego y de la policía vasca.
Repentinamente,
el 27 de enero, Suárez dimitía, con un agorero mensaje de despedida en el que
expresaba su deseo de que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en
la historia de España.
Dos días
más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan, ingeniero de la central nuclear
de Lemóniz, que apareció asesinado poco después.
La
opinión vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una huelga general, con
manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato.
Parecía
que la violencia terrorista, la lacra más importante que había manchado la
Transición, estaba siendo por fin repudiada por los vascos.
Pero
apenas cuatro días después se supo que José Ignacio Arregui, miembro de ETA
militar, había muerto en Madrid tras una semana de detención.
Los
indicios de torturas se daban por descontados.
El
efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y nuevas manifestaciones del
16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui.
La
policía le había echado un cable a ETA.
Los días
18 y 19, las Cortes entraron a debatir la investidura de Calvo Sotelo.
El 20 se
celebró la primera votación y el candidato de UCD no consiguió la mayoría
absoluta. Aquel mismo día, ETA secuestraba a tres cónsules de España.
El 21, cuando Tejero entró en el Congreso, se
estaba celebrando la segunda votación de investidura de Calvo Sotelo.
El golpe fracasó, como se sabe, y los cuatro
días transcurridos habían estado cargados de especulaciones.
Ahora, el 27, la práctica totalidad de las
fuerzas políticas habían convocado esta manifestación en apoyo de la
democracia.
A la
convocatoria se habían sumado muchas corporaciones públicas y asociaciones
civiles y se habían publicado varios manifiestos de adhesión firmado por
intelectuales y artistas.
El
alcalde Enrique Tierno había redactado un bando exhortando a acudir y a
portarse de manera “impecable”.
Pero
Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha habían programado una
contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de quienes “por vestir un
glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos traidores”.
Encabezaban la marcha, sosteniendo una gran
pancarta en la que se leía “Por la libertad, la democracia y la Constitución”,
los dirigentes de todos los partidos convocantes.
Recuerdo
(porque lo leí y se comentó, ya que fue imposible ver la cabeza de la marcha) a
Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón
Sánchez Montero, Rafael Calvo Ortega, Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino
Camacho.
Luego
venía una segunda gran pancarta con los colores de la bandera nacional.
Asistieron
también Rafael Termes, en representación de la banca privada, y los directores
de los principales diarios madrileños, por una vez unidos.
Pero lo
más extraordinario, lo que marcaba un hito en la historia del país, era que
Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable procedencia franquista,
desfilara detrás de una misma pancarta junto con la plana mayor del partido
comunista.
El
nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe bolchevique apoyaban, de repente,
una misma cosa: la Constitución, la democracia.
Los cordones del servicio de orden, compuesto
por unas 5.000 personas, aportadas por cada una de las organizaciones
militantes, intentaban proteger y aislar a esta cabeza de la manifestación.
El
número de fotógrafos y reporteros era impresionante, y la gente les ovacionaba
y aplauía de vez en cuando.
Felipe
González, con un megáfono en la mano, intentaba hacerse oír, gritando:
“¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a su lado, le secundaba.
La
prensa de aquella mañana decía que se esperaba la asistencia de unos centenares
de miles de personas.
La realidad
les desbordó.
Un
millón y medio en Madrid.
Si se le
añaden los cientos de miles de Barcelona, Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las
decenas de miles de ciudades menores, fue, y sigue siéndolo hoy, el mayor
conjunto de manifestantes jamás reunido en la historia de este país.
Solamente
dejaron de celebrarse manifestaciones, o tuvieron escasa concurrencia, en el
País Vasco, por la inhibición de los partidos nacionalistas en la convocatoria.
En
Madrid, estaban totalmente ocupados, hasta el punto de no poder apenas dar un
paso, la glorieta de Embajadores, la Ronda de Valencia, Atocha, el paseo del
Prado, los alrededores de las Cortes.
El
escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie, temblaba bajo el peso de
aquella multitud de marcha renqueante.
Llovía a
ratos, pero era lo de menos.
Viva la
libertad, viva la democracia, viva el Rey.
El
pueblo unido jamás será vencido.
Democracia,
sí; dictadura, no.
Libertad,
libertad.
Un
viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una pancarta que decía:
“Viva el Rey”.
La tensión, pese a todo, no desapareció por
completo.
En un
intento de disolver la concentración, el Batallón Vasco Español anunció, por
llamada telefónica, la colocación de un artefacto explosivo de gran potencia en
el Jardín Botánico, donde, en efecto, estallaron un par de petardos caseros.
Por el lado de la izquierda revolucionaria,
algunos grupos que pedían “depuración” y “ningún apoyo al Rey”, fueron
disueltos. Entre tanto, regresaban a sus hangares los carros de combate de la división
Brunete. Venían de unas maniobras en Zaragoza, pero provocaron temores.
Frente
al palacio de las Cortes, al que ni siquiera pudo llegar la cabeza de la
manifesta-ción, la locutora Rosa María Mateo leyó un comunicado en el que se
decía que el pueblo español había tomado la decisión irrevocable de vivir en
democracia “con la ejemplaridad que nos compete y transmitir a nuestros hijos
la dignidad que nos congrega”; “la fuerza sin norma y sin ley es contraria a
una sociedad civilizada” y la condición de “españoles” es inseparable de la de
“seres libres”; el grito “¡viva España!” debe por tanto equivaler a los de
“¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.
El 27 de febrero, en resumen, fue una jornada
memorable. En estos tiempos, en que se desprecia o denigra con tanta facilidad
a la Transición, en que se dice que fue una operación planeada, fácil, producto
de un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordarlo. Y este país, tan
necesitado de símbolos y referencias compartidas por todos, podría pensar en
trasladar a esa fecha la fiesta nacional, en lugar del 12 de octubre o el 6 de
diciembre. El 12 de octubre podría festejarse el viaje de Colón o la virgen del
Pilar, o las dos cosas. Y la Constitución merece ser celebrada no el día en que
se aprobó formalmente sino aquel en el que el pueblo español y sus
representantes salieron a la calle, emocionados y atemorizados, pero sobre todo
unidos, detrás de ella.
José
Álvarez Junco es escritor e historiador.
Manual
de instrucciones para después de un golpe de Estado
“Tuvimos
la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y
cometieron todos los errores posibles”, recuerda ahora Alberto Oliart, el
ministro de Defensa que llegó tras la intentona
LUIS
GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
Narcís
Serra y Felipe González, en la base de la División Acorazada Brunete. / MARISA
FLÓREZ
Cuando
Alberto Oliart aceptó ser ministro de Defensa, el sonido de los sables tenía el
volumen muy alto. Cuando tomó posesión del cargo, un 26 de febrero de 1981,
habían pasado tres días de un golpe de Estado y había podido escuchar los
disparos en el hemiciclo. Lo que menos se imaginaba es que, además, sería un
ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart
trabajaba por la mañana en el palacio de Buenavista, sede del Cuartel General
del Ejército, por la tarde en el antiguo Ministerio del Aire (al que llamaban
el monasterio del Ai-re) y, finalmente, a última hora, despachaba en un chalé
del CESID, el servicio de inteligencia, el lugar donde podía sentirse a salvo de
escuchas. Su obligación era gobernar sobre un ejército de generales que habían
hecho la guerra al lado de Franco y, callada u ostentosamente, simpatizaban con
los golpistas. Generales que solo parecían dispuestos a recibir órdenes del
Rey. Reformar ese ejército sin correr el riesgo de un nuevo zarpazo era un reto
imposible de cumplir en el breve plazo.
Había
sido ministro de Industria, y ministro de Sanidad, con los gobiernos de Adolfo
Suárez. Con el paso de las décadas haría muchas otras cosas y hasta llegaría a
ser presidente de RTVE en 2009, con 81 años. Pero entonces, con 53 años y
reciente un golpe de Estado, desplegaba el currículo del buen gestor, la
apariencia de un tecnócrata, aunque fuera un hombre apegado a la literatura,
poeta en horas libres. También años después escribiría un libro de memorias
(Contra el olvido), que mereció el premio Comillas por su calidad literaria
(1997), en aquella obra relataba recuerdos de adolescencia y juventud, que
compartió en un entorno de jóvenes cultos e inquietos, aprendices de
intelectuales. Aquel libro no tocó su experiencia política.
Oliart:
"Armada lo que no sabía, se lo inventaba".
A sus 86
años, Oliart escribe actualmente una segunda obra (“en estos momentos soy
ministro de Industria”, dice), así que no le queda mucho trazado para llegar a
un momento crucial de su biografía política, aquellos 20 meses al frente de
Defensa, sobre los que tiene cosas que contar. Su memoria está reservada para
su obra: “Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les
entró la prisa y cometieron todos los errores posi-bles”. De aquel Elefante
Blanco sobre el que tantos años después se ha fabulado, Oliart tiene su
particular conclusión: “Fue una invención de Armada. Armada todo lo que no
sabía, se lo inventaba”.
Leopoldo
Calvo Sotelo en la Asamblea General de la OTAN en junio de 1982 / EFE
Oliart
descansa en su casa de Galicia frente a una ría, y escribe lo que tiene
pendiente de contar. Un día de estos empezará a escribir sobre aquellos días en
que fue ministro de De-fensa y tenía ante sí una exigente hoja de ruta: llevar
a cabo el juicio a los golpistas y que este terminara con la condena de los
principales responsables, iniciar algunas reformas administrativas y meter a
España en la OTAN. Se trataba de dejar atrás un ejército de pe-queños caudillos
y dar el paso a militares profesionales. Y, por supuesto, tenía que controlar a
los golpistas.
Pero
sucedió que aquel Gobierno de Calvo Sotelo asumió que tenía los días contados,
que no gobernaría mucho tiempo, que tendría que dar paso a quienes iban a
venir, que no eran otros que esos jóvenes socialistas que lideraba Felipe
González. “Tuve que hundirme con el barco”, dice Oliart. “Era una época en la
que se inventaban golpes de Estado casi todos los días”. Y a ellos, a los
socialistas, les correspondería acabar con las bravatas golpistas.
Oliart
recibió el mandato de trasladar información sensible a Felipe González
La
información sobre los golpistas era confusa y desmedida. Su primera decisión
fue darle una vuelta al servicio de inteligencia y contar con información
fiable, para lo cual nombró al frente del CESID al teniente coronel Alonso
Manglano: el objetivo era investigar en los cuarteles. Luego, se rodeó de un
reducido gabinete de confianza, con otro teniente coronel en sus filas, Jesús
del Olmo, un experto jurídico. Ese gabinete diseñaría los decretos necesarios
para ir jubilando a los generales.
Fue
aquel un Gobierno que duró 20 meses. Oliart recibiría tiempo después un mandato
muy especial: trasladar información sensible a Felipe González y al colaborador
que él designase. Aquella fue una transición en medio de la Transición, un
traspaso de poderes antes de unas elecciones, un suceso insólito, nunca después
repetido.
Se
celebró una primera reunión en el domicilio de Oliart (“un chalé que estaba en
un barrio residencial, era una casa cómoda, ni rica ni modesta”, recuerda
Narcís Serra, que por entonces era el alcalde socialista de Barcelona). Sin
papeles, ni documentos, al menos es lo que confiesan los testigos de aquellas
citas. Pasado el verano del 82, las reuniones se nutrieron con nuevos actores,
Narcís Serra, Jesús del Olmo y Emilio Alonso Manglano. Para entonces, Serra ya
había aceptado ser el futuro ministro de Defensa del primer Gobierno socialista
después de la Guerra Civil.
Los
socialistas tenían su Gobierno en la sombra, una estructura logística hecha a
imagen y semejanza del partido laborista británico. Y, dentro de esa
estructura, su propia información sobre el entorno militar. Pero Narcís Serra
era un actor inesperado, no era el candidato en quien se había pensado; durante
tiempo se especuló con Enrique Mújica, pero sus reuniones con el general
Alfonso Armada le habían dejado en entredicho; se llegó a hablar de Luis Solana
y de Miguel Boyer para el cargo. Finalmente, el elegido era Serra, un alcalde,
nada menos que el alcalde de Barcelona.
Narcís
Serra: “Aquellas conversaciones me sirvieron para saber cómo estaba el
ejército"
La
información que manejaban los socialistas procedía de ramificaciones que
llegaban hasta militares de la clandestina UMD (Unión Militar Democrática). Esa
información se tras-ladaba a Mújica (presidente de la Comisión de Defensa en el
Congreso), o a Luis Solana (portavoz de Defensa); en algunas ocasiones a Julio
Busquets, un comandante que había dejado el ejército para presentarse a las
primeras elecciones democráticas por el PSOE.
Otro
militar, Carlos San Juan, tenía la misión dentro del partido de ocuparse de los
asuntos de Interior. “No era una organización muy colegiada. Yo tenía datos
sobre militares y sobre policías. La militar se la trasladaba a Julio Busquets.
A veces éste me preguntaba ¿Se lo has contado a Felipe? Yo debía entrevistarme
con Juan José Rosón, que era el ministro del Interior. Con Rosón solo hablaba
de cuestiones relacionadas con ETA y sus planes para terminar con ETA político
militar y “acabar con aquella insana competencia”, como decía Rosón. Le gustaba
muy poco tener que dar cuentas, era una situación excepcional porque sabía que
ganaríamos las elecciones”. Había tres tipos de conversaciones secretas, según
San Juan, una en el área de Interior, otra en Defensa y una tercera en
Economía, “que no sabía si llevaba Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su
cometido y presentó centenares de fichas sobre policías y comisarios,
departamento por departamento. “Era información que la policía daba de sí
misma, sobre todo cómo pensaban comisarios y subcomisarios y también algunos
militares”. San Juan le entregó sus fichas a Barrionuevo, el elegido finalmente
para ser ministro del Interior. “Lo puse a su disposición, pero no me hizo
demasiado caso”.
Narcís
Serra también recibió los informes internos del partido. “Cabía en una caja”,
recuerda. No era muy cuantiosa ni muy interesante, a su juicio, como tampoco la
que se en-contró en la caja fuerte de Defensa, después de que Oliart le diera
la llave: “sobre todo eran papeles y documentos relacionados con el juicio del
23F”.
Después
de aquel verano de 1982, Narcís Serra visita la casa de Alberto Oliart en
Madrid en varias ocasiones. Allí se entrevista también con Jesús del Olmo.
Recibe información verbal. De Serra siempre se ha dicho que su candidatura se
fraguó durante la organización del desfile de las Fuerzas Armadas, celebrado en
Barcelona el 31 de mayo de 1981. Fue un gran desfile. Su experiencia durante el
golpe del 23F fue muy limitada. “Recibí la llamada de Francisco Laína, que
presidía el consejo de subsecretarios (el gobierno de facto en aquellas 17
horas y media que duró el golpe), quien le pidió que enviara un coche patrulla
de la policía local a cada cuartel militar para que informaran de cada
movimiento. “Y no hubo movimientos”.
Una
brigada de la Acorazada fue trasladada a Badajoz y esa decisión molestó a los
portugueses
Unos
días antes de aquel desfile vivió otra experiencia muy curiosa, el asalto a la
sede del Banco Central en Barcelona, un episodio rocambolesco que en algún
momento se confundió con una intentona golpista. Allí tuvo trato con los mandos
de la policía (general Saez de Santamaría) y la guardia civil (general Aramburu
Topete). “Cuando Felipe González me consulta por primera vez, yo no quería
dejar de ser alcalde. Mi gran objetivo era la candida-tura de Barcelona para
los Juegos del 92”.
Aquellas conversaciones en casa de Oliart se
celebran en un entorno de psicosis de golpe. De hecho, semanas antes de las
elecciones se había desarrollado la operación Cervantes, que desarticuló la
organización de un golpe sangriento para el 27 de octubre de 1982. “Aquello fue
un golpe elaborado con la preparación propia de un estado mayor”, recuerda
Jesús del Olmo.
Las
entrevistas secretas con Oliart, Del Olmo y Manglano fueron muy útiles para
Serra: “Me sirvieron para saber cómo estaba el ejército y para ver que el
enfoque de un partido no se podía llevar a cabo. O reformábamos o no
conseguíamos nada. Persiguiendo individua-lidades no se resolvía el problema:
había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno mande. Esa son las
conclusiones que saco”.
Serra se
tomó su tiempo y mantuvo la columna vertebral del ministerio de Oliart. No era
un hombre de decisiones rápidas, pero sí hizo una cosa: desmembrar la División
Acorazada, la unidad más potente que tenía el ejército español, ubicada a las
afueras de Madrid, con sus 13.000 efectivos, aquella unidad con la que
especulaba todo golpista, la división que podía dominar los puntos vitales de
la capital. Serra desplazó algunas de sus brigadas mecanizadas a otros lugares,
“porque una cualidad que tenía esa división era la de que carecía de terrenos
para hacer maniobras”. Una brigada fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz.
Aquella de Badajoz originó un inesperado problema diplomático: “A los
portugueses no les gustó nada ese movimiento”, recuerda Serra. “No entendían
que hacía esa brigada cerca de su frontera”. Serra solucionó ese episodio en
una discreta reunión en Bruselas.
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