Al final, el voto de la tribu
La derrota catalana de todos queda asegurada por la liquidación de la nación plural y diversa en manos de los designios tribales
Solo hay un resultado victorioso para el independentismo, y este es la mayoría absoluta en votos y en escaños. Con más del 50% de los votos podría dar por resuelto el plebiscito que no pudo hacer. Con más de 68 diputados seguiría teniendo el gobierno y podría así exigir con más fuerza una negociación.
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Esta doble victoria es difícil, pero no imposible. Esta posibilidad entraba en los cálculos de los apostadores más osados, dispuestos a jugar con el encarcelamiento y la huida al extranjero de los dirigentes, así como con la proyección propagandística y la alteración de la campaña electoral que supone llevar a los políticos victimizados en sus listas electorales.
Gracias a esta estrategia, que tiene en el 155 su epicentro argumental, nadie debe responder del rosario de errores, tergiversaciones y mentiras que componen el balance de gobierno de Puigdemont, capaz de trocar así la decepción y el desconcierto suscitados por sus fracasos en indignación y en resentimiento contra Rajoy, contra quienes le han apoyado e incluso contra quienes no se han opuesto con suficiente claridad a su disolución del Gobierno y del Parlamento, que es lo mismo que decir contra media Cataluña y casi el resto entero de España.
Es una jugada a cara o cruz, en la que ni la cara de la doble victoria ni la cruz de la doble derrota resuelven nada. Si sale cara no habrá independencia, y eso ya lo saben quienes van a votarles. Tampoco habrá salida de presos de las cárceles ni retorno sin consecuencias judiciales de Puigdemont, algo que los votantes no saben, no quieren saber o hacen como si no supieran, de forma que han venido a sustituir la facilidad de la independencia por la facilidad de una especie de amnistía que no se dará. Lo único que sabemos con certeza que sucederá si sale cara —doble victoria por mayoría absoluta en votos y escaños— es que seguirá la agonía del Procés, seguirá la estampida de empresas y capitales, se deteriorará todavía más la imagen del país y de su capital, se profundizará la división social y nos enfangaremos quién sabe para cuánto tiempo.
Habrá, claro está, gobierno independentista, como lo hubo hasta el 27-S, obligado como siempre a cumplir y hacer cumplir la Constitución. No podrá aplicar ningún programa de máximos inconstitucional ni anular retrospectivamente el 155, por mucho que sean estos los deseos de sus votantes. El 155 se levantará, automáticamente en cuanto se constituya el gobierno, si hace lo único que puede hacer, que es cumplir las leyes. Se verá obligado por tanto a buscar una tercera vía, la única, no hay otra, que le permita gobernar la autonomía y no seguir perdiendo competencias e incluso recursos por todos lados. Y si no lo hace, ya sabe de la existencia del artículo 155, que Rajoy aplicará de nuevo quizás con mayor diligencia que en la anterior ocasión e incluso con mayor dureza y duración.
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Voces jeremíacas señalan la injusticia del caso: el voto independentista sabe que no podrá aplicar su programa y si gana el voto antiindependencia, en cambio, no hay lugar a dudas de que sí podrá hacerlo. Para no hablar de los presos y de los exiliados, de las exigencias de la Junta Electoral a medios de comunicación e instituciones públicas y de las infundadas sospechas de pucherazo. Bajo este argumento yace la intención oculta de repetir la jugada, convirtiendo unas elecciones para gobernar una autonomía en un plebiscito que rompa el marco legal. Tal cosa sucedería si fuera obligatorio admitir la aplicación de un programa de gobierno que desborda o modifica la constitución por el solo hecho de que ha ganado las elecciones.
Es a cara o cruz. Si sale cruz ya está todo preparado para deslegitimar las elecciones. A pesar del control sobre los medios públicos y los privados concertados catalanes, auténtica garantía de que el voto independentista se mantendrá compacto. A pesar del control de la agenda de la campaña gracias la victimización. A pesar del eficaz recurso último y extremo —peligroso también— al voto divisivo y defensivo de la tribu, con toda su capacidad de movilización y todo su potencial autodestructivo.
Así es como, salga cara, salga cruz, la derrota catalana de todos queda asegurada antes incluso de ir a las urnas. La nación plural y diversa de ciudadanos sometidos a una misma ley que había admirado a tanta gente ya se ha convertido en una confusa hazaña tribal alrededor de los ídolos agitados por sus jefes y chamanes.
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