El odio azucarado
La chulería de hace unos meses, con aquellas hojas de ruta que parecían la pizarra de un entrenador de baloncesto de tercera regional cuando quedan diez segundos para el final, ha sido sustituida por un odio a España, que tendría su peligro si fuera seco y adulto pero que es lacrimógeno y demasiado azucarado para ser tomado en serio.
BarcelonaActualizado:
Toda victoria como la que el Estado ha conseguido en Cataluña deja un resentimiento que los derrotados han de saber si convierten en reto creativo para levantarse y mejorar, o en odio victimista y estéril, la más segura garantía de derrotas futuras.
El catalanismo fracasa cuando desafía al Estado porque no quiere aprender de lo que hace mal. El catalanismo cuando defiende sus intereses con inteligencia consigue sus mejores logros y su estrategia redunda en el bienestar de los catalanes. Pero cuando cada tantos años se pone bravo y desafía al Estado al incomprensible órdago del todo o nada, una mezcla de autocomplacencia «pompier» y de patológica incapacidad para la articulación política consistente le lleva al naufragio no siempre exento del recuento de cadáveres. Y en lugar de tener la hombría de aceptar sus errores, analizarlos, y tratar de evitarlos en las siguientes ocasiones, se comporta como una histérica amante despechada, que es donde exactamente ahora estamos.
La chulería de hace unos meses, con aquellas hojas de ruta que parecían la pizarra de un entrenador de baloncesto de tercera regional cuando quedan diez segundos para el final, ha sido sustituida por un odio a España -que tendría su peligro si fuera seco y adulto pero que es lacrimógeno y demasiado azucarado para ser tomado en serio- a quien naturalmente llaman «fascista» y acusan de haberse impuesto por la fuerza y por el miedo, como si los Estados y sus fronteras no hubieran sido todos el resultado de guerras perdidas y ganadas, y como si el temor de Dios, tanto o más que la fe, no fuera el pilar de la Iglesia y su poder. ¿O es que el diablo no existe? No se puede ser tan lerdo.
La victoria del presidente Rajoy en Cataluña se detecta, de entrada, en lo más aparente: en nuestro apacible fluir diario, en el puntual funcionamiento de la Generalitat bajo la aplicación del artículo 155, en los restaurantes llenos y en la amigable vecindad de los que llevan el lazo amarillo con los que no lo llevamos: la fractura social es un mito, y aunque el monotema agota, es propaganda federica decir que la sociedad catalana está rota.
Más profundamente, la victoria se percibe en la honda desolación de los independentistas cuando les oyes hablar. Ya sólo insultan a España sin ninguna idea propositiva para su causa. Ese odio desgarrado, cursi como todo lo que se piensa poco y se siente demasiado, sin proyección ni estructura ni deseo de mundo mejor, y que no sólo certifica la rendición de hoy sino que augura el signo único de la derrota para la próxima vez que lo vuelvan a intentar.
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