Por Javier Tajadura Tejada, profesor
titular de Derecho Constitucional en la UPV-EHU (EL CORREO DIGITAL, 29/09/06):
La sesión del Pleno del Congreso del
pasado 13 de septiembre en la que un miembro del Gobierno de España tuvo que
comparecer a petición del primer partido de la oposición para responder a las
infamias de un individuo implicado en el mayor atentado terrorista de nuestra
historia fue un día aciago para nuestra democracia.
Lo ocurrido allí puede ser un nefasto
presagio de lo que nos espera en el nuevo curso político. La política de la
crispación llevada a cabo por el Partido Popular durante la primera parte de la
legislatura podría conducirnos a una ruptura total de las relaciones
Gobierno-oposición.
Ahora bien, a pesar de que quien esto
escribe sólo puede hablar en nombre propio, no creo equivocarme si afirmo que
la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos muchos de los votantes del
Partido Popular, desaprueban su peligrosa estrategia actual. Y ello, sobre
todo, por el hecho de que una actitud de rechazo absoluto y total, en términos
casi siempre apocalípticos, de cualquier propuesta o actuación del Gobierno
impide, en muchos casos, valorar lo que de crítica razonable y fundamentada
subyace en algunas de las tesis del Partido Popular.
Tal es el caso por ejemplo de dos de los
temas centrales de la agenda política:
*.- la erradicación definitiva del
terrorismo y las reformas territoriales.
*.-
Pero otro tanto podría decirse de la legislación educativa o de la
política de inmigración.
En este contexto, el restablecimiento de
un clima de normalidad democrática en las relaciones entre el Gobierno y el
principal partido de la oposición se configura como el presupuesto fundamental
para poder abordar los grandes temas y problemas del presente.
Me referiré únicamente a una cuestión
cuyo fracaso se da ya por seguro: la reforma constitucional. Y que, sin
embargo, podría convertirse en una pieza central para el restablecimiento del
consenso político básico.
Con optimismo ‘condorcetiano’ estoy
convencido de que el diálogo sincero y leal entre el PSOE y el PP sobre la
reforma de la Constitución de 1978 podría concluir en un gran pacto político
que, si en el plano simbólico escenificaría la necesaria reconstrucción del
consenso, en el plano jurídico-político real desplegaría efectos muy positivos
en el sistema.
En este sentido, corresponde al
presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, el mérito indiscutible
de haber colocado en la agenda política (discurso de investidura de abril de
2004) el tema de la reforma constitucional.
Y haberlo hecho tendiendo la mano al
resto de fuerzas políticas para lograr las muy cualificadas mayorías exigidas por
los procedimientos de reforma constitucional (arts. 167 y 168 CE).
Ahora bien, quizás su más grave error
fue fijar unilateralmente, y con carácter de lista cerrada, el orden del día
con los temas a tratar: denominación de las comunidades autónomas, Senado,
sucesión a la Corona y mención de la Constitución europea.
Y digo que eso fue un error porque, por
ejemplo, resulta evidente que remediar las deficiencias de la justicia
constitucional es más importante que modificar el orden de sucesión a la
Corona, de la misma forma que fijar el sistema de reparto competencial
Estado-comunidades autónomas lo es más que incluir la mera denominación de
éstas.
Dicho con otras palabras, cuando nos
aproximamos a cumplir tres décadas de régimen constitucional es preciso restablecer
el consenso fundacional para adecuar la Constitución a los nuevos tiempos, para
perfeccionar aquellos elementos susceptibles de mejora y, en definitiva, para
terminar el proceso constituyente en lo que a la organización territorial del
poder se refiere. Para cumplir estos objetivos, las cuatro modificaciones
puntuales propuestas por el presidente de Gobierno resultan claramente
insuficientes. Así lo ha puesto de manifiesto el Consejo de Estado, en su
sugerente y meritorio informe sobre la reforma de la Constitución, emitido a
petición del Ejecutivo.
Si la voluntad de diálogo del presidente
de Gobierno es sincera y no retórica, y personalmente creo que lo es, debiera
ofrecer a las fuerzas políticas de oposición (al menos a aquéllas cuyo concurso
es indispensable para el éxito de la reforma) la apertura de un debate sobre
las reformas constitucionales necesarias, y no reducido exclusivamente a las
cuatro cuestiones del discurso de investidura. El Partido Popular, que en los
dos últimos años ha defendido la necesidad de abordar reformas constitucionales
de mayor envergadura y alcance que las sugeridas por el Gobierno -modificación
del procedimiento de reforma estatutaria, la inclusión del control previo de
constitucionalidad de los estatutos, o la garantía de un núcleo de competencias
estatales no transferibles a las comunidades autónomas-, no podría, por razones
de mínima coherencia política, negarse a participar en ese debate.
Y, lo que es más importante, a pesar del
ruido y de la crispación actuales, no existe ninguna razón para pensar que el
acuerdo no sea factible. El PSOE es plenamente consciente de que algunos de los
problemas derivados de las últimas reformas estatutarias sólo pueden ser
resueltos mediante la reforma constitucional. Tesis ésta plenamente compartida
por el Partido Popular. Los mimbres para tejer el acuerdo existen. El informe
del Consejo de Estado puede ser un buen punto de partida para que cuando la
Constitución cumpla 30 años, lo haga plenamente adaptada a las nuevas circunstancias
y en un clima de normalidad democrática en las relaciones mayoría-oposición
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