“En esta hora, cargada de emoción y
esperanza” asumía la Corona del Reino con pleno sentido de su responsabilidad
ante el pueblo español y de la honrosa obligación de cumplir las leyes y
respetar la tradición centenaria. Era Rey por “tradición histórica”, por la “Leyes
Fundamentales del Reino” y “el mandato legítimo de los españoles”.
La figura de Franco “entra en la
historia”. (…) “El cumplimiento del deber está por encima de cualquier otra
circunstancia”. “Hoy comienza una nueva etapa de la historia de España”, una “etapa,
que hemos de recorrer juntos”. “La Monarquía (…) procurará en todo momento mantener
la más estrecha relación con el pueblo·.
“La institución que personifica integra
a todos los españoles, y hoy, (…) os convoco porque a todos nos incumbe por
igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura
de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia
nacional”.
“El Rey es el primer español obligado a
cumplir con su deber y con estos propósitos”.
Quiere seguir “el ejemplo de tantos
predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos
de España”, “desea “actuar como moderador, como guardián del sistema
constitucional y como promotor de la justicia”.
“Que nadie tema que su causa sea
olvidada”. (…) “Juntos podremos hacerlo todo si a todos damos su justa
oportunidad. Guardaré y haré guardar las leyes, teniendo por norte la justicia
y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función”.
“La
patria es una empresa colectiva que a todos compete, su fortaleza y su grandeza
deben de apoyarse por ello en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos”.
“La justicia es el supuesto para la
libertad con dignidad, con prosperidad y con grandeza. Insistamos en la
construcción de un orden justo, un orden donde tanto la actividad pública como
la privada se hallen bajo la salvaguardia jurisdiccional”.
“Un orden justo, igual para todos,
permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades
regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la
sagrada realidad de España. El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada
uno en su cultura, en su historia y en su tradición.
Al servicio de esa gran comunidad que es
España, debemos de estar: la Corona, los ejércitos de la nación, los organismos
del Estado, el mundo del trabajo, los empresarios, los profesionales, las
instituciones privadas y todos los ciudadanos, constituyendo su conjunto un
firme entramado de deberes y derechos. Sólo así podremos sentirnos fuertes y
libres al mismo tiempo”.
Como primer soldado de la nación me
dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de España, ejemplo de patriotismo
y disciplina, tengan la eficacia y la potencia que requiere nuestro pueblo”.
El mundo del pensamiento, de las
ciencias y de las letras, de las artes y de la técnica tienen (…) una gran
responsabilidad de compromiso con la sociedad. (…) En tarea tan alta, mi apoyo
y estímulo no han de faltar”.
“La Corona entiende (…) como deber
fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin
es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les
permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades”.
“Por lo tanto, hoy, queremos proclamar,
que no queremos ni un español sin trabajo, ni un trabajo que no permita a quien
lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los
bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos”.
“Una sociedad libre y moderna requiere
la participación de todos en los foros de decisión, en los medios de
información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional.
Hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa
comunitaria y una tarea de gobierno”.
“El Rey, que es y se siente
profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia”,
aunque “el respeto a la dignidad de la persona que supone el principio de libertad
religiosa es un elemento esencial para la armoniosa convivencia de nuestra
sociedad”.
“Estoy también seguro de que nuestro
futuro es prometedor porque tengo pruebas de las cualidades de las nuevas generaciones”.
“España es el núcleo originario de una
gran familia de pueblos hermanos. Cuanto suponga potenciar la comunidad de
intereses, el intercambio de ideales y la cooperación mutua es un interés común
que debe ser estimulado”.
“Europa
deberá contar con España, pues los españoles somos europeos”.
Asume la lucha “por restaurar la
integridad territorial de nuestro solar patrio”.
“Si todos permanecemos unidos habremos
ganado el futuro”.
¡Viva España!
Designado sucesor a la Jefatura del
Estado en 1969, tras la muerte del anterior Jefe del Estado, Francisco Franco,
Don Juan Carlos fue proclamado Rey el 22 de noviembre de 1975, y pronunció en
las Cortes su primer mensaje a la nación, en el que expresó las ideas básicas
de su reinado: restablecer la democracia y ser el Rey de todos los españoles,
sin excepción:
Anunció,
expresamente y sin equívocos, que asumía su misión de reconciliar a todos los españoles, procurando el
entendimiento entre opositores (rupturistas o reformistas) y renovadores. En su
discurso no ignoró a nadie: Franco, era una figura excepcional pero que ya era
historia (pasado); su padre, que le había inculcado el cumplimiento del deber;
los ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades
regionales y "la participación de todos en los foros de decisión"
(haciendo referencia veladamente a todos los partidos políticos sin exclusión).
Con
sus palabras pretendía disipar la desconfianza de quienes, viniendo de una tradición
republicana, lo veían como Rey y designado
por Franco, o por quienes, siendo monárquicos o no, tenían sospechas de que como
Rey fuera un mero continuador del Régimen de Franco.
A unos y a otros se pretendió hacerles
llegar que el nuevo Rey estaba dispuesto a devolver la soberanía al pueblo y a
facilitar la vía pacífica a la democracia.
"La Corona ampara a la totalidad
del pueblo y a cada uno de los ciudadanos, garantizando, a través del derecho y
mediante el ejercicio de las libertades civiles, el imperio de la
justicia".
El Rey ha confesado: “Seguí al pie de la
letra el consejo de Torcuato. Y en aquel discurso de la Corona dije muy
claramente que quería ser el rey de todos los españoles”, dejar claro que se
ponía término a cuatro décadas del Régimen de Franco, comenzaba una etapa de
fundamentada en la reconciliación de todos los españoles. “Y en aquel discurso
de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los españoles”.
Quería dejar claras, en su discurso de
proclamación y para que no quedase ninguna duda, sus verdaderas intenciones para el futuro. Y
que utilizaría todo el poder “para decirles a los españoles que en el futuro
eran ellos quienes debían expresar su voluntad”.
El día 22 de noviembre de 1975, no habló
de una legitimidad derivada del 18 de julio ni de cualquier otra fecha, sino de
la historia, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los
españoles, tres conceptos difícilmente compatibles con los títulos de legimitidad
que podrían aducir los miembros de aquellas Cortes y del Consejo del Reino a
quienes se dirigía.
Se presentó como Rey legítimo por historia,
por las Leyes Fundamentales y el mandato legítimo de los españoles, obviando
cualquier legitimidad que tuviera su origen en su designación por Franco como sucesor
a título de Rey.
Consideró improcedente que, en su primer,
discurso el Rey hiciera cualquier referencia excesivamente elogiosa a Franco. Si
se quería instaurar un régimen democrático, no tenía sentido hablar de Franco
en términos excesivamente laudatorios.
Siguió fielmente la recomendación que le
había hecho Torcuato Fernández Miranda: “Vuestro primer discurso será la clave
de todo el cambio, y en él habéis de decir a los españoles: esto es lo que
tengo la intención de hacer y así es como voy a hacerlo”, aunque dejando claro
que “aquel primer discurso de la Corona fue mío, solamente mío".
En su discurso no ignoró a nadie:
Franco, figura histórica del pasado; los
ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades regionales
y "la participación de todos en los foros de decisión".
Despertando rencores
EL
22 de noviembre de 1975, tiene lugar la solmene sesión de Cortes en la que Don
Juan Carlos de Borbón asume la Corona del Reino, tal como desde antaño estaba
previsto. Se han producido momentos en los que de todo ha habido: alegrías de
unos, lágrimas de otros y... serenidad.
Esto
último constituyó el factor más importante para la gran tarea que el país
afrontaba, sobre todo por la existencia y sensatez de la clase media aparecida
en décadas anteriores y reacia a cualquier clase de choque violento como
ocurrió en 1936.
El
valiente discurso del nuevo Monarca, todavía pronunciado ante los llamados procuradores
de las Cortes emanadas de la hasta entonces denominada «democracia orgánica»,
causa lógicas molestias entre ellos. Hasta el final, muchos habían apostado por
lo que precisamente el mismo Franco nunca apostó: que habría un franquismo sin
Franco.
El
titulado «Caudillo por la gracia de Dios» sabía muy bien que «aquella gracia»
(al fin y al cabo derivada del triunfo en una guerra, algo que nadie podía
heredar) terminaría cuando también terminase su propia vida.
De
diferentes e incluso ideológicamente opuestas fuentes, es conocida la última y
única petición que el falleciente hace todavía al Príncipe cuando éste le
visita en el Hospital: «lo único que pido a Su Alteza es que mantenga la unidad
de España». Parecía importarle poco todo lo demás. Y el ilustre visitante así
lo prometió.
De
aquí que el aludido discurso estuviera pensado y pronunciado para otros
destinatarios: la totalidad de los españoles. Esto no empaña ni mucho menos dos
importantes gestos del ya Rey.
No
decir nunca una palabra contra quien, a la postre, había instaurado la
Monarquía en su persona y distinguir a la viuda y a la hija del fallecido con
los títulos de Señora de Meirás y Duquesa de Franco, respectivamente. Aunque no
lo parezca, mucho hay de afán conciliador en ambos gestos.
Y
por ello, no para el pasado que no había que remover ni mucho menos continuar o
resucitar, sino para aquel difícil presente y para un ilusionante futuro (son
expresiones del Rey) va dirigido el contenido de sus palabras que hoy parece
voluntariamente olvidado por algunos.
«Que
todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará
en un efectivo consenso de concordia nacional». Ha aparecido la palabra clave
para lo que luego serán los hechos: concordia entre todos los españoles.
Vencedores y vencidos. De dentro y de fuera.
Es
el momento de la reconciliación que tenía que borrar para siempre las huellas
tanto de una sangrienta guerra civil, cuanto de los largos años que a ella
siguieron.
A
las palabras siguieron los hechos que avalaban el contenido de esta nueva etapa
de nuestra historia política.
Amplísima
amnistía en que tuvieron su alcance los condenados por el régimen anterior. Reconocimiento,
contra la voluntad de algunos, del Partido Comunista. Y, sobre todo, la figura
de un hábil político llamado Adolfo Suárez que conduce el cambio sin fisuras
alarmantes. No lo olvidemos: se ha sabido conectar con el deseo y el
sentimiento de la mayor parte de la sociedad española.
La
que, en feliz término de Julián Marías, se caracterizaba, sobre todo, por su noluntad,
por lo que no quería: ni vuelta atrás, ni nuevos enfrentamientos, ni nada que
pusiera en peligro lo adquirido en años anteriores. Y esa gran nueva clase y
ese «no querer» está muy todavía ahí, permitiendo y colaborando en el
desarrollo de nuestra democracia, a pesar de sus evidentes defectos. El 18 de
noviembre de 1976 se aprueba en las Cortes la Ley para la Reforma Política que
suponía la autodisolución de las mismas y el camino para llegar a las
elecciones de 1977 (¡misterioso silencio al cumplirse ahora los treinta años de
la misma!). Muy poco después (15 de diciembre) el pueblo español respalda con
muy sólida mayoría esta Ley mediante referéndum convocado al efecto. El régimen
político de Franco ha terminado.
Y
los españoles caminan, mirando al futuro y empeñados en el logro de una Constitución
de consenso, nuevamente respaldada en otro referéndum. Y aquí hay que hacer una
apostilla. Ni antes, ni durante el proceso constituyente se habló de reparar
nada. En el gran pacto de nuestra transición, la revancha no podía tener lugar.
Todos estaban de acuerdo. Y con esta ejemplar muestra de «asumir» (que no
supone olvidar, ni dejar de investigar), se suceden las meritorias empresas con
los gobiernos de UCD. El muy largo tracto de un PSOE dirigido por Felipe González
que no se enfrentó con ningún sector de la sociedad a pesar de aciertos y
desaciertos (lo de Maravall con la Universidad no se perdonará nunca). Y, en
fin, la etapa de gobierno del Partido Popular.
Pero,
de pronto, se ha vuelto a una de las nocivas constantes que tanto ha dañado siempre
nuestro caminar político. La de resucitar el pasado y convertirlo en pieza de
discordia en la actual contienda como arma arrojadiza. La ventura se nos torna
preocupación.
Y
lo que todos, repetidas veces, habían decidido dejar atrás, quizá esperando que
el paso del tiempo ofreciera la necesaria distancia para un análisis desprovisto
de pasiones en unos y otros, se trae a un muy peligroso primer plano. La
sociedad no ha cambiado en sus auténticos deseos. Más aún: el país anda ya
poblado de nuevas generaciones que hasta desconocen los detalles de un ayer con
cuya resurrección nada bueno puede venir. Porque al resucitar se cae en las
falsas generalizaciones y, por supuesto, en las verdades a medias. ¿A qué se ha
debido el empeño en una «memoria» que todavía no tiene la entidad temporal como
para ser llamada «histórica»?
La
apelación a la historia no se puede hacer desde lo que todavía puede escocer y
hasta dividir. Ni la historia ni la política que de ella se derive pueden tener
como gestores la ira o el rencor. Por eso no estaba en el discurso regio con el
que hemos comenzado estas líneas y contra el cual camina sin reparo esta vuelta
atrás. Y por eso tampoco se quiso incluir en el contenido de una transición
que, de haber tenido como baluarte el escudriñar en ese inmediato pasado, sencillamente
no habría sido posible. Y creo que ni entonces, ni ahora. Hace falta mucho tiempo
para comprender y asumir. Y ese paso del tiempo es el que traerá mesura para
unos y para otros.
Como
lo que aquí predico es tiempo, mesura y, sobre todo, objetividad en la
valoración, no voy yo a caer en estas líneas en el recuento de lo que hicieron
mal unos y otros. Sí: también otros. Y como la escalada de reproches si se hace
desde esta ira y ese rencor citados, pueden no resultar fiables, vuélvase, como
testimonios directos, a la lectura de «Las causas de la guerra de España» del
gran Manuel Azaña o a la de «La guerra civil en la frontera» de Pío Baroja.
Ambos padecieron muy de cerca, sufriendo con ello, lo que ahora quiere
resucitarse sin la distancia y con el prejuicio. Y ninguno de los dos habló
nunca de fascismo, totalitarismo, genocidios o llamada a la revancha. Más bien
a todo lo contrario. Bien sabían que lo de asumir, incluso dejando atrás
jirones de desgracias en ciudades y en pueblos (esto último poco estudiado y
producto de nuestra ancestral envidia), requería algo más que talante: requería
también talento. Y muy posiblemente lo segundo
sea más importante que lo primero a la hora de atreverse a retomar la página de
nuestro inmediato pasado. Que, claro está, puede convertirse, ¡una vez más!, en
doloroso presente. Y para todos.
MANUEL
RAMÍREZ.- Catedrático de Derecho Político.- ABC, 18 de mayo de 2007
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