Voto final
JULIAN MARIAS 9 NOV 1978
Un viaje a Italia coincidente con la
fecha -no anunciada a tiempo- de la votación de la Constitución en el Senado me
ha impedido emitir en esa sesión mi voto final. Quiero decir ahora cuál hubiera
sido, cuál era en mi intención y representa mi criterio político: sí.Lo había
anunciado en algunos escritos y entrevistas; lo había indicado así a personas
que -conmovedoramente- me habían escrito para consultarme sobre su decisión el
día del referéndum. Por supuesto, creo que era menester votar «sí» a la
Constitución española de 1978, y espero que el pueblo español lo comprenda así
el 6 de diciembre, y dé la mayor fuerza legal posible al texto que va a regir
nuestra vida pública. He dicho en diversas ocasiones que no puedo sentir
entusiasmo por esta Constitución -y bien lo lamento-, pero siento entusiasmo
por la Constitución, por el hecho de que España vuelva a tener, al cabo de 42
años de ausencia, una Constitución legítima, legal y democrática, capaz de dar
un cauce normal a la convivencia, la articulación de las instituciones y la
vida política. Si la Constitución no es mejor, es porque no somos lo
suficientemente buenos, despiertos, inteligentes y enérgicos. Pero esta
Constitución es nuestra, de los españoles tomados colectivamente, y nos obliga,
protege y defiende. Y somos colectivamente responsables de ella.
Individualmente, somos muchos los
españoles que tenemos una responsabilidad no global, sino diversa y matizada.
La mía ha quedado suficientemente clara, porque mis intervenciones en el Senado
han quedado recogidas en el Boletín Oficial de esta Cámara, y en él consta
también el texto de mis enmiendas, de las personales y de las que he suscrito
como miembro de la Agrupación Independiente. Pero como, además, y
principalmente, soy escritor, mis opiniones sobre los sucesivos proyectos de
Constitución han sido accesibles a cualquier lector, y la mayor parte de ellas
-salvo las formuladas en los últimos meses- pueden leerse en mi libro España en
nuestras manos, de título particularmente explícito.
El anteproyecto, debido a la ponencia
del Congreso, que se publicó el 5 de enero, me pareció desastroso, y lo dije
con toda la energía de que fui capaz. Dije entonces que «no tenía enmienda», no
en el sentido de que se debiera echar por la borda todo el trabajo realizado,
sino en el de que era mejor, partiendo de él, empezar una nueva redacción más
breve, concisa, precisa, inequívoca y no perturbada por apetencias o manías
partidistas. No se hizo esto, que además hubiese ahorrado mucho tiempo, y se
procedió por enmiendas sucesivas, en un largo proceso constitucional que acaba
de terminar. El texto ha ido mejorando considerablemente, ya en el Congreso,
especialmente en el Senado. La versión que salió de manos de esta Cámara era
bastante decorosa, aunque en los últimos días de discusión se dio marcha atrás
en algunos aciertos importantes y se perdieron posibilidades ya logradas.
Finalmente, ese texto ha pasado a manos de la Comisión Mixta Congreso-Senado,
que ha elaborado la versión definitiva. A ella me quiero referir ahora.
Esta comisión se parecía excesivamente a
la ponencia inicial del Congreso, -con algunas adiciones que -al menos así lo
parece- se han sentido obligadas a una «neutralidad» que no me parece ni
siquiera justificada, y que ha venido a resultar probablemente inercia. Era de
temer que el resultado fuese una tendencia al retroceso, a la anulación de
buena parte de las mejorías conseguidas en un penoso trabajo de cerca de un
año, a la destrucción de una fracción considerable de los perfeccionamientos
introducidos por el Senado.
Me voy a limitar a un punto, el más
delicado y sensible, aquel que se refiere a la estructura nacional de España,
aquello que es el núcleo de un texto que se llama precisamente «constitución».
Un error bastante difundido es la creencia de que existen movimientos
«separatistas»; si se plantean las cosas así, no se entiende nada. Puede haber
tal o cual individuo o grupo separatista en algunas regiones españolas, pero no
tienen ninguna importancia, desentonan y perturban a sus paisanos. Ninguna región
quiere separarse del resto de España, ningún partido mínimamente responsable lo
propone. Las manifestaciones separatistas son simples números de circo, a cargo
de los que no conocen medios mas nobles de alcanzar alguna notoriedad.
Pero esto, en sí mismo bueno, no es
suficiente. Hay en algunas regiones fracciones considerables y, sobre todo,
fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada
España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su
región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin
crítica por su región propia. No se les ocurre siquiera «separarse», porque
necesitan la totalidad de España para subsistir económica, social, demográfica,
políticamente; incluso para que la sociedad general corra con los gastos
originados por las lenguas particulares y hasta para que el poder del Estado
imponga su obligatoriedad y no queden abandonadas a la espontaneidad social y a
las leyes análogas a las de la oferta y la demanda. Esta insolidaridad no me
parece demasiado simpática, pero esto no es lo más importante; lo grave es que
es un error, debido a la miopía, ya que sin la prosperidad de España en su
conjunto todas sus regiones sin excepción están condenadas a una vida precaria,
y esa insolidaridad lleva directamente a un angostamiento que desemboca
inexorablemente en el provincianismo o el aldeanismo.
Pero no es esto lo que más me inquieta.
En algunos núcleos políticos -que no son los más extremosos ni explosivos- late
la voluntad de desarticular la estructura nacional de España. Es decir, no se
limitan a conseguir tales o cuales medidas que juzguen favorables a su región
particular, sino que tienen obvio interés en manipular aquellas otras que
consideran ajenas y de las que se sienten insolidarios. Esta actitud no existe,
creo yo, entre los habitantes de ninguna región española; ninguna región en
conjunto, ninguna porción estimable de su población como tal participa de ella.
Se trata de grupos extremadamente minoritarios, pero con suficiente capacidad
de control de partidos, asociaciones y medios de comunicación. Su influencia en
la génesis del texto constitucional ha sido notoria y absolutamente
desproporcionada a su importancia real.
Tomaré un solo ejemplo: la denominación
constitucional de la lengua española. El Congreso escribió: «El castellano es
la lengua oficial del Estado.» La reacción popular fue inmediata y vivísima, la
de los expertos en lingüística -empezando por la Real Academia Española,
secundada por la de la Historia-, fulminante y concluyente. La denominación
«castellano» es perfectamente lícita en el uso coloquial, o cuando se quiera
nombrar a la lengua general en el contexto de otra lengua regional de España;
es la que se ha usado con más frecuencia durante siglos. Pero no ahora; y se
hace una Constitución para el final del siglo XX. El uso cíentífico, el uso
internacional, y con abrumadora mayoría el uso coloquial de hoy es «español».
Desde fines del siglo XV se llamó ya «española» a nuestra lengua, y desde el
XVI se protestó de que se la llamara «castellana», por considerarlo una
apropiación abusiva. La Real Academia Española usó indistintamente ambos
nombres en su Diccionario de Autoridades, desde 1725; el valenciano Gregorio
Mayans y Sisdar publicó en 1737 sus Orígenes de la lengua española. Esta es la
lengua oficial de innumerables países. A pesar de que el descubrimiento y
colonización de América fue una empresa del reino de Castilla, nunca se ha
hablado de «América castellana» o «Castellanoamérica», sino de «América
española», «América hispánica» o «Hispanoamérica». Castellanos, andaluces,
extremeños, canarios, navarros, vacos, gallegos, asturianos, murcianos, y luego
aragoneses, valencianos, catalanes, mallorquines, menorquines, todos han creado
la inmensa comunidad lingüística unida por la lengua común española.
Pues bien, la voluntad insistente de
unas decenas de parlamentarios catalanes se ha opuesto a que la Constitución
reconozca la realidad: el uso sinónimo de «castellano» y «español». El Senado
estableció este uso, escribiendo: «El castellano o español es la lengua oficial
del Estado.» Ahora, la Comisión Mixta ha enmendado la plana al Senado, a la
Academia y, lo que es más grave, al uso mayoritario de España, al único
internacional, y ha inventado una fórmula ligeramente grotesca: «El castellano
es la lengua oficial del Estado.» Tan rebuscada, tan alambicada, tan de
compromiso -en el mal sentido de la palabra-, tan de «quiero y no puedo» (mejor
dicho, tan de «no me atrevo»).
¿A qué no se ha atrevido la Comisión
Mixta? A enfrentarse con la opinión mayoritaria y eliminar la expresión «lengua
española»; y, al mismo tiempo, a rechazar la imposición de un pequeño grupo
parlamentario, al cual ha servido de palanca el Partido Socialista, opuesto
desde el principio -él sabrá por qué- a que se llame «español» a la lengua
común de los españoles. En cuanto a UCD, incomprensiblemente, se ha plegado a
esas imposiciones y ha renunciado a sus derechos mayoritarios -a su
primogenitura- por un plato de lentejas... vacío. Porque no recibirá nada a
cambio, a no ser una pérdida de prestigio.
¿Justifican estas cosas el voto negativo
o la abstención? Creo que no. La constitución, a pesar de pequeñas miserias y
de notorios desaciertos, es viable, suficiente para que nuestra vida pública se
desenvuelva dentro de un marco legal aceptable. Después de tantos años de poder
sin autoridad, los españoles hemos tomado en nuestras manos nuestro propio
destino y hemos empezado a configurarlo.
Esto es lo decisivo: no hemos hecho más
que empezar. Después de votar «sí» a la Constitución, lo españoles tendremos
que seguir votando -porque va a haber más elecciones, va a haber democracia,
nadie va a imponer otra dictadura al país, ni con metralletas ni con cañones,
ni con argucias que nadie se haga ilusiones-. Y vamos a votar teniendo en
cuenta la experiencia, sabiendo de quién se puede uno fiar y de quién no; con
conocimiento de los propósitos de los partidos, de las distinta metas adonde
nos quieren llevar con una estimación de la inteligencia, la energía, la
veracidad de cada individuo, de cada posible candidato.
Es menester que los españoles
establezcamos pronto la escala de nuestras estimaciones y preferencias; que
distingamos, como decía Machado, «las voces de los ecos»; que renunciemos a
parecernos al avestruz, animal que comete dos imperdonables errores funestos en
política: el primero meter la cabeza debajo del ala: el segundo, tragarse todo
lo que le ponen delante, especialmente si brilla un poco, aunque sea un trozo
de vidrio sin valor apto sólo para destrozar la entrañas.
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