Hacia la historia-ficción
JULIAN MARIAS 15 AGO 1978 (El PAIS)
Sería urgente determinar con precisión
cuándo, cómo y por qué se inicia en Cataluña un proceso que va a llevar de una
visión concreta, compleja y «normal» de la situación, con problemas,
descontentos, satisfacciones y esperanzas, a un progresivo aislamiento, con la
mirada fija en un pasado nunca bien definido (o, mejor dicho, una serie de
momentos del pasado en los que se fila la atención discontinuamente), a una
sustitución de la realidad -presente y pretérita- por un esquema que cada vez
se da más por válido y «obvio».
Es la historia-ficción, de la cual
muchos intentan vivir; pero de ella no se puede vivir (a lo sumo, fingir que se
vive).
Yo pediría a los historiadores
competentes; y veraces un esfuerzo para aclarar esta importante cuestión, de la
que depende el porvenir de Cataluña y, por tanto, de España entera.
Se ha producido un curioso proceso en
virtud del cual, desde la historia-ficción, se descalifican siglos enteros de
historia catalana. Tan pronto como los catalanes parecen normalmente instalados
en su condición, enfrentados con cuestiones reales, con la proporción de
satisfacción y descontento que es propia de lo humano, se los repudia.
La abrumadora evidencia de que en el
siglo XVIII, cicatrizadas las heridas ole la guerra de sucesión, Cataluña se
sintió próspera, llena de proyectos y esperanza, en plena expansión, como nunca
lo había estado desde fines del siglo XIV.
Pues bien, A. Rovira i Virgil dice: «El
siglo XVIII consumó la decadencia de Cataluña y completó la desnacionalización
de los catalanes.
Estos olvidaron la noble dignidad de la
raza y cayeron en las abyecciones del servilismo dinástico y españolista.
Después de Felipe V, los Borbones que vinieron, a Barcelona fueron recibidos
triunfal mente por un pueblo olvidado de su propia dignidad y su propia
historia.
En el último tercio de aquel siglo, los
más esclarecidos catalanes, no sólo se muestran resignados a la sujeción, sino
que bendicen el yugo... Capmany -esta falsa gloria catalana, como le llama
justamente Gabriel Alonar- escribe: «Tal ha sido el impulso que recibió en el
benéfico reinado del señor Felipe V, época de feliz recuerdo para la
prosperidad general en estos reinos». Como hace notar Miguel S. Oliver,
aquellos catalanes estaban muy lejos del odio a Felipe V, que se manifestó en
los cenáculos literarios del siglo siguiente.»
Decadencia, desnacionalización,
abyección, olvido de la dignidad. ¿Quién es el sujeto de todo esto? «Los
catalanes», «un pueblo», «los más esclarecidos catalanes»: todos, masas y
minorías, los que, cerca de Felipe V, estaban «muy lejos» de un odio que se
inventó en los «cenáculos literarios» del siglo siguiente (¡). Se desprecia a
Cataluña entera durante un siglo largo, porque no había anticipado lo que se
«descubrió» a fines del siglo XIX.
Todo esto lo sabe muy bien -y lo dice
igualmente- cualquier historiador competente; pero en nuestros días, hasta en
los mejores, se desliza un curioso supuesto que perturba lo que ven y exponen.
Ferran Soldevila, por ejemplo, comenta,
al hablar de la Cataluña del siglo XVIII: «Tot coadjuvava a la seva
despersonalització: el prestig immens de la reialesa, l'anomenada i la valua
reial de certs ministres, les mesures Intencionades o les aparentment innocues,
i les deliberadament i decididament favorables, la fundació d´institucions de
cultura, l'increment de la prosperitat material-, tota la vida hispánica.»
El supuesto (increíble, si se mira bien)
es éste: personalidad=aislamiento. Como si no se pudiera tener personalidad en
compañía, dentro de una totalidad; según esta teoría, Castilla estaría
igualmente despersonalizada, y Andalucía, y Aragón, y Galicia; y así el mundo
entero.
¿Cuándo empezó este espejismo?
Habría que precisarlo con rigor. Todavía
en 1901, un hombre ya viejo, al final de su vida, Pí y Margall, dice: «Hay una
patria para todos los hombres: la tierra. Hay una patria nos ha dado patria que
siglos de comunes venturas y desventuras: la nación. Hay una patria constituida
por la común lengua, las comunes leyes y los comunes usos y costumbres: la y
rincón en que nacimos y tenemos los sepulcros de nuestros padres. Seamos
catalanes, españoles, hombres.»
Pero ya a fines del siglo XIX, hombres
más jóvenes, de la generación de 1871 (la del 98) habían dado el paso decisivo
hacia la historia-ficción. Adviértase que Maragall, aunque a veces se lo ha
creído de esa generación -sobre todo por su amistad con Unamuno-, pertenecía a
la anterior, a la de 1856; de Maragall he hablado largamente («Los ojos de
Maragall», en La devolución de España, 1977).
La figura decisiva es, sin duda, Enric
Prat de la Riba (1970-1917), que recibe el «medievalismo» clerical de que se va
a nutrir durante varios decenios el catalanismo, bajo la inspiración de Torras
i Bages, y en buena parte del tradicionalismo francés. «Administrador
lluminado», para Pabón y Jordi Solé Tura, el último de los cuales da
interesantes citas del Compendi de doctrina catalanista, de Prat de la Riba y
P. Muntanyola (1894), que no he podido manejar. «En el plano histórico -dice
Solé Tura-, Prat acepta sin discriminación todos los lugares comunes de la
historiografía romántica.» «El análisis histórico -añade- es elemental y
hagiográfico: a un lado los buenos, al otro los malos... Prat de la Riba tenía
una visión instrumental de la historia de Cataluña y de España: buscaba en
ella, por un lado, la pervivencia del espíritu nacional y, por otro, la
justificación, la legitimación de la hegemonía burguesa en Cataluña... Además,
esta visión del pasado le permitía prescindir de las posibles causas internas
de la decadencia catalana y, por consiguiente, hablar de Cataluña como un todo
único, un todo orgánico modelado por la continuidad histórica y por la lucha
común de sus hombres contra un adversario exterior. identificado también en
bloque.» A esto llamo «historia-ficción». Pero la expansión de ella no aparece
hasta 1906, en el famoso libro La nacionalitat catalana.
La introducción trata de «el invierno de
los pueblos» (l'hivern dels pobles). Partiendo de esta metáfora, supone Prat
que a comienzos del siglo XVIII «ja havia comencat l'hiverín pera la terra
catalana». Pero inmediatamente se remonta al siglo XV, y unas líneas después al
poder del rey como algo absorbente y destructor: «El rey ho era tot en la vida
nacional; els pobles y llurs necessitars, interessos y afeccions no eren res.»
Y después de desarrollar esta idea, concluye: «Donchs aquesta aran forca de la
monarquía estava també en contra de Catalunya.» Y lo detalla, partiendo de
tiempos de Boscán. Es bastante alucinante que los que los principios de la Edad
Moderna parezcan esterilizadores y destructivos, pero más aún que se los vea
concentrados contra Cataluña. Por eso interpreta la historia de tres siglos y
medio como «descatalanización». Pero, no sin sorpresa para el lector, añade:
«La terra és el rioni, de la patria, la terra catalana és la patria catalana:
totes les generacions ho han sentit, totes les generacions ho han consagrat».
Hay que leer este libro íntegro
-¿cuántos catalanes lo conocen?-. Según él, Cataluña se convierte en provincia,
y surge un provincialismo como amor a las cosas de Cataluña dentro de la nación
española. De ahí se pasa al regionalismo, se admite la palabra «región», que se
identifica con el antiguo Principado. Con el regionalismo, dice Prat, va
desapareciendo lo que llama «la bifurcación del alma catalana», es decir,
sentirse, en dos planos distintos, catalán y español. Y así se llega «a la
afirmació unitaria de la personalitat catalana, llevat del nacionalisme.» Y la
lengua es la diferencia capital, irreductible.
¿Cómo se llega a esto? Había que acabar
de una vez -dice Prat- con «aquesta monstruosa bifurcació de la nostra anima»,
había que saber que éramos catalanes y nada más que catalanes. Y agrega que
esta obra no la hace el amor, sino el odio: «Aquesta obra, questa segona fase
del procés de nacionalisació catalana, no la va fer l'amor, com la primera,
sinó l'odi. Para Prat, el discurso de Guimerá en los Juegos Florales de 1889
señala el momento culminante de esta fase. Habría que añadir el discurso de
Joseph Franquesa y Gomis, en la Lliga de Catalunya, el 12 de diciembre de 1898,
sobre «los conflictes d'Espanya y lo catalanisme», publicado en tres lenguas
por La Veu de Catalunya. Pero no quiero citarlo, porque no quiero recordar
textos que no podrían más que herir a innumerables españoles (sin excluir a
muchos catalanes), y me propongo todo lo contrario.
A partir de aquí, Prat de la Riba se
lanza a exponer el contenido del nacionalismo catalán, de la nacionalitat
catalana, que empieza nada menos que con el periplo de Avieno, 500 años antes
de Cristo, con lo que llama (en femenino, no se por qué) «la etnos ibérica, la
nacionalitat ibera, extesa desde Murcia al Rhodan, aixó és, desde les gents
libi-fenicies de la Andalusía orierital fins als Ligurs de la Provenca».
«Aquellas gentes son nuestros antepasados» -concluye.
No puede extrañar que el capítulo IX de
este libro se titule «L'Imperialisme». En esto desemboca La nacionalitat
catalana, que en su capítulo final resume las etapas: renacimiento,
industrialismo, provincialismo, regionalismo, nacionalismo, comienzo de la
etapa imperialista. El «nacionalismo integral de Cataluña» se pondrá a la
cabeza de la gran empresa, y «como la Prusia de Bismark impuso el ideal del
imperialismo germánico, podrá la nueva Iberia elevarse al grado supremo del
imperialismo: podrá intervenir activamente en el gobierno del mundo con las
otras potencias mundiales, podrá otra vez expansionarse sobre las tierras
bárbaras, y servir los altos intereses de la humanidad guiando a la
civilización a los pueblos atrasados e incultos» (els pobles enderrerits y
incultes).
Con estas palabras termina La
nacionalilat catalana. Los inventores, treinta años después, del lema «Por el
imperio hacia Dios» ¿sabían que estaban poniendo en rnarcha su programa? ¡Qué
increíble equívoco! ¡Qué coincidencia de los que se creían enemigos
irreconciliables! Pero todo eso, si no se toma muy en serio, ha de llamarse
historia-ficción. Prefiero no buscar un nombre adecuado si hay que
formalizarse.»
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