miércoles, 30 de abril de 2014

A veces me pregunto (José Antonio Labordeta)

A veces me pregunto
qué hago yo aquí
explicando la historia
que recién aprendí,
los líos de romanos.
de moros y cristianos
el follón del marxismo
y el del otro coté
donde los yankis tienen
el mango y la sartén.
A veces me pregunto
qué hago yo aquí.

Viendo cómo la tarde
se duerme frente a mí
mientras usted Martínez
se evade en el jardín
y la dulce Encarnita
García Corbejón
confunde a los etruscos
con negros de Gabón
entre miradas tiernas
de Pablo el "empollón".
A veces me pregunto
qué hago yo aquí.

Intentando que aprendan
lo de La Ilustración
cuando ellos sólo entienden
cosas del rock and roll
y haciendo que comprenden
una revolución:
la rusa, la francesa,
la de Tutankamón
y encontrando a Picasso
perdido en un balcón.
A veces me pregunto
qué hago yo aquí.

Viendo como los días
se pierden sin un fin
y menos mal que a veces
una tarde de abril
un alumno te abraza
y te dice: Don José
que bien que lo pasaba
en las clases de usted
con la visión cachonda
del tiempo que se fue.

Me encuentro esta letra de una canción de José Antonio Labordeta.
Coincidí con él en Instituto Ibañez Martin de Teruel y en el Colegio San Pablo de esa ciudad.
Que tiempos,
También "A veces me pregunto qué hago yo aquí."


lunes, 28 de abril de 2014

Ante la guerra civil. Por Francisco Cambó



Ante la guerra civil.
Por Francisco Cambó
I. Democracia y conflicto español (1)
El desorden bajo un gobierno sin autoridad. Un juicio excesivamente simplista, que no tiene en cuenta la realidad de los hechos notorios, y los efectos de una propaganda, más hábil que sincera, han dado lugar a que muchos hombres que tienen la fortuna de vivir en las democracias anglo-sajonas y escandinavas, adopten frente a la guerra civil española una posición espiritual que está en pugna con sus más íntimas convicciones. Creen esos hombres que la lucha, en España, está entablada entre un gobierno legítimo, hijo del sufragio, y una parte del ejército español que, restaurando el período vergonzoso de los pronunciamientos militares, se levantó contra los poderes constitucionales, para satisfacer ansias de dominio y bastardas aspiraciones de clases.
Y, a base de esta opinión, creen que el triunfo del gobierno designado por el señor Azaña significaría la consolidación de una democracia liberal, y su derrota la instauración indefinida de una dictadura militar.
La dictadura de clase. El que estas líneas escribe, que ha proclamado siempre, a pesar de todos sus defectos, su preferencia por las democracias parlamentarias y su disconformidad con las dictaduras indefinidas -cualquiera que sea su partido, la clase o el hombre que las ejerza- se cree en el deber de mostrar el error en que están los que juzgan los acontecimientos de España con el criterio antes expuesto.
Ni es cierto que el Frente Popular haya alcanzado el poder a base de una formidable corriente de opinión que le diera un rotundo triunfo electoral. Ni es exacto que la España donde domina aun el Frente Popular esté regida por un gobierno constitucional y parlamentario, sino que lo está por la más bárbara y feroz dictadura de clase. Ni puede admitirse que la derrota de los nacionalistas consolidaría una democracia que dejó de existir hace mucho tiempo; como no puede darse por descontado que su triunfo implicaría la instauración indefinida de un régimen fascista y la infeudación de España a la política exterior de Italia y Alemania.

Vamos a verlo:
Programa sincero. La disolución de las Cortes elegidas en noviembre de 1933, antes de transcurrir la mitad del tiempo de su mandato, fue una enorme imprudencia que, quizá con recta intención, cometió el Presidente de la República, con la vana ilusión de que unas nuevas elecciones, hechas por un hombre sin partido y sin otro apoyo que la benevolencia presidencial, producirían el milagro de crear una fuerza adicta a su persona que podría ser un regulador de la vida política española. El régimen electoral vigente en España -combinación monstruosa del régimen mayoritario, con el sufragio por lista, a base de grandes circunscripciones- y el clima pasional en que se desenvolvían las luchas políticas condenaban al fracaso, anticipadamente, la desgraciada iniciativa presidencial.
Las elecciones se prepararon bajo el signo del Frente Popular, que unía las izquierdas burguesas, con escasa fuerza en la opinión, a las organizaciones proletarias, incluso las más extremistas. El programa del Frente Popular no rebasaba los límites de un programa de izquierda burguesa y democrática. Pero las organizaciones proletarias que la aceptaron -dirigidas por hombres que proclaman la guerra de clases y la dictadura del proletariado- y las masas que los seguían -más extremistas aun que sus directores, sabían que, en caso de triunfar impondrían su voluntad porque eran el número y la audacia, mientras que ni el señor Azaña ni otro hombre alguno de las izquierdas burguesas, tenía voluntad y entereza para resistir sus demandas... o sus amenazas.
Odios excitados. Y así, se daba el caso que, mientras el programa electoral del Frente Popular -documento largo y pesado que nadie leyó- era en materia política y social, de un reformismo casi conservador, la propaganda que se hizo en el período electoral -acaparada por los líderes de organizaciones proletarias- fue de una violencia inaudita: dejando de lado lo que pueda haber de constructivo en el socialismo y aun en el comunismo, se consagraba a excitar los malos instintos de la plebe, a fomentar todos los rencores y a prometer las más absurdas realizaciones sociales basadas siempre en la destrucción, en el aniquilamiento de sus adversarios.
Las elecciones del 16 de febrero, celebradas en medio de un ambiente de pasión prerrevolucionaria, dieron, en muchas de las capitales de provincias y ciudades importantes de España, la mayoría a las candidaturas de Frente Popular. Y como los resultados electorales de las grandes ciudades fueron los primeros en conocerse, las masas proletarias creyeron, desde el día 17, en la seguridad de su triunfo... que no era de un programa, que no habían leído y del cual nadie les había hablado, sino de las doctrinas incendiarias que les habían suministrado en mítines y hojas volantes durante la campaña electoral.
Y empezaron los desmanes de las turbas frente a los cuales la fuerza pública guardaba actitud expectante, porque las autoridades de que dependían directamente, los gobernadores civiles nombrados por el señor Portela, se fugaban, se escondían o no se atrevían a dar orden de ninguna clase que pudiera contrariar a las masas que, unas horas después, tendrían, de hecho, y tal vez de derecho, el Poder en sus manos.
Resultados falsificados. Si durante los días 17 y 18 el resultado de las elecciones aparecía incierto y las fuerzas de derecha y de izquierda estaban muy equilibradas, el fracaso total de las candidaturas gubernamentales, patrocinadas por el Presidente de la República y el Gobierno del señor Portela, se vio claro desde el primer momento. El Jefe del Gobierno, ante la magnitud de su fracaso no se sentía con autoridad alguna, ni siquiera para mantener el orden. Inexistentes, en realidad, el poder central y su dirección la máquina coactiva del Estado. Se había creado y crecía por momentos, en muchas provincias de España, una situación anárquica, de verdadera jacquerie. Gibraltar, en los días 17 y 18 de febrero -antes de que el resultado de las elecciones fuera conocido- se llenó de propietarios y comerciantes de las provincias andaluzas más cercanas, que buscaban, bajo la bandera inglesa, una protección, una garantía, que no encontraban en su país, huérfano de autoridad.
Fue en estas condiciones que el día 19 se ofreció el Poder al jefe del Frente Popular, señor Azaña.
Las noticias que se iban recibiendo de los resultados electorales, daban un gran número de puestos al Frente Popular, pero no le aseguraban la mayoría. Para intentar alcanzarla, durante los días 19 y parte del 20 -fecha en que debía hacerse el escrutinio y la proclamación de candidatos triunfantes- bajo la coacción de las masas proletarias del Frente Popular y ante la pusilánime abstención de sus adversarios, privados de toda garantía, se falsificaron gran número de certificados de escrutinios parciales. Pero, a pesar de todas estas falsedades, aún el Frente Popular no alcanzaba mayoría. Para obtenerla, fue preciso aplazar, en algunas provincias, el escrutinio general para que hubiera tiempo de hacer nuevas falsificaciones. Con todo ello se llegó a que apareciera una mayoría de diez o doce puestos en favor del Frente Popular, que no significa siquiera, ni aún con todas las falsificaciones hechas, la mitad de los votos emitidos.
Una mayoría tan insignificante condenaba a la impotencia a las nuevas Cortes. Es verdad que podía confiarse en que, con la atracción del Poder, podrían obtenerse algunas incorporaciones que ampliasen y consolidasen la base parlamentaria del Gobierno. No quiso el señor Azaña correr este albur y utilizó la mayoría insignificante, obtenida a fuerza de falsedades, para anular las elecciones en algunas provincias en que las había perdido el Frente Popular. Unas nuevas elecciones, en las cuales las violencias de las turbas fueron protegidas y amparadas por las autoridades, dieron, por fin, al Gobierno del Frente Popular el asiento parlamentario que no le habían dado los votos de los electores españoles.

¿Es que la conducta del Gobierno español del Frente Popular logró, o lo intentó siquiera, borrar el turbio origen de su ascensión al Poder y ganarse la confianza o, por lo menos, el respeto de los ciudadanos españoles? ¡Todo lo contrario!
Promesas por radio. A las pocas horas de haberse encargado del Poder el señor Azaña, se dirigió por radio a todos los españoles en términos irreprochables. Declaró que cumpliría fielmente el programa del Frente Popular, con el concurso del Parlamento, dentro de la más estricta observancia de la Constitución y sin consentir que se impusieran, en el Poder, soluciones que no había aceptado en la oposición.
Las palabras, llenas de buen sentido, del señor Azaña y la energía con que fueron pronunciadas, produjeron un momento de esperanza. La esperanza quedó desvanecida a las pocas horas: los directores de las organizaciones socialistas y comunistas requirieron al señor Azaña para que se empezara a dar cumplimiento al programa del Frente Popular, sin esperar el voto de las Cortes, en materias que la Constitución lo exige. Esta exigencia pugnaba, no sólo con la Constitución, sino con el compromiso solemne que, horas antes, había contraído el señor Azaña ante todos los españoles. No se sabe si fue porfiada la resistencia, lo que es cierto es que fue vencida ante la amenaza de que las masas desbordarían a sus directores. Y así, contra la Constitución, fue otorgada una amnistía general que sólo puede otorgarse por ley, y sin ley y contra la Constitución, se ordenó a los patronos que readmitieran a los obreros despedidos, aunque lo hubieran sido por causa legítima, aunque hubieran acordado el despido los Tribunales arbitrales, aunque lo hubiese impuesto el Gobierno.
Se impone el desorden. Con la aplicación combinada de ambos decretos se destruyó toda disciplina en el trabajo y se produjeron infinidad de casos monstruosos. Me limitaré a citar uno solo: un obrero que pocos meses antes había asesinado a un patrono, debía ser readmitido por los hijos de la víctima, en el mismo puesto que antes ocupaba y, como premio, debían abonarle los salarios desde el día que cometió el crimen.
Estas primeras claudicaciones del Poder público significaron una considerable agravación en el proceso de descomposición social en que, desde el 17 de febrero, vivía España. El señor Azaña demostró que sus arrogancias eran puramente verbales: los meneurs averiguaron que, ante su voluntad, cedía el Gobierno, se torcía la ley, y se burlaba la Constitución; las masas extremistas se apercibieron de que sus directores estaban dispuestos a sostener y amparar todas las violencias y todos los crímenes.
Y así empezó la guerra civil española: con invasión de fincas, asesinatos de patronos, incendios de iglesias... y persecución de fascistas.

Bajo la tiranía anarquista (2)
El golpe de Franco como manifestación de patriotismo. Hay que advertir que en España el fascismo no tuvo importancia alguna hasta después de las elecciones del 16 de febrero. En dichas elecciones la candidatura fascista por Madrid, que era donde estaba el núcleo mayor y donde tenía mayor ambiente, obtuvo tres mil votos, entre cuatrocientos mil votantes. En España, el Frente Popular, creado para combatir un fascismo que no existía, al perseguir un fantasma, ha creado una realidad... que se llama fascismo, porque con tal denominación se le ha combatido, pero que, en realidad, no es otra cosa que la reacción natural y salvadora que se produce en una colectividad política cuando actúan violentamente gérmenes de descomposición que amenazan acabar con ella, y el Poder público, mediatizado por la anarquía, no quiere ni puede cumplir con su deber elemental de mantener el orden y hacer cumplir las leyes.
Ayudas a los rojos. Elegido presidente de la República el señor Azaña, se encargó del Poder el señor Casares Quiroga. Bajo su mando el proceso de descomposición interna de España se acentuó de día en día. El Gobierno actuaba al dictado de comunistas, anarquistas y socialistas bolchevizantes. Los crímenes políticos y sociales estaban a la orden del día. Por las carreteras no se podía circular sin pagar tributo a unas bandas que, con el nombre de «Socorro Rojo» desvalijaban a los transeúntes ante los agentes de la autoridad obligados a permanecer como meros espectadores de todos los delitos cometidos en nombre de una ideología revolucionaria. Bastaba una bandera roja o un puño en alto para poder robar, incendiar, asesinar impunemente.

El juicio que merezca la conducta política del señor Casares Quiroga, queda juzgado en dos hechos:
Primero: En el Parlamento, al ser requerido para que pusiera fin al estado de guerra civil en que se vivía, en muchas provincias españolas, imponiendo a todos, derechas e izquierdas, fascistas y comunistas, el cumplimiento de la ley y el respeto a la autoridad, contestó que el Gobierno, en la lucha, no se sentía juez, sino beligerante.
Segundo: El asesinato del jefe monárquico señor Calvo Sotelo, cometido por agentes de autoridad, vestidos de uniforme y utilizando una camioneta del Cuerpo de Seguridad, no arrancó de labios del señor Casares Quiroga ni una palabra de protesta, ni un gesto que significara que iban a ser castigados los asesinos.
Creo que es suficiente para retratar un hombre y definir una política.
La acción del Ejército. Y fue entonces cuando se produjo el alzamiento militar.
La actitud de la mayoría del Ejército era conocida: respeto absoluto al Gobierno y a la legalidad constituida, mientras no fuera inminente el desquiciamiento y la bolchevización de España; en este momento, al lado del gobierno, si, por fortuna, el Gobierno quería resistir; frente al Gobierno, si éste se resignaba a la descomposición interior de España.

Y aquí llegamos al punto más delicado y trascendental. ¿Se había llegado ya al momento en que un deber elemental de patriotismo exigía al Ejército que interviniera, sin el gobierno, contra el Gobierno, para atajar el proceso, avanzadísimo, de la descomposición de España?
Este es un punto en que muchos pueden dudar; en que muchos dudamos y aún nos inclinábamos a la negativa, cuando se produjo el alzamiento militar.
Pero nuestras dudas se han desvanecido cuando hemos visto que la FAI, la formidable organización anarquista -que hoy ejerce, de hecho, el poder en las provincias controladas por los Gobiernos del Frente Popular-, tenía perfectamente preparada su intervención revolucionaria para apoderarse del mando en el momento en que, anarquizado y descompuesto el ejército, no encontraría fuerza alguna que se opusiera a su audacia.
El ejemplo de Cataluña. Que las organizaciones extremistas exigían la separación del ejército de todos los generales, jefes y oficiales que pudieran oponerse a un golpe de mano anarquista o comunista, era notorio. También lo era, por desgracia, que el Gobierno no tenía la entereza necesaria para resistir a la conminación. Si hubiera alguna duda, la desvanecería el ejemplo de lo que ocurría con la Guardia Civil -el Instituto armado que era la máxima garantía del mantenimiento de la paz y del respeto a la ley- de la cual, el mes de abril, se iban eliminando los jefes y oficiales que señalaban los comunistas y socialistas bolchevizantes.
Y a los que dudaban de la realidad del peligro y creían que el tiempo podía atenuarlo y suprimirlo, les invito a que quieran contemplar una realidad que les dirá cuán profundo es su error. Esta realidad es la situación de Cataluña.

En Cataluña, la sublevación militar duró sólo veinticuatro horas. Puede decirse que a las doce horas estaba vencida, porque su jefe, rendido y prisionero, se dirigía, por radio, a todas las guarniciones de Cataluña invitándolas a la rendición. Los hombres del Frente Popular quedaron, desde el día 20 de julio, totalmente dueños de la situación en Cataluña. La zona de guerra está muy lejos del territorio catalán. Ningún ataque se ha producido por parte de los ejércitos nacionales. La situación interior de Cataluña, con su Gobierno autónomo, no está, pues, determinada por la guerra civil: es el desemboque natural de la situación que, en toda España, existía antes del alzamiento militar.

¿Qué ocurre en Cataluña? Que el terror rojo reina allí más violento y salvaje que en cualquier otra región de España.
Una amenaza para España. No sólo son perseguidos y asesinados los sacerdotes, los burgueses, los hombres de derechas; lo son igualmente los hombres de las izquierdas burguesas... que iniciaron la constitución del Frente Popular: sus personalidades más salientes ya están ocultas en Francia o en Bélgica, desempeñan, más allá del Atlántico, fantásticas misiones que disimulan la realidad de su huida. Los que están aún en Barcelona es porque no han podido salvar la vigilancia implacable de los hombres de la FAI. Por cada burgués y cada cura asesinado, lo han sido diez obreros.
Se han suprimido los Tribunales de Justicia, así en lo criminal como en lo civil, y han sido substituidos por Tribunales Populares, integrados por representantes de los Comités revolucionarios, con encargo de hacer justicia prescindiendo de las leyes y ateniéndose únicamente a los dictados de su conciencia revolucionaria. Téngase en cuenta que la mayor parte de las ejecuciones capitales no las decretan estos Tribunales Populares, sino bandas y comités de las organizaciones comunistas y anarquistas.
Las iglesias han sido quemadas; la mayoría de las viviendas, saqueadas y expoliadas; todas las propiedades, tanto de españoles como de extranjeros, han sido incautadas; han sido abiertas las cajas de los Bancos y los comités anarquistas de intervención disponen a su antojo de los bienes de los Bancos y de lo que en ellos habían depositado los particulares. Todos los periódicos han sido incautados, no por el Gobierno, sino por miembros de las distintas organizaciones revolucionarias y, a costa de sus antiguos propietarios -si tienen bienes en España- defienden la política de los incautadores.
Sólo en la Hungría de Bela Khun puede encontrarse algo semejante al régimen que impera en Cataluña.
Y el régimen de Cataluña es el que impera en Valencia y Alicante, Jaén y Málaga y Cartagena, y en todas las provincias gobernadas por el Frente Popular, es el régimen que imperaría en toda España si no se hubiera producido el alzamiento militar.
Si ocurriese en Inglaterra. Esta es la reflexión que deben hacerse los ciudadanos que, por vivir en países de régimen democrático y parlamentario, donde el respeto a la ley y a la autoridad son postulados que admiten todos los partidos, les hace difícil comprender la realidad de lo que ocurrió en España desde el 17 de febrero.
Es natural la tendencia que tienen todos los hombres equilibrados a juzgar los hechos según las normas corrientes que presiden, en general, su origen y su trayectoria, resistiéndose, por instinto, a admitir lo monstruoso, lo anormal, lo absurdo. Pero cuando se produce una situación que ofrece estas características, hay que juzgarla así, aunque su anormalidad nos moleste y nos choque. Es para cuando se producen en la vida pública de un país casos de esta índole, que los romanos inventaron la fórmula salus populi suprema lex que han aplicado, olvidando, por un momento, las normas y preceptos usuales, todos los pueblos, cuando han sentido la inminencia de un gran peligro.
Yo invito a estos hombres a que piensen cuál sería su actitud en su país -en Inglaterra, por ejemplo-, si llegase el caso de que un gobierno se sometiera a las órdenes de comités anarquistas y comunistas, que se les impusieran y aquél las aceptara, toda suerte de claudicaciones: gobernar contra la Constitución; infringir las leyes; prostituir la Justicia; amparar el crimen impidiendo que la fuerza pública se oponga a los robos, incendios y asesinatos que se cometen ante su presencia y separando de sus cargos a los que no muestren su satisfacción por cooperar en esta obra de descomposición nacional; organizar, valiéndose de los agentes de orden público, vestidos de uniforme, el asesinato de los adversarios políticos; preparar la destrucción del ejército, para que no pueda impedir que la más espantosa anarquía se apodere del país.
Ya sé que me dirán que esto no es posible. Y yo les digo que esto es lo que ha pasado en España y que no habrá un representante diplomático o consular que pueda negar mis afirmaciones.
El dilema. Y cuando tengan que aceptar la realidad de aquellos hechos, tendrán que admitir que se había producido en España aquella situación en que la insurrección contra el Poder público, no sólo era un derecho, sino un deber de patriotismo y de ciudadanía.
Yo no sé, ni sabe nadie, el régimen que se instaurará en España si triunfa el movimiento que acaudilla el general Franco. Lo que parece evidente es que tendrá un carácter acentuadamente nacional y que, por tanto, inspirará su política exterior en un patriótico egoísmo que excluirá toda posibilidad de que los intereses de España se subordinen a cualquier interés o cualquiera ideología extranacional. Y, basta mirar el mapa de España para ver, claramente, que su interés nacional, ni está ni puede estar en pugna con el de la Gran Bretaña.
En cambio, si fuera vencido el alzamiento nacionalista, no ofrece duda alguna que se instauraría en España -una España que es pieza esencial para la libre navegación en el estrecho de Gibraltar y que ocupa posiciones admirables en el Mediterráneo- una República soviética, gobernada por Moscú, incorporada integralmente a la política de la URSS.
¿Puede haber un ciudadano inglés, un espíritu incorporado a la civilización occidental -individualista y cristiana- que dude ante la perspectiva que le ofrecen estas alternativas?

La cruzada española (3)
Los que no ven en la gran tragedia española más que una guerra civil, con los horrores que acompañan siempre la lucha entre hermanos, sufren lamentable ceguera. Una lucha interior, en un país fuera de las corrientes del tráfico de las mercancías y de las ideas, que no tiene peso específico bastante para influir en la vida internacional ni por su fuerza económica, ni por su potencia militar, ni por su posición política, podría haber despertado algún interés en los tiempos tranquilos que vivió la Humanidad algunas décadas atrás. Pero en los momentos agitados y frenéticos que vivimos, nadie le prestaría hoy atención. Y la realidad nos dice que desde sus comienzos la guerra civil española es el acontecimiento que más preocupa a las cancillerías y aquel que más profundamente agita y apasiona las masas.
Es que el mundo entero se da cuenta de que en tierras de España, en medio de horrores y de heroísmo, está entablada una contienda que interesa a todas las naciones del mundo y a todos los hombres del planeta.
Para comprender su magnitud hay que recordar el año 1917, el de la instauración del bolcheviquismo en Rusia, y pensar en todas las desdichas que de aquel hecho se han derivado para todos los pueblos.
La implantación del sovietismo en Rusia, uno de los mayores retrocesos históricos de la humanidad, significó el triunfo, en un gran Imperio, del materialismo sobre todos los valores espirituales que hasta entonces habían guiado a la humanidad camino del progreso, y habían agrupado a los hombres en naciones y en Estados.
La lucha entre las más opuestas concepciones de la vida de hombres y pueblos surgió inmediata y no ha cesado un momento, porque los directores del bolcheviquismo ruso tuvieron, desde luego, la clara visión de que su régimen no podía subsistir más que perturbando la paz y disminuyendo el bienestar en el resto del mundo, único modo de enturbiar la visión de la espantosa miseria en que tienen sumido a su pueblo.
La Rusia bolchevique alcanzó la ventaja que en toda lucha obtienen los que emprenden la ofensiva, y su brutal agresión no encontró más que una débil resistencia en la endeble estructura político-social-religiosa de la vieja Rusia, auxiliada sin energía ni constancia por los Estados que mayor interés tenían en impedir el triunfo de aquélla.
Después, todos los países cristianos, uno tras otro, ya con la esperanza de obtener un lucro, ya por la inercia que impele a seguir la corriente, no sólo reconocieron al gobierno bolchevique, sino que le prestaron toda suerte de concursos para que pudiera forjar las armas con que trataría luego de aniquilarles.
La cruzada de la España nacional es, exactamente, lo contrario de la victoria del bolcheviquismo en 1917, y su triunfo puede tener y tendrá para el bien la trascendencia que para el mal tuvo aquélla. Significa que allá, en el extremo sudoccidental de Europa, se levantó un pueblo dispuesto a todos los sacrificios para que los valores espirituales (religión, patria, familia) no fueran destruidos por la invasión bolchevique que se estaba adueñando del poder.
Es porque tiene un valor universal la cruzada española por lo que interesa no sólo a todos los pueblos, sino a todos los hombres del planeta.
Ante ella no hay, no puede haber indiferentes. La guerra civil que asola España existe, en el orden espiritual, en todos los países. En vano proclaman algunas potencias que hay que evitar la formación de bloques a base de idearios contrapuestos. Los que tal afirman, si examinan la situación de su propio país, verán que estos bloques ideológicos existen ya y tienen una fuerza inquebrantable. Los encontrarán dentro de los partidos y de las agrupaciones profesionales, aun en los grupos más restringidos de sus relaciones particulares y familiares.
A España le ha correspondido, una vez más, el terrible honor de ser el paladín de una causa universal. Durante ocho siglos, Bizancio, en la extremidad oriental, y España, en la extremidad occidental, defendieron a Europa en lucha constante: aquélla con las invasiones asiáticas y ésta con las asiáticas y con las africanas. Y cuando Bizancio cayó para siempre, España preparaba el último y formidable esfuerzo que le dio definitiva victoria, que la Providencia quiso premiar dándole otra misión de trascendencia universal: la de descubrir y cristianizar un nuevo mundo.
Cuando la Iglesia católica, en el siglo XVI, sufrió el más duro embate de su existencia, fue España la que asumió la misión terrena de salvarla. Y ya en el siglo XIX, cuando el destino de Napoleón se apartó del servicio de su patria para servir únicamente su propia causa, fue España, la España inmortal, la que ofreciendo al héroe hasta entonces invencible una resistencia inquebrantable, salvó a Europa y a la propia Francia.
Hoy se cumple una vez más la ley providencial que reserva a España el cumplimiento de los grandes destinos, el servicio de las causas más nobles, que lo son tanto más cuanto implican grandes dolores sin la esperanza de provecho alguno.
Y las grandes democracias de la Europa occidental, que miran con reserva y prevención la gran cruzada española, se empeñan en no ver que para ellas será el mayor provecho, como para ellas sería el mayor estrago si el bolcheviquismo ruso tuviera una sucursal en la península ibérica.
No es hoy momento de discutir cómo se regirá la nueva España. Pero una cosa podemos decir: España, como lo dejó probado de modo irrebatible Menéndez Pelayo, fue un más grande valor universal en cuanto fue más española, más íntimamente unida a la solera medieval que la forjó preparando la gran obra de los Reyes Católicos y de los primeros Austrias, mientras que las etapas de su decadencia coinciden con las de su decoloración tradicional. La nueva España será, de ello estamos seguros, genuinamente española, y para crear las instituciones que deben regirla no necesitará copiar ejemplos de fuera, porque en el riquísimo arsenal de su tradición más que milenaria encontrará las fórmulas para mejor servir y atender las necesidades de la nueva etapa de su historia.
No hay que olvidar un hecho en el cual se encuentran en germen muchos de los ingredientes que ha producido la guerra civil. Es un hecho que nunca, y hoy menos aún, han de olvidar los españoles: al triunfar el espíritu patriótico-religioso en la resistencia española a la dominación napoleónica, se reunieron primero en la Isla de León y después en Cádiz, los hombres que habían de forjar las instituciones que rigieron la España que con su sangre habían reconquistado sus hijos. Y la Constitución llamada de Cádiz olvidó la tradición española para inspirarse en las doctrinas de la Revolución Francesa: ¡el vencedor implantaba las doctrinas del vencido! Y así quedó frustrado el glorioso y triunfal esfuerzo y desconectada la corriente tradicional española de sus nuevas instituciones políticas, iniciándose una pugna que ha culminado en la lucha actual.
Es indispensable que el caso no se repita; la sangre de los millares de héroes que están dando su vida por salvar a España del materialismo y la barbarie bolcheviques, ha de servir, por lo menos, para que nuestra patria vuelva a marchar por la senda que le señala la tradición y que no debió abandonar jamás.
Francisco Cambó

1 La traducción inglesa incompleta se publicó en «The Daily Telegraph» (28-XII-1936). B. de Ríquer ha recuperado los textos originales en español (El último Cambó. Barcelona, 1997, págs. 286 y ss.)
2 Traducido al inglés en «The Daily Telegraph», 29-XII-1936..
3 Publicado en «La Nación», Buenos Aires, 17-XI-1937.


Bando de Domingo Batet declarando el Estado de Guerra durante la Revolución de 1934



Don Domingo Batet y Mestres, general de División y del Ejército y jefe de la Cuarta División Orgánica.
Hago saber:
Que de conformidad con lo prevenido en decreto de esta fecha recibido a las veinte horas, queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de la región catalana, y asumo, por tanto, el mando de la misma, estando dispuesto a mantener el orden público a todo trance, empleando al efecto cuantas medidas de rigor sean necesarias, esperando de la sensatez y cordura de los ciudadanos que no llegue a precisar su empleo, y que por parte de todos con su civismo y amor a la República, contribuirán al restablecimiento de la paz perturbada.
De acuerdo con los preceptos de la Constitución, Ley de Orden Público, Código de Justicia Militar y Orden de 6 de enero de 1934, después de requerir a los rebeldes y revoltosos a deponer su actitud para quedar exentos de pena, los que no sean jefes, si lo hacen en el término de dos horas a partir de la publicación de este bando, y a cumplir todo lo que en él y en las prevenciones anexas se dispone:

Ordeno y mando:
1º Los reos del delito de rebelión militar serán juzgados en juicio sumarísimo si a ello hubiere lugar, y castigados con la pena de muerte o con la de reclusión perpetua a muerte, según los casos, y los establecido en el Código de Justicia Militar.
2.º Serán considerados reos de tal delito, según la Ley, entre otros, los que al alzarse en armas contra el Gobierno legítimo hostilicen a las fuerzas del Ejército, Cuerpo de Seguridad y fuerzas de Asalto, estos dos últimos cuando vistan sus uniformes reglamentarios; los que ataquen a los cuarteles, polvorines o dependencias militares, los que atenten contra las vías o redes de comunicaciones, metros o servicios públicos, incluso los a cargo de empresas particulares, Bancos, fábricas y establecimientos y edificios de todas clases que estén custodiados por fuerzas del Ejército u otras de las unidades armadas citadas anteriormente.
3.º La mera tenencia de armas, artefactos explosivos, incendiarios, de gases (asfixiantes o lacrimógenos) que hagan presumir propósitos de ataque, destrucción o resistencia, si no tuviese calificación más grave, se considerará, según el caso, como tentativa o auxilio a la rebelión.
4.º Incurrirán en análoga calificación los que abandonen su ocupación o trabajo habitual, o los que por haberlo abandonado no se reintegren al mismo y faciliten de este modo los planes de los rebeldes; y en todos los casos, los que atenten contra la libertad individual y de trabajo.
5.º Serán culpables de seducir, provocar o excitar a los rebeldes los que en cualquier forma inciten a la revuelta, desobediencia, resistencia, desacato o menosprecio a las autoridades y sus agentes, cualquiera que sea el medio empleado, incluso la imprenta, el grabado o dibujo.
6.º La agresión, insulto o amenazas a todo militar que vista su uniforme reglamentario, se considerará insulto a la fuerza armada.
7.º Igualmente serán juzgados por la jurisdicción de Guerra los delitos de robo en cuadrilla, secuestro de personas, incendio y cuantos afecten de un modo evidente y directo al orden público, con relación, conspiración, provocación, inducción, excitación, sedición y auxilio a la rebelión citada.
8.º Se recuerda a los reclutas en Caja, a los que se encuentren en primera o segunda situación activa, y a los de la reserva, que por los delitos comprendidos en el Código de Justicia Militar o en este bando, serán reputados como militares y sometidos al fuero de Guerra en toda su integridad.
9.º Por último, se advierte que las autoridades y los agentes autorizados para ello, se consideran como centinela, salvaguardia o fuerza armada, con arreglo al Código de Justicia Militar, y que las órdenes recibidas para hacerse obedecer son severísimas, por lo que deben ser acatadas por todos los ciudadanos, sin distinción de clase ni de categoría alguna, por elevada que ésta sea.

Artículo adicional. A los efectos de términos legales, se hace la publicación de este bando a las veinte horas de hoy, día de la fecha.
Como catalán, como español y como hombre que sólo mira y aspira al bien de la humanidad, lamento este momento y espero de la cordura de todos que no se dará lugar al derramamiento de sangre.
Barcelona, 6 de octubre de 1934 Domingo Batet

Prevenciones anexas al Bando
1.º Se invita a cuantos rebeldes tengan armas, artefactos explosivos, incendiarios o de gases, a la entrega inmediata de los mismos, o indicar dónde se encuentras, para proceder a su destrucción.
2.º Queda prohibido en absoluto, con la pena de sanciones que expresa el bando, utilizar aviones para efectuar vuelos locales o a distancia, salvo las empresas y líneas regulares autorizadas.
Excepto a los equipos de relevo, que acreditarán su identidad, queda terminante y absolutamente prohibido aproximarse desde las seis de la tarde a las siete de la mañana a las líneas férreas, de energía eléctrica, conducciones de agua, gas, cuarteles, polvorines y dependencias militares, Bancos y establecimientos fabriles e industriales y edificios públicos y serán repelidos por la fuerza sin previa intimación los actos de violencia realizados contra los mismos.
3.º Se declaran incautados y a mi disposición los automóviles de carga, viajeros y particulares, motocicletas, bicicletas, aviones particulares y vehículos de todas clases, tanto en el interior de las poblaciones, como fuera del casco de las mismas, y en las carreteras, caminos, pistas y veredas, en tanto los conductores no se provean de una licencia especial para cada caso y viaje, que será solicitado de la autoridad militar o de los jefes de puesto de la Guardia Civil más próximo de las localidades donde no exista Comandancia Militar, quienes las concederán previas las garantías que se consideren oportunas.
4.º Toda persona que presencia cualquier agresión o acto de violencia, queda obligada a concurrir inmediatamente a la Comisaría, Cuartel, Juzgado, Tribunal o lugar oficial más próximo para aportar su testimonio, y si no lo hiciere, incurrirá en desobediencia grave.
5.º Las fuerzas del servicio de Orden Público, dependientes de la Generalidad (Guardia Civil, Mozos de Escuadra, Cuerpo de Seguridad y Asalto, Somatenes, guardias armados del Municipio) pasarán a depender únicamente de mi autoridad, sin que obedezcan otras órdenes que aquellas que de mí emanen, y serán reputadas fuerzas o auxiliares del Ejército, a los efectos de quedar sometidos a los preceptos del Código de Justicia Militar, por lo que se refiere a disciplina y subordinación, estando dispuesto a castigar con la máxima energía cualquier infracción que cometan.
Todos los individuos pertenecientes a Somatenes presentarán en esta División los carnets correspondientes para su revisión, entregando las armas ínterin al Parque del Ejército; de no efectuarlo en un plazo de cinco horas, contadas a partir de las ocho horas del día de mañana, se les considerará como sediciosos o rebeldes.
6.º No podrá celebrarse ninguna reunión, mitin, conferencia o manifestación pública, ni aun las juntas generales ordinarias o extraordinarias de Asociaciones o Sindicatos, sin autorización, que será solicitada por escrito, con expresión del objeto de la misma, por lo menos tres días antes del en que hayan de tener lugar; autorizado que sea cualquiera de dichos actos, asistirá a los mismos, cuando lo consideren conveniente, un delegado civil o militar, según se acuerde en cada caso, el cual podrá suspenderlo tan pronto como por los que tomen parte o asistan a ellos se pronuncien discursos o se profieran frases atentatorias al régimen, al Jefe del Estado o a las autoridades, o exciten a cometer cualquier acto contrario a los mismos o al orden público o hagan la apología de la violencia o la apelación a conseguir por la fuerza cualquier ideal o propósito.
En tales casos serán, además, detenidos en el acto el orador o personas que profieran las frases o conceptos delictivos, y el presidente, y serán puestos a disposición de los Tribunales competentes.

Discursos de Juan Negrin

SDN Juán Negrín
Jefe de Gobierno de la República. Discurso pronunciado ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones el 18 de septiembre de 1937

 Señor presidente:
El informe del secretario general que discutimos, consagra una atención justificada a las repercusiones internacionales de la lucha en España. Permitidme que exponga hoy a la Asamblea, en forma tan franca como leal, el pensamiento del Gobierno español a su respecto.
Hace catorce meses que en España estalló una rebelión militar. Cuestión de orden interior. No incumbe ni incumbía a la Sociedad de Naciones.
Ciertamente que los contactos de los jefes rebeldes con los medios oficiales de Alemania e Italia nos eran conocidos; de ellos tuvimos después más de una prueba abrumadora al caer en nuestras manos, con los archivos de los partidos comprometidos en la subversión, la clave de la conjura. Pero, en tanto que rebelión militar interior, mientras no se vio abiertamente asistida por la intervención extranjera, el Gobierno español no tenía por qué tratar de interesar a nadie en un problema que sólo a él le correspondía afrontar. Para resolverlo rápidamente, contaba con la adhesión de su pueblo, cuyo sentir acababa de manifestarse en unas elecciones hechas con la sola idea de estrangular a la opinión democrática, y que por las mismas condiciones en que se desarrollaron, tan desfavorables para nosotros, dieron a la nueva mayoría parlamentaria una autoridad nacional muy por encima, incluso, de la simple superioridad numérica. Sin la intervención extranjera, el liquidar la rebelión -eso lo ha olvidado ya todo el mundo por sabido- habría sido cuestión de unas semanas.
La intervención comienza tan pronto como fracasa la táctica de la sorpresa. Ante la incapacidad rebelde para vencer de un solo golpe la inesperada resistencia republicana, Alemania e Italia, queriendo, por lo visto, demostrar que una vez al menos sabían cumplir sus compromisos internacionales, pasan del apoyo político a la rebelión, a sostenerla con las armas. Los envíos de material de guerra alemán e italiano a los rebeldes adquieren en el curso de pocos días un ritmo acelerado. A falta de otra ayuda que conceder por el momento, Portugal ofrece generosamente desde el principio la colaboración ilimitada de sus puertos y fronteras, a fin de reducir en lo posible las incomodidades de transporte.
Cuando en el mes de septiembre España viene a la Asamblea, la rebelión militar ha dejado ya de ser un asunto español. El acuerdo de no intervención, apenas firmado, acusa por sí sólo el carácter internacional del conflicto. España sube a esta tribuna no para hablar de su guerra interior, sino para, con cruda lealtad y en cumplimiento de sus deberes hacia la Sociedad de Naciones, denunciar la existencia en Europa de un estado de guerra. "Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial", dice en esa ocasión quien ostentaba aquí la representación de mi país. Y todo lo ocurrido desde entonces ha venido a demostrar trágicamente la justeza de sus palabras.
En sí mismo, el acuerdo de no intervención, aparte de constituir un atentado flagrante a los derechos de una nación soberana, y de estar en contradicción profunda con las normas más elementales de la ley internacional, supone la primera concesión, en el caso de España, a la política del hecho consumado, practicada con éxito tan halagador, gracias a la tolerancia de los demás, por los llamados Estados totalitarios.
Pero el acuerdo de no intervención, concertado entre el juego ya claro de las potencias instigadoras y aliadas de la rebelión, que retrasan la firma hasta cerciorarse de que su último envío de aviones ha llegado a su destino, vino ya a legalizar el hecho consumado de la intervención alemana e italiana en los asuntos de España, prestada por aquel tiempo, en la medida juzgada entonces suficiente, por el mando rebelde.
La no intervención nace con esa tara fatal. Es una claudicación que ha de conducir luego, a lo largo de la penosa existencia del Comité de Londres, a innumerables otras claudicaciones. Sin quererlo, sus nobles promotores agravan la intervención ya consumada de Alemania e Italia con otra forma de intervención que consiste en atar de pies y manos al Gobierno español, impidiéndole proveerse libremente de los medios de guerra necesarios para reducir la rebelión, y vencerla.
Durante catorce meses, Europa ha asistido estremecida hasta lo más hondo de sus masas populares, y también en aquellas esferas donde la contemporización con el agresor no ha destruido la sensibilidad para reaccionar ante las violaciones de la justicia y del derecho, al desarrollo de esta nueva modalidad de la guerra, que no necesita de declaración previa para sembrar sus horrores sobre el territorio codiciado. Cada país pacifista sabe ya con la experiencia de España que no le basta con vivir sin designios de hostilidad hacia nadie, sin ambiciones territoriales, sin una política de aventura susceptible de mezclarle en probables complicaciones, su vida de nación tan celosa de la libertad y de la independencia propia como de la ajena, para sentirse a cubierto del zarpazo brutal de quienes han elevado a la categoría de filosofía del Estado el culto a la violencia (...)
Sí, Europa ha asistido a este ultraje inaudito a su civilización y a su honor. Pero España lo ha sufrido en su propia carne. La sangre de los caídos en la defensa común a todos los pueblos libres pide, en esta última hora, que sean reparados los errores de una política que con el mejor deseo en unos y la más deleznable intención en otros, es por sí sola responsable de la situación actual. Al punto en que hemos llegado, aferrarse a la ficción de la no intervención es trabajar, consciente o inconscientemente, por la prolongación de la guerra.
Nadie podrá reprocharle al Gobierno de la República el no haber llegado en su decisión de contribuir por su parte a la localización del conflicto, a sacrificios que en el orden internacional ningún otro pueblo ha rebasado jamás. Cada iniciativa dirigida a impedir una extensión de la guerra encontró en nosotros la colaboración más leal.
Fiel a la posición adoptada desde el primer día, considerando a la Sociedad de Naciones como la expresión jurídica de un sistema de derechos y obligaciones sobre el cual únicamente puede edificarse la paz, España ha comparecido una y otra vez ante vosotros, en la Asamblea y en el Consejo, para decir nada más que esto: que informada de unos hechos cuyo consentimiento amenazaba la esencia misma de la alta institución, buscásemos entre todos la manera de ponerles remedio, y de evitar que la Sociedad de Naciones, mal aconsejada por quienes creen que el mejor modo de servirla es ayudarle a cerrar los ojos ante las situaciones difíciles, se nos hundiese en cualquier momento en el más estrepitoso descrédito moral.

Juán Negrín.- Jefe de Gobierno de la República.
Discurso pronunciado ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones el 18 de septiembre de 1937
En su reunión del mes de mayo, el Consejo adoptó una resolución cuya aplicación habría supuesto un progreso considerable en los esfuerzos para hacer efectiva la no-intervención. Me refiero al retiro de los combatientes no españoles. Hace ya mucho tiempo que el Gobierno de la República se había pronunciado en favor de esa medida, que no era sino la consecuencia lógica de la no-intervención. Pero además, el retiro de los combatientes no españoles significaba la terminación rápida, a corto plazo, de la guerra.
Desde hace más de seis meses, el ejército rebelde de los comienzos ya no interesa a la España republicana. Se oye hablar a la gente de los telegramas del extranjero que anuncian, por ejemplo, la partida de nuevos contingentes militares de los puertos italianos, pero nada se dice nunca, en cambio, sobre el mando rebelde o las nuevas reclutas de los facciosos. Es mucho más fácil oír a un campesino español del territorio leal pronunciar, mejor o peor, los nombres de los generales italianos que mandan el ejército del Norte que los de los generales españoles que operan bajo las órdenes de los primeros.
La guerra de invasión ha hecho pasar a segundo plano la guerra civil. Constituye un espectáculo emocionante, en verdad, el de ver el júbilo, tan de acuerdo con la sensibilidad española, que sienten los desertores del territorio rebelde, cada día por otra parte más numerosos, cuando logran llegar hasta nuestras trincheras. Es como si regresaran de un país extranjero a su propia patria. El odio al invasor es, en la mayor parte de los casos, lo que les decide a arriesgar el todo por el todo, antes que permanecer bajo la servidumbre de aquellos que, a pretexto de salvarlos de una serie de males que ellos mismos no han sufrido nunca, se apoderan del país.
Y no son solamente los desertores quienes se encuentran en este caso. Con frecuencia, centenares de prisioneros piden que se les permita combatir bajo la bandera de la República. Y si algunos de ellos viviesen todavía en la ignorancia de la verdad, bastan unas cuantas semanas de permanencia entre nosotros para convencerles de que la llamada España roja no se parece en nada al infierno del que les habían hablado. Sus observaciones son en todo semejantes a las que hicieron en el curso de su visita a España la duquesa de Atholl y el dean de Canterbury. En esas circunstancias, con una política por parte del Gobierno español que tiende en todos sus aspectos no a destruir a los españoles que están del otro lado, ni aun siquiera si se encuentran en la línea de fuego, sino a hacerles venir a nosotros y a ganarles para la causa de España, el retiro de los combatientes no españoles habría, sin asomo de duda, comportado la terminación de la guerra en un plazo de alrededor de dos meses.
La resolución del Consejo provocó una corriente de satisfacción y de optimismo. A las 48 horas, ya habían encontrado los Estados intervencionistas el modo de torpedearla. El incidente del "Deutschland", con el subsiguiente bombardeo de Almería, absorbió la atención de quienes, ante esta nueva agresión, lo supeditan todo a calmar la furia de sus autores. La infamia sin nombre de la destrucción de Almería produjo el efecto buscado. En la impaciencia de lograr que el Estado agresor consintiese graciosamente en reincorporarse de nuevo al sistema de control, el Comité de Londres dejó escapar de entre las manos la cuestión del retiro de los "voluntarios".
Combatientes no españoles, no "voluntarios", como se ha pretendido designarlos frecuentemente bajo una equívoca denominación común. Voluntarios de veras son sólo aquellos que luchan en nuestras filas. Arrojados en la mayoría de los casos de su propio país por el terror fascista, convencidos de que la causa de España es la causa de la libertad mundial, su auténtica silueta se afirma desde el momento en que, para venir a nosotros, han tenido que comenzar por oponer a los obstáculos de todo género que acompañaba a su partida, el tesón de su entusiasmo y de su voluntad.
Frente a ellos, las divisiones italianas; los artilleros, aviadores y tanquistas alemanes; los contingentes marroquíes, todos ellos enviados a España a una voz de mando, o reclutados por el hambre y la coacción en la zona del Protectorado.
Un carácter distinto como la noche del día. La amistad de Alemania e Italia a los rebeldes no es otra cosa que un pacto de ocupación. A cambio de la ayuda alemana e italiana, los rebeldes les han entregado el país. Alemania e Italia han ido a España no para ayudar, sino para quedarse. Únicamente la inocencia incorregible de quienes no quieren darse cuenta de lo que significa España para Alemania y para Italia en sus planes de agresión a Europa, pueden consolarse a sí mismos con la ilusión de que, aunque los rebeldes vencieran, bastaría sacarles de sus apuros financieros para arrancarles de la garra de sus amos o, en último caso, seducir a estos con la promesa de alguna compensación en cualquier otra parte.



Palabras pronunciadas por Juan Negrín López, jefe de Gobierno de la II República española, en el almuerzo de la Asociación Internacional de Periodistas acreditados ante la Sociedad de Naciones (Ginebra, 14 de septiembre de 1937).
Si nosotros, los fisiólogos, fuéramos llamados alguna vez a rehacer el protocolo de los banquetes, podéis estar seguros de que se invertiría el orden acostumbrado y se empezaría por los discursos.
Un discurso chispeante es un buen opagogo -perdonad la pedantería profesional- y el mejor de los cocktails para animar la alegría de la mesa. Y una plática pesada, colocarla al principio, como un entremés más, por lo menos no perturba la digestión.
Pero mientras no se eche mano de nuestra pericia para establecer un nuevo rito, no hay más remedio que seguir las reglas.
La ocasión exige, y lo celebro, que empiece por rendir un homenaje a la prensa como institución.
Se me ha dicho al oído que estamos como entre compañeros, en un círculo muy discreto donde rige como ley el secreto de lo que se habla. Por lo tanto, podré dirigirme a vosotros con toda franqueza y deciros que mis alabanzas a la prensa no pueden menos de ir acompañadas de un poco de amargura y de dulzor.
Repasando mis recuerdos clásicos, un poco perturbados por los cuidados y las preocupaciones de mi nuevo oficio, tropiezo con el caso bien conocido de aquel espíritu agudo, Esopo -si no me equivoco-, excelente cocinero por añadidura, quien, al pedirle su amo que le sirviera un día el mejor de los platos y el peor otro día, las dos veces le preparó lengua. Lo más delicioso y lo más desagradable que había podido encontrar en Atenas era eso: lengua.
Lo mismo ocurre con la prensa, que puede ser el mejor y el peor de los manjares espirituales.
Ya sé que la prensa sería muy otra cosa si estuviera hecha siempre por periodistas y sólo por periodistas. ¡Pero hay tantos factores que deforman la verdad a través de la prensa! La pasión, los intereses, nobles a veces... pero no siempre.
Pues bien: la perfección, si es que existe, no se logra de una vez; pero la verdad -y esta sí que existe- acaba por imponerse. Ahí es donde se refugia la esperanza de mi país, a menudo maltratado por la prensa, por cierta prensa, instrumento, en la ocasión, de las peores ambiciones.
Nolens volens me he puesto a hablar de mi país, de España.
No temáis que os aburra con el cuento de nuestras luchas y de nuestros problemas interiores. No es nuestro estilo. Jamás un español vendrá a querellarse de sus propios compatriotas ante jueces extranjeros. Si por azar se produjera un caso semejante, se trataría, no os quepa la menor duda, de gentes guiadas por manos extranjeras que abusan de su apasionada ceguera.
No, eso no entra en nuestra manera, ni tampoco lo permitiría nuestro orgullo. Yo no digo que nuestro estilo sea mejor o peor que otros, pero es nuestro estilo y a él nos atenemos. Nosotros nos bastamos para resolver nuestros propios asuntos. No queremos la ayuda de nadie.
Este ha sido siempre el principio de España. Y lo seguimos manteniendo.
Pero ha habido extranjeros, a los que España había acogido gratamente, que se han valido de esta buena acogida para -instrumentos de una política de expansión económica e imperialista de otros países- sembrar la discordia entre los españoles, azuzando certeramente los extremismos de un lado y de otro.
Hoy estamos en posesión del hilo de la trama, que prueba una vez más la maravillosa técnica de los medios que dominan en ciertos países, maestros en el arte de la trapacería en las relaciones internacionales.
Hemos sido las primeras víctimas. Tened cuidado. No seremos las últimas.
Primero, sembrar la discordia interior; después, estimular y provocar la rebelión, ayudar con todos los recursos en material y en hombres, que servirán, llegado el momento, para asegurar y retener los triunfos robados. He aquí el nuevo método empleado para conquistar un país y apropiarse de sus recursos y sus riquezas.
Esta es la verdad; todo el mundo es testigo. Es un peligro, y es menester que este testigo se conmueva y despierte.
Una hábil propaganda, bien organizada e iniciada de antemano, esparce una nueva leyenda contra España: la leyenda roja.
Ha habido una leyenda negra sobre nuestra patria. Se servía, exagerándolos, de hechos que se han producido en todas partes en épocas de luchas religiosas y de intransigencia. Al convertirlos en patrimonio exclusivo de España, se la hacía víctima de la mayor de las injusticias. Ha llegado, ahora, el momento de la leyenda roja.
Algunos napoleonóides de tiempos de paz que, después de unas paradas militares, más o menos fanfarronas, sienten el gusto de pronunciar discursos retumbantes, se han dedicado últimamente a ultrajar sin medida a mi patria.. Como ha dicho en alguna parte Maquiavelo, les falta la sonrisa para ser príncipes.
Dicen que la rebelión militar -que ha sido provocada por ellos totalmente- se ha producido para impedir que el comunismo se apoderara de España, y que si ellos la han apoyado se debe -notable confesión- a que tenían intereses que defender en nuestra tierra.
Señores, cuando el complot urdido por el signor Mussolini y herr Hitler estalló entre nosotros, con la ayuda de unos cuantos ingenuos insensatos, desviados por esos espíritus satánicos, el gobierno de España era un gobierno republicano moderado, en el que no había socialistas ni comunistas.
Señores, España, en este momento, y aún largo tiempo después, era uno de los raros países de Europa que no habían restablecido las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.
Señores, cuando la U.R.S.S., país al que nos une en estos momentos un cordial amistad, ha apoyado diplomática y moralmente la justicia de nuestra causa, lo ha hecho siempre sin contrapartida, sin demanda alguna. Y de este desinterés nacen nuestra amistad y nuestro reconocimiento hacia Rusia.
España es y quiere ser un país democrático. Abomina de toda especie de dictadura, tan contraria a nuestro espíritu, y de aquí es de donde su gobierno saca su mayor fuerza.
Con arreglo a esa leyenda se lanzan sobre nosotros las peores injurias. ¡Ironía singular! Esto lo hace un hombre que ha desterrado, maltratado, torturado, mandado matar a los mejores de entre sus compatriotas por motivos raciales, religiosos, políticos u otros. Un hombre que ha reproducido, mejorándola, la noche de San Bartolomé, y que esa misma noche recorrió el país para ejecutar personalmente, pistola en mano, a su íntimo amigo.
Nosotros, los que regimos los destinos de España, nunca manchamos nuestras manos.
En una época dura, época de exaltación y de revuelta, en que los crímenes y la provocación, como ha ocurrido en todos los países en casos parecidos, han marcado su huella, los diversos gobiernos han tratado siempre de conseguir y han conseguido por fin restablecer el orden y la autoridad y han castigado y castigarán los abusos y los excesos.
Hombres de los que algunos jamás sintieron ambiciones políticas ni ansias de mando, de los que algunos sienten un irónico desdén, por no decir menosprecio, por la notoriedad, la celebridad y la gloria, estos hombres se han reunido para servir a su patria y también -tienen conciencia de ello- al mundo entero.
Nosotros creemos en los destinos de España, cuyo sentido de universalidad es el sello característico de toda su historia y de las manifestaciones de su espíritu.
Mirad la historia española del XV al XVII, ved los precursores de la nueva concepción de la organización de los naciones; entre los ortodoxos, un Mariana, un Vitoria, un Suárez; entre los herejes, un Valdés y un Servet. Ved a los ignacianos, cuya base prístina es el sentido de universalidad. Contemplad nuestro arte, o nuestra mística, tan esencialmente española y de aliento tan sobrehumano y supraterreno, universal en un grado infinito.
Nuestro país saldrá de esta prueba fuerte, unido, independiente, y los españoles, todos los españoles, se esforzarán en colocarlo en el lugar que le corresponde.

Y entonces, solamente entonces, la prensa, el mundo, la historia, nos harán justicia. Ello servirá para aplacar un poco el dolor de nuestros desgarrones, pero la sonrisa irónica no desaparecerá de nuestros labios.