jueves, 27 de marzo de 2014

Anatomía de un instante.

Anatomía de un instante
 JAVIER CERCAS Escritor
Un libro suyo sobre el 23-F, Anatomía de un instante, clavó un momento grave de la vida española, cuando este país pudo haber visto interrumpido su proceso democrático. El instante actual es otro. Los militares están en los cuarteles, no se oye otro ruido que el de la crisis y los gritos de los acampados que explican, en las plazas y ante las instituciones, que los políticos "no nos representan"
"Aquí ha habido una gran estafa"

JUAN CRUZ
(…) Y lo encontramos preocupado y vehemente; cierra los ojos casi violentamente cuando piensa (y duda), y dice que la que está en el poder, que es su generación, es la generación del fracaso, cuya gestión desemboca en "una gran estafa". Aquí lo explica.

Pregunta.¿Qué nos pasa, Cercas?
Respuesta. No lo sé. Pero mira esta noticia que viene hoy en EL PAÍS: del medio centenar de diputados del PP en Valencia, diez están acusados de corrupción. ¡Un 20%!
Eso no puede ser. Y lo peor -y este es uno de los caballos de batalla de los chavales que han estado acampados- es que hay una corrupción altísima en casi todos los partidos y que no quieren ponerle freno.
"Las listas cerradas son propias de una democracia que no está madura, en mi opinión"

(…) Lo que pasa es que este país ha funcionado más que razonablemente bien durante un tiempo.
La Transición funcionó y los últimos 35 años han sido buenos, sobre todo si los comparas con los dos siglos anteriores. Pero desde hace un tiempo todo esto exige un cambio.
Cuando los chavales acampados empezaron con el M-15 yo sentí una ilusión razonable. Lo raro era que no hubiera ocurrido eso antes: con un 20% de paro, con un 43% de paro juvenil, con cinco millones de parados, ¿cómo es que eso no pasó antes?
Sin duda, la crisis económica ha sido el gran detonante, pero esto ya viene de antes. Creo que para que esto siga funcionando razonablemente tiene que haber cambios sustanciales. Y estos chavales, de una manera instintiva, intuitiva, espontánea, desordenada si quieres, han acertado. Su diagnóstico es acertado. Cuando dicen "democracia real, ya", ¿qué quieren decir? Mira, la democracia perfecta no existe; una democracia perfecta es una dictadura. La democracia de Franco, la de Castro...

(…) Las democracias de verdad son imperfectas, pero son infinitamente perfectibles. Ahora, son perfectibles si se van perfeccionando, adecuando a la realidad. Y la nuestra hace mucho que no lo hace; eso es lo que yo creo que quieren decir esos chavales: que necesitamos una democracia mejor. Han pasado 35 años desde el 76, ¡35 años!; 33 desde la Constitución... Algunos de los cambios de lo que estos chavales piden son totalmente razonables.
"En España, todavía, en cuanto rascas un poco sale un energúmeno con un garrote"

(…) Hay un problema fundamental en nuestra democracia, y es que es una democracia dominada por los partidos, una partitocracia.
El poder que tienen los partidos es absolutamente desproporcionado.
Los partidos no son asociaciones democráticas, lo sabemos, no funcionan democráticamente. Más: los partidos son el foco fundamental de la corrupción. De esos diez imputados de Valencia, ¿cuántos hay vinculados de una u otra forma a la financiación irregular del PP? Muchos. Es decir, gran parte de la corrupción en España viene de la financiación de los partidos.
(…) Nosotros no votamos a las personas que queremos que nos representen: votamos a las personas que los partidos quieren que nos representen. Las listas cerradas son propias de una democracia que no está madura, en mi opinión. Ya sé que hay mucha gente que ataca las listas abiertas, que dicen que eso es una ingenuidad... No estoy de acuerdo.

(…) Cuando nace la democracia en España, los partidos políticos apenas existen, y esto era un problema porque los partidos son indispensables para una democracia: son los que canalizan las aspiraciones de la gente.
Entonces se piensa, con razón, en crear unos partidos fuertes..., que acaban siendo demasiado fuertes.
Por otra parte, los partidos no tenían dinero con que financiarse, así que se crea una martingala que funcionó un tiempo, pero ya no funciona; la martingala fue una solución, y ahora es un problema.
Lo mismo pasa con las listas cerradas y con tantas cosas más.
"No he visto tíos valiosos de mi edad que hayan ido a la política, como ocurrió en la Transición"

(…) En la Transición, mucha gente valiosa que venía del tiempo del franquismo se metió en política por un imperativo histórico, moral, porque había que acabar con la dictadura y construir una democracia: parte de los mejores de aquella generación que vivió bajo Franco estuvo por eso en política.
Lo que ha pasado con mi generación -y me estoy acusando a mí mismo, porque es la generación que está ahora en el poder, la generación de Zapatero- es que los mejores no han ido a la política.
No necesariamente todos los mejores tienen que estar en la política, claro: también tienen que estar en la ciencia, en la economía, en la universidad; pero algunos de los mejores tienen que ir a la política. Mi impresión es que no ha sido así. Nosotros, los de mi tiempo, nos hemos dicho: bueno, esto ya está arreglado, existe una democracia, que lleven el carro otros. Y quienes lo han llevado, en parte, han sido los peores, o algunos de los peores.

(…) No he visto tíos valiosos de mi edad que hayan ido a la política. Y me parece que eso es preocupante. Y eso significa quizá que, a menos que entre todos le pongamos remedio, mi generación ha fracasado: les vamos a dejar a nuestros hijos un país peor del que nos dejaron a nosotros nuestros padres.

Pregunta. Previamente uno no sabe que son los peores. ¿Qué ha pasado para que esa generación haya perdido esta oportunidad? ¿Por qué persisten la corrupción, la crispación? Es que no es solo su generación: la anterior también se envileció... ¿Y por qué los nuevos medios no sirven aún para que la sociedad y la política sean mejores? ¿Por qué la maledicencia domina la conversación nacional?
"Fue excesivo pretender entrar en la 'Champions' y ahora que nos comparen con Grecia"

Respuesta. Tenemos que ser realistas. Hay cosas que son inevitables. Un cierto grado de corrupción es consustancial a la democracia; es el precio de la libertad, y hay que pagarlo: mucho más grande es la corrupción en un sistema autocrático.
Por otro lado, hablas de maledicencia: de nuevo es el precio de la libertad.
Internet y las nuevas formas de comunicación son algo extraordinario.
Nos ha cambiado la vida a todos. Pero esto tiene un precio muy alto que hay que pagar; por mi parte lo pago encantado, aunque a veces me escueza. Hay otra cosa que me parece importante.
Esos treinta años de prosperidad y de integración en Europa, igual que crearon un espejismo económico, crearon también un espejismo cultural.
Tengo la impresión, y más que la impresión la certeza, de que en España y fuera de España se tenía una imagen del país excesivamente optimista. En la última década me he movido bastante fuera de España y este país parecía la bomba: Ferrán Adriá, Rafa Nadal, Pau Gasol, Pedro Almodóvar... Además, íbamos a superar el producto interior bruto de Italia y nos íbamos a colocar...

(…)  ¡En la Champions! Éramos la bomba, y ahora de repente somos parte de los PIGS (Portugal, Italia, Grecia, España...).
Aquello era excesivo, y esto también: ni una cosa ni otra.
Iba por Italia y los amigos me decían: "¡Joder, me hago de Zapatero y me voy a España!".
Era cuando se legalizaban los matrimonios homosexuales, cuando se dictaban leyes de igualdad... Y yo decía: "Tranquilos, que Zapatero no es una mezcla de Pericles y san José de Calasanz".

Pregunta. Así que dimos una impresión que no nos correspondía.
R. Económicamente hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades: ahora ya lo sabemos; pero la imagen general que proyectábamos tampoco se ajustaba a la realidad.
Lo diré de otra manera: no puedes cambiar 200 años de historia durísimos, de guerras civiles, de golpes de Estado, en tres décadas. Es imposible.
No puedes pretender que España tenga una cultura de la democracia y de la libertad como la que tiene Inglaterra.
Es imposible. Inglaterra lleva muchos siglos de cultura de la libertad y nosotros no.
A menudo, me preguntan fuera qué queda del franquismo en España. Siempre digo lo mismo: ETA y nuestra secular tradición de intolerancia.
Un país educado en la libertad es un país educado en la tolerancia y este país no ha sido educado en la tolerancia.
La tolerancia, lo dijo Alejandro Rossi, consiste en no confundir un error intelectual con un error moral. Es decir: yo puedo estar equivocado, pero no por eso soy un canalla, y no por eso tienes tú que arrearme con el garrote.
En España, todavía, en cuanto rascas un poco, sale un energúmeno con un garrote. A eso me refiero cuando digo que teníamos una visión excesivamente optimista de nosotros mismos.

P.¿Qué hemos de hacer?
R. No lo sé. Lo único que sé es que todavía tenemos que trabajar mucho para construir un país civilizado, un país en el que se disfrute de la discrepancia, en el que triunfe la cultura del trabajo, una sociedad meritocrática en la que el que más hace es el que más vale... Esto en España aún no ha arraigado, aunque en estos 35 años el progreso ha sido evidente.

P. Pero el estado de ánimo es el de un país notoriamente insatisfecho...
R. ¿Cómo no va a serlo? Resulta que mi padre vivió mejor que mi abuelo y que yo he vivido mejor que mi padre, pero también resulta que mi hijo -que sabe muchas más cosas que yo a su edad- puede vivir peor que yo.
Cuando dicen de los acampados que forman parte de la generación más preparada de la historia, se dice una verdad inapelable.
Los que dicen que la educación en España se ha acabado o que ahora es mucho peor que antes deberían explicarnos a qué antes se refieren.
¿Al franquismo, que es lo único que ellos han conocido? ¡Anda ya, hombre!
Esta educación es mucho mejor: estos chavales saben más, hablan idiomas, han viajado, han leído más y están mucho mejor preparados para todo.
Pero les habíamos prometido que iban a vivir mejor que nosotros y ahora resulta que van a vivir peor y que están con el agua al cuello. ¡Cómo no van a protestar! Lo extraño, insisto, no es que hayan protestado, sino que no lo hayan hecho antes.

(…) Hemos vivido un fracaso nacional y la crisis es su expresión máxima.
El problema que tienen estos chavales es cómo darle a su protesta una forma.
El estallido de indignación ha sido extraordinariamente civilizado y sensato; el problema es qué pasa ahora. La cosa se puede degradar y no ir a ninguna parte.
¿Y qué hacemos?
La izquierda tiene que saber que ese fracaso es en grandísima parte suyo y que esos chavales han sido abandonados por ella: por eso gritan.
Es decir, aquí ha habido una gran estafa, y hay que decirlo.
En 2008 los bancos se iban al carajo, y con ellos el sistema financiero y todos nosotros detrás. Así que los políticos nos dijeron: vamos a dar a esta gente dinero para que no se vayan al carajo, pero a cambio les exigiremos que respeten unas reglas, para que esto no vuelva a pasar.
Y les dimos el dinero, pero no tuvimos el valor de ponerles las reglas, con lo cual los bancos volvieron a las andadas, y en primer lugar contra quienes les habían dado el dinero, es decir contra los Estados, es decir contra todos.
De ahí viene la crisis actual, la crisis de la deuda.
Esto ha sido una estafa, fruto en gran medida de una falta de coraje, sobre todo por parte de la izquierda.
Ya no voy a lo que ha hecho Zapatero, que para mí ha sido una gran decepción.
Mira, con mucho dinero yo también sé gobernar: así gobierna cualquiera; un gobernante de verdad es el que sabe gobernar cuando llegan los problemas.
Y Rodríguez Zapatero se ha limitado a esperar a ver si se arreglaba la cosa y, cuando ya no tenía arreglo, ha hecho a última hora y de mala manera lo que ya no le quedaba más remedio que hacer.
"Sin trabajo, sin futuro, viviendo en las casas de sus padres, ¿cómo no van a estar cabreados?"

P.Está usted decepcionado.
R.Con Zapatero, sí: esperaba más.

P. E indignado también.
R. Lo de la indignación me hace gracia porque la gente, muchos de los llamados intelectuales, miran a estos chicos por encima del hombro.
Eso me ha irritado bastante.
Repito: ¿cómo no van a estar indignados? Todos en la calle, sin trabajo, sin futuro, viviendo en las casas de sus padres, ¿cómo no van a estar cabreados?
Estos chicos no buscaban la playa debajo de la Puerta del Sol, son más realistas y más sensatos que los del 68. ¿Qué hay de malo en eso?
Les dicen: "Es que indignarse no basta". Evidente. Pero es más que nada, y puede ser el principio de algo.
Lo del Movimiento 15-M me parece lo más saludable que ha pasado en este país en los últimos años. Estos chavales, de quienes decían que no servían para nada, que estaban despolitizados y que solo estaban preocupados por la play-station, de repente dicen: nos están jodiendo, están jodiendo a mucha gente; por tanto, salimos a la calle y protestamos. Eso de entrada. Y protestan civilizadamente, pidiendo cosas realistas que se pueden llevar a cabo, que no son disparates. Me parece estupendo.

P. Dijo usted que sintió ante este movimiento "una ilusión razonable". ¿Le alivia de la sensación de fracaso con respecto a lo que ha hecho su generación con el poder?
R.¿Quieres decir si pienso que estos chicos nos van a redimir? ¡Ojalá! (risas). A veces lo he pensado, sí... Esto ha sido algo valiente, razonable y necesario. Nosotros no hicimos nada parecido, quizá porque fuimos más afortunados que ellos y no tuvimos necesidad de hacerlo.

P.¿Siente miedo o tranquilidad ante el futuro?
R.Tranquilidad no, desde luego. Tengo un hijo de 16 años y ahora mismo estoy pensando en qué sucederá cuando termine la Universidad, si las cosas se habrán arreglado y podrá salir adelante. Me da miedo pensar que mi hijo llegue a los 40 años y no pueda vivir por lo menos como vivió su padre.

P.Usted le dedicó 500 páginas a un instante de la Transición. ¿En qué instante estamos ahora?
R.Estamos a la espera.

P.Y de ese instante es símbolo la acampada...
R. Puede ser. Eso significa algo, aunque todavía no sepamos lo que significa. Creo que ellos tampoco lo saben.

Estertores de la democracia estrangulada por la partitocracia
Partitocracia (o partidocracia) designaría al sistema de gobierno (de hecho) en el que la "democracia", nunca suficientemente bien definida, es sólo una estrategia de poder que favorece a ciertos sectores de la sociedad (minoritarios) en detrimento de otros (mayoritarios). Los que manejan este sistema encubierto son los grandes partidos políticos que directa o indirectamente, con más o menos conflictos y acusaciones mutuas, optan para "turnarse" en el control del poder, sabiendo que siempre será ellos los que lo controlen.(mayoritarios). Los que manejan este sistema encubierto son los grandes partidos políticos que directa o indirectamente, con más o menos conflictos y acusaciones mutuas, optan para "turnarse" en el control del poder, sabiendo que siempre será ellos los que lo controlen.

Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970), escritor, crítico literario y articulista, es autor, entre otros, de «Las máscaras del héroe», novela que publicó con 26 años y con la que deslumbró a la crítica española; «La tempestad» (Premio Planeta); «La vida invisible» (Premio Primavera y Premio Nacional de Narrativa); y «El séptimo velo» (Premio Biblioteca Breve). Como articulista, ganó los premios González Ruano, Mariano de Cavia y Joaquín Romero Murube.
—Se pregunta usted «si existe España», ¿por qué?
—Se trata de una pregunta provocadora para la conferencia del Aula de Cultura, pero partiré de esa célebre frase que dijo Zapatero de que es «discutible y discutido» que España sea una nación.
—¿Y tenía razón?
—Zapatero ha dicho muchas mentiras, pero también algunas verdades. Y ésta es una de ellas. Pocos conceptos políticos son tan discutidos actualmente como el concepto de nación. Se trata de un concepto liberal, puramente contractualista, por el cual un número de personas decide libremente asociarse para formar una nación.
—¿Y ese «contrato» ya no vale en España?
—En mi conferencia trataré de demostrar cómo el concepto de nación liberal no sirve para mantener la cohesión o el sentido de pertenencia de una comunidad política a un determinado territorio.
—¿Y eso tiene arreglo?
—Yo creo que los españoles tienen que reconocerse en su pasado. España no comienza con las revoluciones liberales ni con la Constitución de 1812, aunque fueran hitos muy importantes en la Historia de España.
—¿Teme que España «se puede romper», como vaticinaba el PP?
—Yo creo que cuanto menos nos reconozcamos los españoles en esa serie de hechos y realidades que han ido configurando España a lo largo de la historia, el peligro de ruptura de España será cada vez mayor. Y lamentablemente ya muchos españoles no se reconocen en hechos como la Reconquista, que no se aceptan en muchos ámbitos como propios de nuestra identidad. Y eso es lo que ha dado cohesión a los reinos de España durante mucho tiempo.
—¿Y existe la posibilidad de recuperar esas señas de identidad?
—¿Por qué no? Yo no creo en la fatalidad de la historia. Creo que el sentido común hace que los pueblos, cuando se dan cuenta de que el camino que han cogido les lleva al abismo, se detienen y retroceden hasta la bifurcación en la que se equivocaron.
—¿Y el «patriotismo constitucional» de Zapatero no tiene futuro?
—Ese patriotismo constitucional no tiene ningún futuro. La gente necesita ese sentimiento de pertenencia a cosas concretas que alimenten su vida y desde luego una ley o una Constitución es en el fondo no deja de ser un papel.
—¿Se refiere a que nos haría falta algo más «emocional»?
—No sólo emocional, también racional. Una ley no da ningún sentido de pertenencia. Hace falta reconocer vínculos históricos muy profundos. A los españoles, para pasar las aduanas del llamado progresismo, se les obliga ahora a renunciar a esos hechos históricos, culturales, religiosos, tradiciones, etcétera, que nos preceden y que han hecho de España lo que es. Es que si ahora no te carcajeas de los Reyes Católicos, te conviertes en un ciudadano de segunda fila.
—Sostiene Boadella que para ser «un buen catalán», según la corrección política impuesta en Cataluña por los nacionalistas, hay que ser «antiespañol»...
Esa es la idea en la que se basan los nacionalismos: crear una identidad propia a costa de destruir la identidad común.
—¿Y si te sientes «español» no puedes ser «progre»?
—Claro. Y por eso hay que renegar de todos los rasgos y tradiciones religiosas y culturales españolas.
—¿Como la de los toros en Cataluña?
—Sí, pero todo esto es una consecuencia del concepto de nación en base a un puro contractualismo.

La crisis económica
—¿Qué cree que quedará de España tras la crisis?
—Más una crisis estamos en un cambio de era. Y creo que, aunque va a ser doloroso, lo que nazca en esa nueva época puede ser bueno. Podríamos recuperar una economía real y un fortalecimiento de los vínculos familiares, además de una recuperación de la fe. Lo que sí tengo claro es que el capitalismo financiero, que es lo que se está derrumbando, era una creación monstruosa.

—¿Estamos ante una crisis de valores, además de una crisis económica?
—Sí, estamos ante el fracaso de un modelo económico, político, moral, fundado en la obtención del beneficio. El temperamento del español siempre hace que cuando las cosas están mal, política, económica sy ocialmente, al final esto siempre se soluciona quemando iglesias, incluso algo de eso ya se empieza a intuir.
—¿Y no es posible que la religión salga beneficiada de esta crisis de valores y se convierta en una salida para muchas personas?
—Es posible, pero yo creo que la religión más que una buena salida debe ser una buena entrada. Los pueblos sin religión están condenados a la extinción. Solo la fe en otra vida es la que nos transmite fe para ser buenos en esta vida y ganarnos la otra. La historia demuestra que todas las civilizaciones que se han hecho descreídas han acabado desapareciendo.
—¿El llamado «Estado de Bienestar», que nació en la Europa occidental hacia la segunda mitad del siglo XX, puede ser pronto una quimera? ¿Cree que la globalización mezclada con la crisis no puede llevar a una «americanización» de nuestro modelo social?
—Creo que el «Estado de Bienestar» al que se refiere siempre fue una quimera porque más allá de la educación u otras prestaciones que el Estado debe prestar, se convirtió desde el principio en una especie de sustitutivo de los vínculos naturales y sociales que habían sido arrasados o destruidos previamente por ese mismo modelo. El Estado debe hacer una función de beneficiencia en el caso de los mayores o personas impedidas, pero de ahí a una ley de dependencia va un trecho. ¿Por qué se hace? Son los familiares los que están obligados a cuidar de sus mayores, en su casa. Lo que ha buscado el Estado son crear personas desvinculadas, sin ningún tipo de protección natural, que se han tenido que refugiar en el Papá Estado. El «Estado de Bienestar», en ese sentido, concediendo subvenciones y demás, ha sido malo porque nos ha convertido en borregos dependientes de unos políticos. O sea, que desaparezca ese tipo de Estado de Bienestar no me parece mal.
—¿El tercer gran partido español, después del PP y el PSOE, es el de la corrupción?
—La corrupción es una consecuencia lógica de una política sin Dios, que ha terminado convirtiéndose en una política sin moral, que ha generado una ética puramente utilitarista en virtud de la cual sólo es malo lo que hace un daño directo a alguien. El político que se queda con una «mordida» piensa que no hace mal a otros recalificando un suelo rústico, sino al contrario, cree que está creando riqueza, de la cual se queda, claro, una parte.
—¿La calidad democrática de España con qué otro país la compararía?
—Es que yo creo que no vivimos en una democracia. El problema de las «democracia» española es que no es una auténtica democracia sino una partitocracia donde el voto ciudadano está únicamente orientado hacia el fortalecimiento de las implacables estructuras de poder de los partidos políticos, que lo invaden y lo corrompen todo. Igual que en los demás países occidentales, en España no existe separación de poderes. Los partidos políticos eligen a los jueces del Tribunal Constitucional, a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, a los consejos de administraciones de las cajas, a quienes tienen el poder en las universidades. Los partidos políticos son el único poder que existe en España. La partitocracia en la que vivimos es una forma de tiranía como otra cualquiera: lo que ocurre es que el tirano no se encarna en una persona sino en un grupo de poder, en una casta o en una oligarquía.
—¿Por qué cree que los intelectuales españoles tienen tan poca visibilidad e influencia en la política y la sociedad, a diferencia de los franceses o alemanes?
—En líneas generales, la desgracia del intelectual, término siniestro donde las haya, es que, en contra de lo que parece, el intelectual suele ser un sicario del poder establecido, un mero lacayo. Yo lo que percibo en lamayoría de los llamados intelectuales españoles es una mera adhesión a los principios del régimen, es decir, a la corrección política.
—¿Cómo cree, pues, que se puede sobrevivir intelectualmente en España?
—Si uno no quiere ser devorado, tiene que mantenerse constantemente alerta, cuestionarlo todo, revolverse contra todas las ideas establecidas y los clichés hegemónicos y contra los tópicos encumbrados a la categoría de dogma, aunque esto es doloroso, porque esa irreductibilidad provoca rechazo social. La manada lo que quiere es que te incorpores como uno más.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Sobre Adolfo Suárez

mar 14
24
Suárez y la concordia
El País | Mariano Rajoy
Son muy pocos los hombres llamados a marcar una época, y son menos aún los que han logrado dejar un legado tan vivo y una huella tan fecunda y feliz de su labor. Es el caso ejemplar de Adolfo Suárez, un hombre capaz de restaurar la grandeza a la política y hacer realidad una idea de España basada en la concordia. Por estos méritos, nuestro primer presidente democrático no sólo fue el mejor cauce para la reconciliación entre españoles, sino que también ha condensado en su trayectoria vital los mejores éxitos colectivos de la España contemporánea. Y hoy podemos hablar de él no sólo como un personaje estelar de la historia de España, sino como el protagonista de uno de los grandes episodios que, en cualquier lugar del mundo, se han escrito en el relato de la libertad.
En esta hora de profunda tristeza, al despedir a Adolfo Suárez, los españoles lloramos la desaparición de una persona de bien, de un gran español y un gran europeo, de un hombre de Estado cuya dimensión enaltece las últimas décadas de nuestra historia común, al tiempo que trasciende los límites del tiempo en que le tocó vivir. Porque su legado es mucho más que el eco de la gran obra política que es la España democrática de hoy y de mañana.
Son innumerables los logros que, en el curso de una vida entregada a su país, llegó a acumular Adolfo Suárez. Artífice de la España democrática, y forjador, en plena cooperación y sintonía con su majestad el rey don Juan Carlos, del país libre, abierto y desarrollado en el que hoy vivimos, supo ser un referente de unidad más allá de diferencias ideológicas y el mejor punto de encuentro para las aspiraciones de una sociedad plural como la española.
Si, como presidente del Gobierno, antepuso los intereses generales a los suyos propios y logró ser un verdadero gobernante para todos los españoles, su influencia determinante en la Transición y en la Constitución de 1978, así como su firmeza inquebrantable frente a los enemigos de la libertad, sirvieron para asentar con solidez las bases de la época de mayor progreso que nunca ha conocido nuestro país.
Continuador de la mejor tradición reformista española, el primer presidente de nuestra democracia fue destacado intérprete de unos años de profundos cambios en nuestra sociedad. No en vano, tuvo el enorme mérito añadido de cuajar su obra en una hora de España excepcionalmente difícil. Muchos aún la recordamos: una coyuntura política cargada de incertidumbre, y una circunstancia económica de severísima crisis. Sin embargo, Adolfo Suárez supo encontrar salidas ante lo que tantos veían como callejones sin salida. Y al optar por el “lenguaje moderado, de concordia y conciliación” de “la mayoría de los ciudadanos”, logró cerrar heridas, borrar cicatrices, restaurar nuestras libertades, devolver a España al curso de su historia y abrirle las puertas del gran proyecto de Europa.
Así consiguió que los españoles, unidos por un relato positivo de nuestra trayectoria en común, figurásemos como una historia de éxito ante nosotros mismos y ante el mundo. Y con su ejemplo político y vital, el presidente Suárez nos enseñó a todos que, incluso en los momentos más difíciles, no hay aspiración que no esté al alcance de nuestro esfuerzo solidario.
Nada de ello hubiera sido posible sin las herramientas de la gran política: su espíritu de consenso y de diálogo, su capacidad para el pacto. A Adolfo Suárez le asistieron al mismo tiempo la inteligencia política y el sentido de la historia, el amor por su país con una lúcida comprensión de su diversidad y riqueza. Junto a ello, su calidad humana y su célebre cordialidad —tan evidentes a quienes tuvimos la fortuna de tratarle— dieron atractivo a su proyecto.
Su sensibilidad se puso de manifiesto muy especialmente en su papel imprescindible a la hora de sumar voluntades de cara a la Constitución de 1978. Allí quedaron gestos de grandeza para la historia, como la complicidad cultivada por Suárez con sus adversarios políticos como Felipe González, Santiago Carrillo o con el presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. La nueva España democrática, con vocación europea, se ofrecía como un espacio común para todos ellos: los españoles del interior, y también los que estaban y se sentían en el exterior, podían al fin compartir en paz y libertad un país donde nadie sobraba y todos cabían; un país que todos podían emplear como plataforma para escribir su futuro.
Junto con Suárez, aquella gran generación supo ver la necesidad histórica de un entendimiento fecundo y perdurable entre diferentes para satisfacción de la mayoría. Y pudieron plasmarlo en un éxito evidente a ojos de todos los españoles: el texto constitucional que nos ha hecho vivir la mayor prosperidad en nuestra historia compartida y nuestra mayor apertura a Europa. Por eso, el extraordinario fruto de aquella voluntad de entendimiento todavía nos indica el camino que estamos llamados a seguir.
Con un inmenso apoyo popular, la Constitución reflejaba y refleja una concepción de España como un país de inclusiones, donde cada uno se afirma en el reconocimiento del otro.
Esa España constitucional buscó adecuarse a la realidad del país: una trama rica de identidades que se veían nuevamente valoradas y potenciadas, liberando sus energías para el bien común, al tiempo que incrementaban sus responsabilidades con el autogobierno de los territorios. Se forjaba así una España donde las diferencias, lejos de causar incompatibilidades, pueden armonizarse para enriquecer y fortalecer nuestros propósitos compartidos. Y al volver la vista atrás, la positiva vivencia diaria con la Constitución de 1978 no viene sino a corroborar la excelencia de los planteamientos y la persistencia de los ideales que la alumbraron.
En los últimos tiempos, el cariño admirable con que la familia del presidente Suárez le ha acompañado hasta el final ha sido para todos un motivo de consuelo en el dolor. Y hoy, cuando los españoles nos despedimos de uno de sus mejores hombres, no hay homenaje más hondo que honrar con nuestros actos su memoria. Porque, como dijo el propio Adolfo Suárez, aunque él ya no esté junto a nosotros, “no podemos prescindir del esfuerzo que todos juntos hemos de hacer para construir una España de todos y para todos”. Es un mensaje que hoy pervive con plena fuerza, actualidad y validez.
Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España.

El País | Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero
Felipe González, expresidente del Gobierno español.
Adolfo Suárez ha sido el presidente de la Transición democrática de España. El paso de una dictadura a una democracia pluralista, tantas veces frustrada en nuestro país, se debe a su tarea.
Sus cualidades para el diálogo y el compromiso, desde la fortaleza de su liderazgo, han sido claves para que nuestro país haya conseguido el marco de convivencia en libertad más importante de nuestra historia.
He compartido con él muchos momentos clave de nuestra historia y una amistad que superaba las discrepancias lógicas en el pluralismo de las ideas. Tengo un recuerdo imborrable de su figura y de su tarea. Quiero manifestar a su familia mis sentimientos de pesar y respeto en estos momentos de dolor.

José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno español.
Nos ha dejado Adolfo Suárez. No es difícil imaginar que nuestro país le va a despedir con un sincero, justo y unánime homenaje. Se lo merece él y se lo merece la España de la democracia. Los sentimientos de afecto hacia su figura y los elogios hacia su tarea no nos van a sonar exagerados. Ésta es una ocasión para no contener ni los unos ni los otros, para no regatear el aprecio por una trayectoria pública, política, de servicio al Estado.
Adolfo Suárez lideró el cambio de una vieja y desgarrada nación a un país democrático y reconciliado consigo mismo. No somos los españoles muy dados a reconocer momentos épicos en nuestra historia, padecemos una especie de tentación fatalista, esa querencia a pensar que nuestra historia termina mal. Hoy más que nunca debemos reconocer que la Transición fue un gran ejemplo colectivo, un gran ejemplo para el mundo, y que esa hazaña sólo se entiende a partir de la actitud de Adolfo Suárez, de su afán de concordia, de su determinación, de su valentía. Una valentía que dejó una huella imborrable en su gesto ante los golpistas del 23F.
Aquella situación representa en cierta medida también la vertiente dramática de su trayectoria política y personal. Conoció la crítica dura y la soledad, pero nada borrará de nuestra memoria su grandeza y su ejemplo. Hoy más que nunca debemos reconocer que gracias a Adolfo Suárez y a los otros padres fundadores varias generaciones de españoles hayamos vivido en libertad, en paz y en democracia. Los grandes países saben honrar a sus grandes hombres. Esa es ahora nuestra tarea, nuestro deber con el Presidente Suárez, para que su recuerdo nos reconforte y estimule.
La conversación más larga que tuve con Adolfo Suárez fue el 12 de Octubre de 2001, en el desfile de las Fuerzas Armadas. Fue un diálogo afectuoso, me dió consejos para mi papel como líder de la oposición y, bajo un paraguas que él sostenía, advertí los síntomas de su pérdida de memoria. Una pérdida de memoria que representa una gran paradoja. Adolfo Suárez perdió aquello que gracias a él ganamos todos, la memoria de la concordia, del respeto y de la dignidad como país. Con mucho respeto, con mucha gratitud, debemos decir hoy, pues, que el servicio a España de Adolfo Suárez quedará para siempre en nuestra memoria.

Alfonso Guerra, exvicepresidente del Gobierno, fue el número dos del PSOE durante la Transición.
De las sombras de un régimen oprobioso emerge una figura nueva, con el rechazo de los suyos (¡qué error, qué inmenso error!) y la desconfianza de los demócratas (él ocupará la cima ideológica del régimen). Pero… un hombre joven, atractivo, sereno, moderado, seductor va progresivamente cambiando la valoración y el escenario. Tiene una visión clara de cómo arribar al puerto deseado por la mayoría, conoce el cauce a seguir para vencer la resistencia de las estructuras que quiere desmontar, y posee el encanto necesario para atraer al proyecto a los que estaban alejados del poder.
El paso del autoritarismo a la democracia, sin hundimiento del poder, le exige valentía, prudencia y poder de convicción. La Transición es fruto de la presión desde abajo, desde la mayoría del pueblo que anhela la catarsis democrática, y de la negociación por arriba de los que lideran las fuerzas políticas, las que devienen del régimen y las que han luchado contra él. No sería justo atribuir toda la responsabilidad del cambio a los dirigentes políticos, pues la presión de la población, con huelgas, manifestaciones, declaraciones, asambleas, fue el impulso que forzaría el tránsito, pero tampoco es verosímil orillar el papel de los políticos del momento. De todos ellos Adolfo Suárez ocupa el lugar principal, y Felipe González, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón, Fernando Abril y con una presencia e impulso simbólico capital Juan Carlos I.
Se cruzó un puente invisible entre dictadura y democracia. No fue fácil, un camino de avances y retrocesos, con violencia para abortar el proceso, un tiempo de incertidumbres pero también un tiempo de libertad, pero sobre todo un tiempo de consenso.
Se acertó aunque todos hubieran de sacrificar algunas de sus intenciones. Ninguno podría quedar totalmente satisfecho, pero nadie quedaba fuera del juego democrático, las reglas de convivencia garantizaban a todos la libertad y el respeto a las posiciones diferentes; la cara opuesta a la dictadura que se dejaba atrás.
En gran medida se debió a la clara voluntad de un hombre de cambiar la historia, Adolfo Suárez, al que en la hora de su muerte todos reconocen su valía y merecimientos.
Tras el enorme éxito político, electoral, internacional, llegó la decepción, el abandono, la soledad, el alejamiento de la vida política. Y por fin, el mal del siglo le impidió ver cómo evolucionaba su figura en la consideración general. A la vista de los acontecimientos su talla se agigantó y pocos negaron su valentía e intuición. Ante el abandono definitivo nos queda la evocación de un hombre que a todos sorprendió, a muchos cautivó, y que a la inmensa mayoría produce hoy una serena nostalgia de un tiempo que pasó.
A su familia, nuestro pesar compartido; a nuestro amigo, descansa en paz.


Nadie consiguió tanto en tan poco tiempo
ABC | Alfonso Osorio
Conocí a Adolfo Suárez en una reunión de la primera ola de procuradores familiares. Me pareció simpático y agradable. Lo volví a encontrar en el primer Gobierno de la Monarquía. Ambos fuimos ministros por cauces distintos a los de la voluntad de Carlos Arias. Nos entendimos enseguida; teníamos la misma idea del futuro y de lo que había que hacer para llegar a él.
Durante la vida de aquel Gobierno, Adolfo Suárez tuvo dos momentos estelares: uno cuando defendió brillantemente la Ley de Asociaciones Políticas –«vamos a conseguir que en la política sea normal lo que a nivel de calle es normal»–; otro en los tristes sucesos de Vitoria al demostrar que sabía mandar y que se hacía obedecer.
Cuando el Rey designó a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, sonaron truenos y cayeron rayos lanzados desde la clase política hasta la Prensa recién nacida. «Aislar a Suárez» era la consigna de los contrabajos del momento. Pero hubo un grupo de «penenes», «los Tácitos», que, con otros «ilustres desconocidos» decidieron apoyar al nuevo presidente. Adolfo Suárez no era un intelectual ni un gran jurista; no era un catedrático, ni un académico; era sencillamente un político nato, inteligente, intuitivo, receptivo, que sabía escuchar, audaz y prudente al mismo tiempo, paciente, con suaves pero firmes dotes de mando, simpático y conocedor de lo que se podía hacer con los medios de comunicación social.
El Rey le había encomendado que, «de la ley a la ley», cambiase el sistema político y lo convirtiera en una democracia occidental, porque quería –como su padre, Don Juan– ser Rey de todos los españoles. Pensarlo y decirlo era fácil; lo complicado era hacerlo. Y Adolfo Suárez lo hizo. Desde su primera intervención televisada, grabada en su casa, se vio que sus ideas no eran las que repetían sus opositores. Antonio Garrigues me comentó: «Esto no es lo que nos habían dicho»: «y ¿quién os lo había dicho?», le pregunté. «Eso es lo que yo quisiera saber», fue su respuesta.
Constituido el Gobierno, su primera declaración programática mereció el comentario que me hizo José María Gil-Robles, el viejo líder de la CEDA: «Eso no lo conseguirán ustedes jamás». «Jamás» es una palabra muy contundente; pero contradecirla es una gloria. O, como se dice ahora, una «pasada». Lo primero de todo fue un amplio indulto, casi una amnistía. Con él volvieron a casa, entre otros muchos, los condenados por el famoso Proceso 2001, desde Camacho hasta Sartorius. Lo segundo, entrar en contacto con todos los líderes políticos de la situación y de la oposición democrática, desde los más intransigentes, hasta los más dialogantes. A veces se hizo Adolfo Suárez acompañar por alguno de sus colaboradores; en otras ocasiones lo hizo solo –como con Felipe González–. En todas desarrolló sus especiales dotes de seducción y simpatía. Lo tercero, reunirse con todos los máximos representantes de las Fuerzas Armadas. Fernando de Santiago, el vicepresidente militar, no quería; pero se hizo y fue un éxito, otro más, de Adolfo Suárez. Lo cuarto fue la Ley para la Reforma Política. Se quería una ley breve, sintética y comprensible. Adolfo Suárez tenía sobre la mesa varios estudios y anteproyectos, entre ellos el que le entregó Torcuato Fernández-Miranda con la frase «toma esto que no tiene padre». Se basaba en un Parlamento elegido por sufragio universal y en un Senado corporativo que era quien decidía en caso de discrepancia. Adolfo Suárez eligió este anteproyecto como base de trabajo, pero en consonancia con la comisión de ministros que formó, declaró en el nuevo texto la soberanía nacional, sustituyó el Senado corporativo por otro elegido por sufragio universal y precisó que las elecciones a la primera Cámara se harían por un sistema inspirado en criterios de representación proporcional.
Lo quinto fue explicar la ley a la opinión pública y a los políticos, señalándoles que dicha ley no era definitiva, sino un medio instrumental para hacer la reforma política. Lo sexto, conseguir que las Cortes Orgánicas aprobasen el proyecto por una fortísima mayoría, con la inestimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez que pronunció un discurso inolvidable. Y que el pueblo español diese su conformidad en un referéndum contundente. «Nunca he visto a un pueblo manifestarse con tanta seriedad y sentido del deber como en esta ocasión», me comentó el nuncio, más adelante cardenal Dadaglio.
Pero volvieron a caer rayos: secuestros de Oriol y Villaescusa, vesánica matanza de Atocha. Muchas voces, incluso desde las instituciones, pidieron estado de excepción y dureza policial. Adolfo Suárez se negó, con la ley en la mano, a ningún tipo de exceso. Por aquellas fechas se suprimió el Tribunal de Orden Público y se sustituyó por la Audiencia Nacional; y no mucho más tarde se celebró en Madrid una convención eurocomunista con Santiago Carrillo a la cabeza, que ya se movía por España en libertad y sin peluca; como antes del referéndum se había reunido el congreso socialista con Willy Brandt y François Mitterrand presentes, para pedir, con éxito descriptible, la abstención en la consulta.
A partir de entonces, las disposiciones de reforma se sucedieron en cascada: legalización y refundación de los sindicatos, modificación de la legislación electoral –lástima de las listas electorales cerradas y bloqueadas contra las que nos previno el socialista francés Maurice Faure– y se legalizó el Partido Comunista. Adolfo Suárez quiso asumir personalmente esta decisión, en el luego llamado «Sábado Santo Rojo», arriesgada en la forma, que no en el fondo.
Mediada la primavera, Adolfo Suárez decidió presentarse a las elecciones. Nos pidió a los ministros del Gobierno que no concurriéramos a los comicios. Todos menos uno lo aceptamos, porque queríamos demostrar a los españoles que no nos había movido ninguna ambición torticera. Los que en julio pasado habían lanzado rayos, vinieron en tropel –«hay que arropar a Suárez»– a correr con el presidente la aventura electoral: con ellos –juntos, pero no revueltos– acudió mucha buena gente, limpia y honrada, que conformó la parte saludable de UCD. Adolfo Suárez ganó las elecciones –era lo justo– pero encajó con dolor la derrota en Madrid ante Felipe González. Entonces decidió gobernar «en centro izquierda» y políticamente nos separamos, no sin antes decirle que «nunca nadie había conseguido tanto en tan poco tiempo».
Convocó los Pactos de la Moncloa buscando el consenso entre todas las fuerzas políticas y se lanzó a intentar hacer, por primera vez en nuestra Historia, una Constitución aceptada y aceptable por y para todos. Lo consiguió –aunque se dejó bastante en el camino–. Mejor dicho, le hicieron dejarse bastante en el camino el autor del «café para todos» de las autonomías y un ingeniero agrónomo y un perito teatral, «ilustres y reputados» constitucionalistas.
El general Peñaranda, entonces en el CESID, nos ha contado en un libro reciente cuántas y cuán variadas operaciones se intentaron, por aquellos tiempos, para desestabilizar a Adolfo Suárez. No quiero referirme a ello; no estaba políticamente con él ni en su partido. Pero cuando dimitió, dando una prueba inmensa de dignidad, y cuando permaneció firme y valeroso en su escaño ante la estúpida «boutade» de Tejero, mientras sus sucesivos sucesores se sumergían en sus «piscinas» tuve de nuevo la sensación de haber hecho política junto a un gran hombre.
Creí que cuando Adolfo Suárez fue creado duque de Suárez debió retirarse de la política. Lo hizo, no mucho después, la Providencia y ahora, como dice León Felipe, «murió allá arriba (…) como un soldado del mar, con la rosa de los vientos en la mano deshojando la estrella de navegar».

Alfonso Osorio, vicepresidente del primer gobierno de Adolfo Suárez.

La estrategia del desbordamiento

El País | Joaquim Coll
Es bastante evidente que el clima de tensión política y de incertidumbre ante el envite soberanista en Cataluña no se puede sostener indefinidamente. 2014 es un año taumatúrgico pero, una vez finalizado, cuando hayan caído todas las hojas del calendario, es de suponer que volveremos a recuperar un ambiente más sosegado y, esperemos, bastante menos atiborrado de propaganda. La urgencia y el determinismo histórico del proyecto secesionista perderá mucha fuerza, sobre todo si la famosa consulta anunciada para el 9 de noviembre no se lleva a cabo y, más aún, si Artur Mas no convoca para entonces elecciones anticipadas como sucedáneo. A medida que nos adentremos en el 2015 y nos aproximemos a las elecciones generales previstas para finales de ese año, el independentismo radical lo tendrá bastante difícil para provocar el llamado choque de legitimidades.
En el siguiente ciclo político, la pulsión secesionista se convertirá en un factor crónico de tensión, en un elemento de desestabilización grave, pero sin posibilidades de producir un jaque mate al orden constitucional. Principalmente porque, en condiciones normales, el muro de la legalidad es insalvable. Y porque, además, el conflicto es irresoluble en los términos que se plantea. Pero eso no significa que el envite vaya a desaparecer sino todo lo contrario: está más bien llamado a enquistarse muchos años. Como ha escrito el exdiplomático Carles Casajuana (El secesionismo catalán y la Unión Europea; EL PAÍS, 13 de marzo de 2014), nuestra pertenencia al club europeo actúa de garantía para que las reglas de juego democráticas se respeten por parte de ambos Gobiernos. Como nadie puede doblegar al otro, lo más probable es que el pleito se prolongue. Ahora bien, los políticos y los partidos no son los únicos actores del tablero catalán. Ya apunté tiempo atrás, cuando todavía nadie hablaba de riesgo insurreccional, que la presión del entramado asociativo secesionista es enorme y que se propone influir decisivamente en el desarrollo de los acontecimientos (El accidente insurreccional; EL PAÍS, 11 de julio de 2013).
Después del éxito de la cadena humana en la pasada Diada, la Asamblea Nacional Catalana (ANC), presidida por Carme Forcadell, antigua militante de ERC, se ha convertido en un actor relevante. Es una entidad que cuenta con 50.000 miembros, entre socios y colaboradores, una implantación territorial muy amplia, considerables recursos económicos y una notable capacidad logística. Además, ha logrado institucionalizar algunas iniciativas importantes, como la campaña “Firma un voto” con la ayuda de los casi 700 ayuntamientos que hoy integran la Asociación de Municipios por la Independencia. Dicha iniciativa, que se basa en el derecho de petición, recogido en la Constitución y regulado en la legislación, pretende reunir el mayor número posible de firmas para, llegado el caso, transformarlas en un voto que legitime una ulterior declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán o, incluso, como veremos después, por parte de algún otro organismo que se atribuya la representación popular. Paralelamente la ANC se dispone a aprobar, a principios de abril, una hoja de ruta 2014-2015 cuyo borrador ha llamado poderosamente la atención, pues certifica que su estrategia es la de forzar un desbordamiento popular a favor de la secesión. Su objetivo es evitar que el conflicto entre en una vía muerta, se enquiste, fatigue a los ciudadanos y pierda fuerza. En definitiva, que se desperdicie lo que muchos consideran que es un momento de apoyo excepcional a la independencia. Por eso concentra toda su esperanza en un calendario de poco más de siete meses, entre la celebración de la próxima Diada y el día de Sant Jordi del 2015, fecha elegida para que Cataluña proclame la secesión, de una forma u otra.
En dicho documento queda patente la voluntad de vigilar atentamente el proceso, que la ANC considera ya del todo irreversible, y de empujarlo de manera decisiva si hiciera falta. La entidad se atribuye el doble papel de guardiana y vanguardia para afrontar los cuatro escenarios que considera más probables: a) que la consulta se lleva a cabo “de forma más o menos tolerada”, en un clima de estabilidad y fiabilidad suficientes; b) que se haga “con la oposición total del aparato jurídico, político y mediático del Estado español” y, por tanto, con déficits de participación; c) que no se lleve a cabo porque el Gobierno catalán considere que “la situación política y social no lo permite”; y d) que la consulta no se haga porque “la Generalitat ha sido política y jurídicamente suspendida”. En los dos primeros escenarios, el papel de la ANC es de acompañamiento y refuerzo de la Generalitat, mediante una serie de acciones, como campañas masivas para que triunfe la opción del doble sí y constituyendo organizaciones unitarias para garantizar el activismo en todos los pueblos, barrios y ciudades. Aquí la entidad actuaría de guardiana, como agente de presión e incluso, se puede leer entrelíneas en el documento, ejerciendo la coacción, particularmente con los ayuntamientos que no fueran favorables a la consulta o la obstaculizasen por colisionar con la legalidad constitucional.
Pero lo más inquietante no es eso, sino el papel de vanguardia dirigente que se atribuye la ANC en los otros dos escenarios. Veamos primero la situación más improbable, la suspensión de la Generalitat. Ante esa circunstancia la entidad se propone constituir una asamblea de cargos electos de cualquier nivel (local, autonómico, estatal y europeo) para proceder a la declaración de independencia. Anteriormente, en el momento en que quedase claro que no se va a celebrar la consulta, entraría en funcionamiento una asamblea de alcaldes para garantizar “las estructuras políticas administrativas mínimas” ante los escenarios más complicados, organismo que se pondría a las órdenes del Presidente de la Generalitat. Del texto se desprende que Catalunya viviría una situación parecida a un estado de sitio, que obligaría a la autoorganización civil. El lector puede pensar que estamos ante un relato de ficción, pero lo peligroso es que hay un sector del independentismo radical que sí imagina, desea incluso, ver a los tanques entrando por la Diagonal.
Por último, tenemos el escenario políticamente más probable. En septiembre, inmediatamente después de que el Parlamento catalán apruebe la ley de consultas no referendarias, Mas firmará el decreto de convocatoria, sin dar tiempo a que el Gobierno español pueda antes recurrir dicha ley al Tribunal Constitucional y evitar así la firma del decreto. El líder de CDC no busca celebrar la consulta sino únicamente apuntarse un gesto de enorme trascendencia para el nacionalismo: ser el primer presidente de la Generalitat que ha convocado oficialmente a los catalanes a autodeterminarse. Sabe que el Estado va a anular la consulta y que, aunque el Gobierno catalán se empeñase en llevarla a cabo, no pasaría los mínimos democráticos exigibles a nivel internacional (Víctor Andrés Maldonado,¿Un referéndum democrático?; EL PAÍS, 28 de febrero de 2014). Pero eso a Mas no le preocupa. Siempre podrá argumentar que él cumplió su promesa, pero que Madrid se lo impidió. Con ese triunfo simbólico, su deseo es sortear el 2015, con la incógnita primero de las elecciones municipales y luego de las generales.
Aquí es donde la estrategia de la ANC está diseñada para desbocar la retórica oportunista de Mas, forzándole a anticipar elecciones tras las cuales, una mayoría independentista, declare la secesión. Aunque no haya cita con las urnas, no cabe duda de que el solo gesto de firmar la convocatoria de la consulta va a alentar muchísimo el desbordamiento popular que persigue la ANC, pudiéndose crear un escenario insurreccional el que la entidad pase a encarnar la voluntad del pueblo. Algo de eso ya vimos en 2012 cuando de alguna manera el poder de decisión pareció transferirse a la calle. Y estoy convencido de que no vamos a conocer previamente muchos de los detalles de su plan. En esas circunstancias, un Mas muy presionado puede verse obligado a convocar elecciones. Pero lo más probable es que, antes de eso, denuncie solemnemente la falta de democracia en España y con ello legitime la estrategia del desbordamiento que persigue la ANC.

Joaquim Coll es historiador.

El camino de nuestra libertad

El País | José María Aznar
“El camino queda abierto para dotar a este país de una Constitución que, como señaló su majestad el Rey en estas mismas Cortes, ofrezca un lugar a cada español, consagre un sistema de derechos y libertades de los ciudadanos y ofrezca amparo jurídico a todas las causas que puede ofrecer una sociedad plural. Mientras la Constitución llega, parece claro que el proceso democrático ya es irreversible. Lo han hecho irreversible el espíritu de la Corona, la madurez de nuestro pueblo y la responsabilidad y el realismo de los partidos políticos”.
De este modo, realmente emocionante, resumía Adolfo Suárez en octubre de 1977 eso que tantas veces hemos denominado “el espíritu de la Transición”, espíritu que él mismo encarnó. Sus palabras expresan una verdad histórica. Es verdad que las elecciones generales de 1977 y los acuerdos económicos alcanzados poco después abrieron definitivamente la puerta a la elaboración de la que finalmente fue la Constitución de 1978. Es verdad que se comenzaba a consagrar un sistema de derechos y libertades capaz de proporcionar amparo jurídico al pluralismo político y social de una sociedad moderna como la española. Es cierto que la Corona fue el motor y su majestad el Rey fue el piloto del cambio. Lo es que la madurez del pueblo español constituyó el asiento sociológico primario de todo el proceso democrático. Y lo es también, finalmente, que en momentos decisivos el realismo de los partidos políticos resultó determinante.
Sin embargo, Adolfo Suárez no decía ahí toda la verdad. Todos esos factores habrían podido evolucionar en sentidos muy diferentes de no haber sido por la inteligencia política, el compromiso cívico, el patriotismo y la generosidad en la entrega de Adolfo Suárez, nuestro primer presidente democrático. En una palabra: la Transición y la democracia no habrían sido posibles como lo fueron sin lo que define a las grandes figuras de la Historia: la grandeza de Adolfo Suárez.
La Transición y el proceso constituyente no fueron, como en ocasiones se da a entender, ni fáciles ni inevitables. Fueron el resultado de elecciones políticas meditadas. Fueron producto de decisiones de alcance histórico en las que se jugaba el futuro de España. Y esas decisiones fueron acertadas. Hicieron posible la reconciliación y la concordia —auténticas, sentidas— que se formularon en multitud de iniciativas jurídicas y simbólicas, y que hallaron su máxima expresión en la Constitución.
La figura de Suárez, como la de su majestad el Rey, han alcanzado con el paso de los años una dimensión extraordinaria. Pero no siempre fue así. A la muerte de Franco no fueron pocos los que pretendieron iniciar un camino rupturista y desintegrador que encontraba en el Rey y en Suárez un obstáculo que vencer. Eso estuvo encima de la mesa hasta bien avanzado el proceso constituyente. Pero la ley para la Reforma Política fijó el rumbo correcto. Es decir, el pueblo español lo fijó, porque el Gobierno decidió acertadamente que así debía ser.
Ahora que tantas veces se maltrata la palabra “democracia” es preciso recordar que durante aquellos años los españoles —todos, en toda España— acudieron a las urnas en 1976, en 1977, en 1978 y en 1979. La Transición fue un proceso político concebido y desarrollado para los españoles, pero fue también un proceso político que se hizo con los españoles, por los españoles. El pueblo español fue el verdadero protagonista porque personas como Adolfo Suárez comprendieron que ésa era la única manera de hacer realidad su profunda aspiración de libertad y de justicia, de blindar el camino a la democracia moral y jurídicamente frente a quienes esperaban la ocasión para desacreditarlo. Y porque se sentían auténticamente parte de ese mismo pueblo, de esas mismas aspiraciones, de ese mismo deseo de cambio.
La Corona marcó el rumbo hacia la democracia plena, y Suárez —y tantos admirablemente junto a él— encontró un camino y lo hizo transitable y seguro para los españoles. Suárez encontró el camino de nuestra libertad.
De Adolfo Suárez se dirán estos días muchas cosas. Unas más conocidas y otras menos. Los más jóvenes quizás nunca hayan oído hablar de él, e incluso se sorprendan al ver que, por una vez, la inmensa mayoría de los españoles, sin importar la ideología ni el territorio, lamentamos sinceramente algo juntos, evocamos sinceramente algo unidos, nos sentimos orgullosos de lo mismo. Suárez lo merece.
En un tiempo en el que toda la obra de la Transición se encuentra en riesgo porque hay quien ha decidido llevarla a ese estado, es necesario recordar algunas cosas esenciales. Apoyándose en los valores, en las virtudes y en las instituciones que Suárez contribuyó decisivamente a poner en pie, España ha logrado ser algo muy parecido a lo que hace cuarenta años soñábamos llegar a ser. Pero apartándonos de ellos perdimos nuestro sentido, nos desunimos, nos debilitamos y nos empobrecimos. No se encuentran en aquellos años de la Transición ni en nuestra Constitución las razones de nuestros problemas, como algunos afirman. Al contrario, en ellos se encuentran los ejemplos que debemos seguir. Quien
es fueron responsables de lograr para nuestro país la libertad política hicieron un trabajo que quedará para siempre como modelo de lo que una nación a la que muchos consideraban desahuciada por la Historia es capaz de lograr cuando la gobiernan hombres buenos e inteligentes, hombres como Adolfo Suárez. Hombres que ligan su propio destino al de su país y que no entienden su vida si no es de ese modo.
Conocí a Adolfo y fui su amigo. Traté de seguir su ejemplo; soy, como todos lo somos, deudor de su obra política, y me hice voluntariamente —como tantos— legatario suyo, una de las mejores decisiones de mi vida política y una de las mejores decisiones que puede tomar cualquiera que desee hacer política responsablemente en España. Creo que las cosas que he podido hacer bien deben mucho a lo que aprendí de él: integrar, sumar, acoger, abrir en la política espacios al consenso y al encuentro. He creído siempre en un proyecto de integración ideológica y personal, que, a mi juicio, y bajo esa inspiración bien puede reclamarse heredero de lo que Adolfo Suárez quiso para España.
Hoy tenemos de nuevo esa misma obligación histórica como país. Y estoy convencido de que Adolfo Suárez no podría desear mejor homenaje de todos nosotros, de todos los españoles, que el de vernos aprender a ser nuevamente una verdadera nación ocupada en protagonizar un hito histórico tan brillante como el que él y su generación hicieron posible para todos nosotros.
Descanse en paz Adolfo Suárez González, padre de la democracia española.

José María Aznar, expresidente del Gobierno español.