miércoles, 26 de marzo de 2014

A Suárez le van a levantar monumentos póstumos con las piedras que sobraron de su lapidación inmisericorde, fóbica

Adolfo y la madrastra
IGNACIO CAMACHO
A Suárez le van a levantar monumentos póstumos con las piedras que sobraron de su lapidación inmisericorde, fóbica
AL pobre Adolfo Suárez le van a levantar soberbios monumentos retóricos con las piedras que hace tres décadas sobraron de su lapidación inmisericorde. Nada extraordinario porque en todas partes el tiempo sedimenta los juicios y no hay juez más justo que la memoria. Al menos a Suárez le alcanzó para asistir al comienzo de su propia dignificación antes de que su mente se perdiese en la bruma del olvido; la mayoría sólo goza de cierta rehabilitación moral a partir de que se publica su esquela. El generalizado consenso sobre su gigantesca importancia histórica cuajó a tiempo de proporcionarle una discreta satisfacción retrospectiva pero ni siquiera su carismática sonrisa, que ha conservado incluso dentro de su nube de inconsciencia, podía disimular en los últimos años el poso de amargura que le quedó tras la demolición persecutoria de que fue objeto con esa saña de ingratitud tan española.
Por supuesto que hubo claroscuros en su trayectoria. El hombre que pilotó bajo la bitácora del Rey el cambio más trascendental de la España moderna era un líder excepcionalmente dotado para salvar emergencias gracias a una audacia descomunal y casi temeraria, pero no tenía cualidades para gobernar la normalidad y embarrancó la nave al llegar a puerto después de atravesar –ése sí que sí– el Cabo de las Tormentas. Sin embargo, su destrucción política fue un proceso de exagerada crueldad, un linchamiento de fobia encarnizada. La posterior rectificación, que acabará en la honorable gloria póstuma que merece, no bastó para borrarle el sinsabor de aquel aislamiento de apestado que le cayó encima al poco de haber protagonizado una epopeya heroica. Se le quedó una impronta afligida de maltrato que le empujó hacia la niebla con un halo de maldición, acritud y abatimiento.
Con todo, la despedida que la España contemporánea le dedique va a indicar con bastante precisión el nivel colectivo de madurez social y política. Suárez se va en un momento en que su obra sufre el desgaste del tiempo acelerado por una convulsión crítica. La Transición está siendo impugnada por una generación que ha perdido las referencias de concordia que la hicieron posible, tal vez porque también ha desaparecido en la lejanía el miedo al abismo y a la regresión que cimentó aquel acuerdo de convivencia. Los demonios que aquel tiempo encerró han despertado y no hay en el presente dirigentes como él, capaces de volverlos a empujar al armario. Puede ocurrir, aunque ya no le importe, que su figura se estilice por comparación hasta una pendular idealización artificial o que le escupan en la tumba los beneficiarios de la libertad que él abrió a ciegas como un explorador en la jungla. Quizá las dos cosas a la vez, porque España tiende tanto al remordimiento como al resentimiento. Y cuando se arrepiente de actuar como una madrastra lo acaba haciendo como una madrastra arrepentida.

CORAJE Y HONOR
IGNACIO CAMACHO
Nada le proyectará mejor sobre la Historia que ese instante de honor en que encarnó la España que quería ser libre
« ¿Cuándo tendréis otro como él?»
(Shakespeare: discurso fúnebre de Marco Antonio por César)
MIRADLO ahí, en esa foto del 23-F, impávido frente a las metralletas, digno, gallardo, sereno, rebelde. Recortado con un perfil bizarro de elegancia moral ante los demonios de la Historia. Recordadlo así, erguido ante la humillación, desafiante, honorable, íntegro, decente. Ese gesto soberbio de pundonor y de hidalguía quedará como su más elocuente testamento, más allá de los discursos y de las proezas, de la seducción y del carisma, de la audacia política y de la nobleza de espíritu. Ese es el retrato definitivo, perenne, inmortal, de Adolfo Suárez González: un hombre recto, cabal, honesto y valiente, un patriota con el orgullo y la vergüenza incólumes plantado delante del oprobio, la traición y la infamia.
Olvidad, si queréis, todo lo demás. El tránsito vertiginoso desde la dictadura a la democracia, la intrépida resolución de situaciones límite, la osadía de funámbulo sobre una piscina de tiburones, los quiebros inverosímiles con que regateaba a la sombra del fracaso. Olvidad la amnistía, la vuelta de los exilados, la legalización del PCE aquella noche de Sábado Santo. Olvidad la concordia, los pactos de Estado, la reconciliación de unas Españas empantanadas en la memoria de la sangre. Olvidad la ansiedad, el desasosiego, la zozobra de la incierta aventura de la libertad. Pero quedáos para siempre con aquel momento de ignominia en que tabletearon las armas bajo la escayola de las Cortes y se volvió a abrir de golpe sobre España la caja de Pandora de su eterno desengaño. Aquel instante en que Suárez se negó a inclinarse bajo el peso inevitable de un destino maldito.
Porque al final, en este cernudiano país de caínes sempiternos, siempre acaba llegando un día y una hora en que salen a bailar los fantasmas del fanatismo, de la intolerancia y de la barbarie. Y aquel día y aquella hora que le tocaron vivir después de su extraordinaria peripecia personal y política, aislado por la deslealtad, la intriga y el sectarismo, zarandeado por la incomprensión y la soledad, Adolfo se resistió a claudicar y decidió retratarse en la orgullosa plenitud del decoro y la decencia. Y esa imagen de indeclinable liderazgo, de limpia compostura, le sobrevivirá siempre, por encima de la bruma de su propia memoria personal y por debajo de la pizarra húmeda y borrosa de nuestros recuerdos. Hubo muchos Suárez dentro de Suárez y no todos fueron excelentes porque fue un dirigente heterodoxo, versátil, transversal y poliédrico, situado por las circunstancias en el eje de una excepcional encrucijada histórica. Pero nada le proyectará mejor sobre la eternidad que ese exultante y nobilísimo relámpago de fuerza, de coraje y de honor en que encarnó, ya dimitido pero no derrotado, la dignidad de una España que quería ser, y lo fue, libre.

PANEGIRISTAS
JUAN MANUEL DE PRADA
Deseo que, ahora que Dios lo tiene en su gloria, la divina caricia amorosa resarza a Suárez de los manoseos empalagosos y falsorros de sus panegiristas
LA agonía transmitida al minuto de Adolfo Suárez ha sido, en verdad, un espectáculo humanamente deplorable; y sospecho que periodísticamente inane. Con todo el afecto que me merece la familia de Suárez, acrecentado en este trance luctuoso, considero que fue un error anunciar la «inminencia» de su fallecimiento; pues tal anuncio ha servido para que Adolfo Suárez, que en efecto estaba «en manos de Dios» –como muy delicadamente afirmó su hijo–, pasase durante estos días a manos de los hombres, que con frecuencia son zarpas. Y no tanto porque arañen o lastimen, sino más bien porque manosean y acarician tan lambiscona y empalagosamente que, inevitablemente, provocan una inmediata sospecha de insinceridad. Ruano llamaba «semana del duro» a esa porción de tiempo en que el muerto ilustre disfruta de una gloria fungible en los periódicos, antes de ingresar en las cámaras sin ventilación del olvido. Adolfo Suárez ha disfrutado de manera anticipada de una «semana del duro» con fuegos de artificio (de mucho artificio), a modo de corolario de la adoración que se le tributó durante la época en que su cabeza navegó por los pasadizos neblinosos de la desmemoria; y en contraste con los vituperios floridos (y cruzados) que recibió mientras estuvo activo. Esta apoteósica y anticipada «semana del duro» de Adolfo Suárez ha sido, en verdad, un espectáculo inquietante: no sólo porque hayamos visto a quienes en otro tiempo no le dispensaron siquiera ni unos céntimos de cariño apresurarse a ofrecerle su duro (sevillano) en forma de panegírico aspaventero y lacrimógeno; sino porque en la exaltación ha habido una orgiástica «fiesta de la democracia» que ha profanado –de la forma más chirriante y plebeya imaginable– el recogimiento que merece, entre quienes dicen admirarlo, cualquier persona que agoniza. Y si siempre hay algo obsceno en anticipar las exequias de quien todavía no ha entregado su hálito, en esta algarabía que ha acompañado la agonía de Suárez he descubierto algo todavía más sórdido.
No se trata tan sólo de la natural tendencia a exagerar la nota del panegírico. De todos es sabido que la muerte embellece la memoria del difunto y promueve una suerte de simpatía unánime (a veces sincera, a veces hipócrita) hacia él, incluso entre los que lo vituperaron en vida. Sospecho que si Suárez hubiese tenido ocasión de escuchar o leer los ditirambos encendidísimos, a veces salpimentados de chascarrillos ruborizantes, que le han dispensado en estos días quienes en sus tiempos de pujanza le negaban el pan y la sal lo habría acometido un ataque de risa floja. Tales efusiones ditirámbicas y a menudo postizas (a fin de cuentas segregaciones renegridas de la mala conciencia) son comprensibles para cualquiera que conozca la triste naturaleza humana. Pero en las ceremonias necrófagas que se le han dispensado a Suárez en estos días había un empeño desaforado, chirriante, muy gruesamente acrítico, de mitificación, a través del cual se pretendía exaltar la época que él había protagonizado, la llamada (la mayúscula que no falte) Transición, tan desacreditada hoy –sobre todo entre las nuevas generaciones– pese a los esfuerzos denodados de los amos del cotarro. Naturalmente, en este empeño mitificador hay por parte de los mitificadores un anhelo de salvarse a sí mimos (aunque lo enmascaren de epicedio de Suárez) y de blindar una época llena de sombras. Pero este vano empeño se volverá contra ellos; como la infección de la herida enconada se vuelve siempre contra quien pretendió cerrarla en falso.
Yo sólo deseo que, ahora que Dios lo tiene en su gloria, la divina caricia amorosa resarza a Suárez de los manoseos empalagosos y falsorros de sus panegirista

DIGNIDAD SECUESTRADA
ISABEL SAN SEBASTIÁN
Dignidad es la cualidad que mostraron Suárez y el general Mellado aquel infausto 23 de febrero de 1981
MEZCLAR lo sucedido el sábado en Madrid con la dignidad constituye una afrenta al diccionario, un insulto al sentido común y también a la lengua española, que otorga a ciertas palabras un significado cargado de connotaciones positivas. No es el caso. Ni las marchas que confluyeron en la capital ni mucho menos el desenlace que tuvo esa manifestación guardan relación alguna con un concepto tan profundo y emparentado con el honor. De hecho, representan más bien lo contrario.
Dignidad es la cualidad que mostraron Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado aquel infausto 23 de febrero de 1981, al enfrentarse en defensa de la democracia a los golpistas armados y negarse a hincar la rodilla ante ellos. Ahora que el artífice de la Transición acaba de reunirse con la esposa a la que tanto lloró, conviene recordar la gallardía con la que se mantuvo en pie en esa ocasión, y en tantas otras, mientras a derecha e izquierda trataban de derribar su proyecto de convivencia; el coraje con el que sacó adelante una Constitución destinada a demostrar una convicción que hundía sus raíces en lo más hondo de su conciencia: la de que los españoles éramos tan capaces como cualesquiera otros europeos de vivir en libertad, rigiendo nuestro destino a través de representantes políticos elegidos en las urnas. Dicho de otro modo; la certeza de que España no era ni es «diferente», en el sentido que algunos siempre quisieron dar a esa expresión.
Digna se mostró recientemente la presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, al presentarse junto a otras dos mujeres víctimas del terrorismo en una asamblea de etarras celebrada en Alsasua y exigirles su colaboración para esclarecer los más de trescientos atentados que aún no se han resuelto.
Digno, y merecedor de admiración, es el trabajo que realizan los Cuerpos y Fuerzas de seguridad en el empeño de protegernos de bárbaros como los que a punto estuvieron de destrozar Madrid el sábado. Ensuciar un término tan hermoso como «dignidad» relacionándolo con esas hordas de encapuchados violentos que la emprendieron a patadas contra los policías que cumplían con su deber, destruyendo en su orgía de furia escaparates y mobiliario urbano que pagaremos todos, es agraviar nuestro idioma. Pero la ofensa no termina ahí. Porque si los antisistema pusieron el broche de fuego a la jornada, los organizadores de las marchas ya habían mancillado ese vocablo escribiéndolo en sus carteles junto a símbolos de la hoz y el martillo o retratos del Ché Guevara.
Si hay un modelo de gobierno indigno en la historia de la Humanidad; una ideología perversa y despiadada, que ha conducido al exterminio de millones de seres humanos y oprimido hasta la náusea a muchos más, es el comunismo. Si persiste en la actualidad un régimen despreciable, que coarta la libertad de sus ciudadanos y los condena a la miseria, es el castrismo cubano, cuya infamia llega hasta el extremo de perseguir y maltratar a las Damas de Blanco que salen pacíficamente a la calle a abogar por sus familiares presos. ¿Pueden darnos alguna lección de dignidad quienes, como Willy Toledo, se han abrazado a esa bandera totalitaria? ¿Hay alguna esperanza de salvación en ese estandarte de muerte?
Es evidente que existen muchas razones para el descontento de los ciudadanos, incontables motivos para la indignación y una necesidad acuciante de dar cauce a esa rabia. Demasiadas personas viven actualmente en España por debajo del umbral de la pobreza, lo cual es inaceptable. Pero de Cayo Lara, Sánchez Gordillo, Méndez (y sus ERE fraudulentos) o Toxo, ni una lección moral. Dignidad es una palabra que les queda demasiado grande.


“Vamos a hacer la Transición, amigos”
Leopoldo Calvo-Sotelo guardaba gratitud a Suárez, su antecesor en La Moncloa
PEDRO CALVO-SOTELO 25 MAR 2014 - 00:00 CET
Encuentro estos endecasílabos libres, e inéditos, en el archivo de mi padre; por la fecha, junio de 1997, y una anotación en su agenda, debió de leerlos ante Suárez y otros colegas de UCD para festejar los 20 años de las primeras elecciones democráticas:

“Ya lo dijo San Juan: en el principio / era el rey, era un Rey que estaba solo, / que llegaba del frío, de aquel Régimen / que agonizaba interminablemente / el versículo cuarto también vale: / hubo un hombre enviado por la Historia, / por el Azar a lo mejor (quién sabe / cómo elige la Historia sus caminos), / un hombre que llegaba adolescente / en el momento exacto y decisivo, / que era azul, aunque de un azul abierto; / y era amigo del Rey, más que monárquico / al uso, un hombre juvenil y alegre / de quien sabíamos el nombre: Adolfo, / y pocas cosas más. Un hombre digo / que nos reunió a unos cuantos en la Casa / de Castellana tres, la pre-Moncloa, / y comenzó diciendo simplemente / ‘Vamos a hacer la Transición, amigos”.

Evoco la figura de Adolfo Suárez filialmente, a través de la memoria de mi padre, Leopoldo Calvo-Sotelo, porque eran constantes las referencias a su jefe político en las conversaciones con nosotros, sus hijos. Recurría a una comparación, nos decía, “escandalosa para algunos”: cuando Jesús busca discípulos a quienes predicar un mundo nuevo, no recurre a los esenios, los intelectuales más preparados del mundo judío, sino que echa mano de unos simples pescadores: “Y así, el hombre que hizo de verdad la Transición fue Adolfo Suárez, un hombre con una preparación normal, pero lleno de coraje, de intuición y de carisma”.

Mi padre se hizo amigo de Suárez en la mesa del Consejo de Ministros durante el primer Gobierno de la Monarquía y lo que sobre él nos contaba, en la emoción política del día a día, lo resumen también estas líneas en prosa: “Conservo intacta la admiración que supo despertar en mí, como en la mayoría de los españoles, el autor de la transición política entre 1976 y 1980. Conservo también mi gratitud para quien me hizo ministro en cuatro Gobiernos y me empujó a La Moncloa después de su dimisión”.

Suárez era un hombre de preparación normal, pero lleno de "coraje, de intuición y de carisma"
Precisamente sobre aquella discutida dimisión es este pasaje, fruto de una de esas informaciones en vivo, que transcribo de una agenda juvenil de 1981: “A las 12.30 de la noche se va mi padre a La Moncloa. Vuelve a las 4.30. En la reunión, el presidente anuncia su intención de dimitir. Le pide a F. F. Ordóñez que proponga candidatos a presidente: varios nombres: Landelino, Sahagún, M-Villa (que lo rechaza), P-Llorca (dice que no) y mi padre. Se hace una votación: 6 para mi padre, 2 a Sahagún, 1 Landelino (el de mi padre)”. (Miércoles, 28 de enero).

Por profesión, he trabajado como diplomático en tres continentes. Siempre ha sido grato contar, ante gentes curiosas, en Europa o Iberoamérica, la ejemplaridad de nuestra Transición. Más que grato, me resultó tan insospechado como sugestivo, en mi último destino en El Cairo, tener que evocar aquellos años ante gentes ya no curiosas, sino exactamente protagonistas de otro empeño por ganar las libertades y la democracia: los jóvenes de la llamada revolución egipcia, aquellos que salieron indemnes de la plaza del Tahrir. Percibían ellos que lo que se les contaba no era el compendio de solitarias lecturas académicas, sino el relato de experiencias insustituibles. Y nosotros percibíamos en su escucha una tensión que no dedicaban a los expertos de viejas democracias. Para ellos tradujimos al árabe, íntegramente, los Pactos de La Moncloa, como otro ejemplo más de que la democracia es acuerdo y que el acuerdo es cesión por el bien común. Quedan así escritos en la preciosa caligrafía del alifato, y circulan por el cambiante mundo árabe, los nombres de quienes los firmaron —González, Carrillo, Fraga, Tierno, Roca, Ajuriaguerra, Triginer, Raventós— después de la rúbrica de quien lo lideró, Adolfo Suárez, y de quien siempre se honró de secundarlo, de ser su segundo, Leopoldo Calvo-Sotelo.

Estos días se acercarán a las Embajadas de España, en la redondez del mundo, muchas gentes que también quieren estampar su firma en el libro de condolencias, bajo el nombre de quien a tantos inspiró, ante cualquier circunstancia, frente al mayor problema, para buscar —son sus palabras— “el constante diálogo, que sustituye la contienda por el debate, que supera la discrepancia por el acuerdo, la más alta forma de la vida política”. Los españoles que aquí nos condolemos, al considerarlo uno de los padres de la Transición, tenemos derecho a hacerlo filialmente.

Pedro Calvo-Sotelo es diplomático e hijo de Leopoldo-Calvo Sotelo, que presidió el Gobierno de España del 26 de febrero de 1981 al 2 de diciembre de 1982.

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