jueves, 3 de septiembre de 2015

La Cataluña virtual frente a la Cataluña real

POR MIGUEL PORTA PERALES
EN la Cataluña política el engaño con apariencia de verdad -la simulación- es una práctica -un arte- que se reproduce sin solución de continuidad. En el recién estrenado curso político, la impostura continúa.
Y lo hace por partida doble: a la tradicional impostura histórica se añade ahora -¿quizá no fue siempre así?- la impostura política. Y no es exagerado sostener que la primera brinda el modelo de la segunda.
Merece la pena detenerse en esa tradición histórica para entender el qué, el cómo y el porqué de lo que ocurre en la Cataluña política. Y para exigir que la política y el político salgan de la ficción y se instalen en la realidad.
Llegó el 11 de septiembre.
La Diada Nacional de Cataluña. ¿Qué se recuerda? ¿Qué se celebra? Se recuerda la figura del consejero Rafael Casanova y -con él y en él- se celebra a quienes, en 1714, «defendieron las libertades nacionales de Cataluña» convirtiéndose en «héroes de la resistencia popular catalana frente a las tropas invasoras de Felipe V».
Se trata -cosa que no se reconoce en la Cataluña del nacionalismo dominante- de un impostor y una impostura.
 El impostor es el mismo Rafael Casanova. ¿Casanova un resistente? ¿Casanova un héroe? Cinco detalles.
Primer detalle: si es cierto que animó a los defensores de la Barcelona sitiada, no es menos cierto que fue partidario de pactar con el atacante.
Segundo detalle: mientras los defensores de la ciudad pasaron la noche del 10 al 11 de septiembre de 1714 vigilando o luchando, Casanova se demoró en la cama y sólo acudió al frente al ser requerido con urgencia.
Tercer detalle: Casanova, herido de escasa gravedad en una pierna, se retiró prontamente del frente.
Cuarto detalle: curada la herida, Casanova quemó los archivos, consiguió un certificado de defunción, delegó la rendición en otro consejero, y huyó de la ciudad disfrazado de fraile.
Quinto detalle: acabada la guerra, reapareció en Sant Boi de Llobregat donde ejerció la abogacía, recibió el perdón de Felipe V, y matriculó a su hijo en la muy borbónica Universidad de Cervera.

Del impostor a la impostura. 
La resistencia popular catalana contra las tropas de Felipe V no pasa la prueba de los hechos: la provincia de Lérida se mantuvo fiel al Borbón; la de Gerona apostó tempranamente por el bando felipista; los austracistas sólo tuvieron adeptos en el triángulo formado por Barcelona, Igualada y Tarragona; en muchos lugares, la adscripción de la gente dependía de la del señor.
Y, puestos a evocar la historia, conviene recordar otro par de detalles de singular importancia: cuando los borbones llegaron a España, según afirma el historiador Feliu de la Peña refiriéndose a Cataluña, «consiguió la provincia quanto avia pedido» y las constituciones de la época «fueron las más favorables que avia conseguido la Provincia»; la pequeña nobleza y la oligarquía catalanas, después de apoyar inicialmente a Felipe V, pasaron de bando y apoyaron a Carlos de Austria a cambio de la promesa de ciertos privilegios comerciales.

Del siglo XVIII al XXI, cualquier parecido con la realidad actual no es mera coincidencia. Existe un aire de familia, una manera de hacer, un hilo conductor que une el pasado con el presente. Existe, en definitiva, un modelo nacionalista catalán de hacer política que persiste en el tiempo.
Hoy como ayer se mitifica una supuesta edad de oro en que Cataluña gozaba de plena soberanía, se construye un adversario a quien se atribuye toda maldad, se confunde la parte con el todo en beneficio del oficialismo ideológico, se cuestiona el modelo de Estado vigente, se elude toda responsabilidad, se firman pactos en función de intereses prosaicos disfrazados de intereses «nacionales» catalanes, se pisa la delgada línea que separa la lealtad de la deslealtad constitucional y se formulan advertencias autodeterministas para sacar rédito político de la coyuntura.
La reivindicación de la soberanía, la descalificación sistemática de la disidencia, el victimismo, la llamada a la desobediencia fiscal, lo «propio» frente a lo «impropio», la deriva monolingüe, la propuesta de un frentismo nacionalista, el pensamiento único nacionalista y la venta de emociones nacionalistas son algunos de los hitos de este modelo nacionalista de hacer política hoy hegemónico a derecha e izquierda en Cataluña. Y el caso es que, como decíamos, estamos ante una impostura. Y estamos, también, ante el divorcio realmente existente entre la Cataluña real que palpita en calles y plazas y la Cataluña virtual soñada por los nacionalistas.


Después de nueve años de guerra, el 11 de septiembre de 1714 la ciudad de Barcelona capituló. El duque de Berwick, jefe de las fuerzas vencedoras, disolvió la Generalitat y el Consejo Municipal. En el mes de enero de 1716, se promulgó el Real Decreto de Nueva Planta en virtud del cual el Principado se gobernaría según las leyes del Reino. Un decreto, por cierto, que limitó el poder de la oligarquía -supuso su desescombro, según Vicens Vives- e impulsó un programa de reformas, modernización y crecimiento que propició el esplendor de Cataluña y los catalanes. Hoy, casi trescientos años después de aquel 11 de septiembre de 1714, la situación es distinta. España es una democracia y Cataluña una Comunidad Autónoma que goza de amplio reconocimiento y autogobierno. Así las cosas, cabe exigir el fin de la impostura, cabe exigir la responsabilidad de unos políticos que, de una vez por todas, han de desentenderse de la ficción y el embrollo en los que se han instalado y nos han instalado. Y para ello, además de conciencia del límite y firmeza gubernamental, quizá se necesite, no otro Real Decreto de Nueva Planta, sino una reforma -¿constitucional?- que apueste por la cohesión y evite la existencia de discriminaciones y privilegios entre los ciudadanos y territorios españoles.

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