LA
PROMESA DE ESPAÑA
I.
Pleito de historia y no de sociología
Se
ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar lo pasado;
mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia,
aunque sin filosofía. Lo que puede prometer la nueva España, la España
republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se
ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha
surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de
nuestro desastre colonial, de la pérdida de la últimas colonias ultramarinas de
la corona, más que de la nación española.
En
España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma
en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la
monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando
sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónicohabsburgiana.
Cuando entró a reinar el actual ex Rey, don Alfonso de Borbón y Habsburgo
Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soño en un Imperio
ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el
norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y
absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó «el
Africano». Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la
Iglesia, con lo que fomentó el pretorianimo -más bien cesarianismo- y el alto
clericalismo. Y en cuanto el pueblo proletario hizo que sus Gobiernos, en
especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación
social, con objeto de conjurar el movimiento socialista y aun el sindicalista,
que empezaban a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principio de su reinado
gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se
traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y
por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la
internacional, que era lo más grave.
Surgió
la Gran Guerra europea cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra
colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales
desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra
imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento
dirigido al Rey por el episcopado, documento que el mismo Rey inspiró, se le
llamaba a esa guerra cruzada, y así llamó el Rey mismo más adelante, en un
lamentable discurso que leyó ante el pontífice romano. Cruzada que el pueblo
español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la
guerra europea, don Alfonso se pronunció por la neutralidad -una neutralidad forzada-,
pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que
un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice,
porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que
comprendería, con toda la Península, incluso Gibraltar y Portugal -cuyas
colonias se apropiarían Alemania y Austria-, Marruecos. Fueron vencidos los
Imperios centrales, y con ellos fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y
entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España.
Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria
española y el patrimonio real.
A
esto vinieron a unirse nuestros desastres en Africa, que reavivaban las
heridas, aún no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El
de 1921, el de Annual, fue atribuído por la conciencia nacional al Rey mismo, a
don Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos
dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra Abd-el-Krim,
a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado -en rigor, la
conquista, en cruzada- de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo pidiendo
responsabilidades, y se buscaba la del Rey mismo, según la Constitución,
irresponsable. Fui yo el que más acusé el Rey, y le acusé públicamente y no sin
violencia. Y el Rey mismo, en una entrevista muy comentada que con él tuve, me
dijo que, en efecto, había que exigir todas las responsabilidades, hasta las
suyas si le alcazaran. Y en tanto, con su característica doblez, preparaba el
golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que fue él quien lo fraguó y
dirigió, sirviéndose del pobre botarate de Primo de Rivera.
Es
innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con
agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el
llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a
los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos
en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos
contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano,
y declaramos que de los males de la patria era más culpable el Rey que los
políticos. Nuestra campaña -que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en
Francia, a donde me llevó la Dictadura- fue, más aún que republicana,
antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las
formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales,
y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de
sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al
republicanismo, ha sido por antialfonsismo, por reacción contra la política
imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo
que se hacía creer en el extranjero, puede asegurarse que después de 1921 don
Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre
monárquicos, y que era, sino odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.
La
Dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre
todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y
política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de
despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto
optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España
de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables
elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado,
incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han
dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aun voto. Son los
hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia
nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres
españolas, que, corno en la guerra de la Independencia de 1808 contra el
imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del
bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 12 de mayo de 1931.)
Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
II.
Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola
El
comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o,
mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Es más bien
anarquista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en
el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La
disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como
la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no
soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que,
como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes
masas de ex combatientes habituadas a la holganza de los campamentos y las
trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el
soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un
mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían
odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho
a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en
España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de los
soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un
Ejército excesivo -herencia de nuestras guerras civiles y coloniales-, este
Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad
y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen
económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los
conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza
española, palaciega y cortesana, ha rehuído la milicia. Y ese Ejército formaba
y aún forma -hoy con la Gendarmería, la Guardia de Sega-ridad y hasta la
Policía- algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el
excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército
profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la
función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los
que antes iban frailes se van para guardias civiles.
No
creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar
la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del Rey y el
Rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y
mentían -don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque
entonces no la creía-, y mentían en vista al extranjero. Y ahora todas esas
pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable
espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto.
Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales,
no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan
cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.
Añádase
que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es
ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es
evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio
impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los
países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de
Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los
campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno
de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. «Temo más a
los obreros leídos que a los borrachos», me decía un terrateniente. Y en cuanto
a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se
lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente
pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.
Porque,
en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascimo a base de
militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual
pueblo católico español -católico litúrgico y estético más que dogmático y
ético- tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a
lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le
persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinisno. El espíritu
católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición -que fue más arma
política de raza que religiosa de creencia-, no concibe los excesos del cant
puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-KIux-Klan ni los
furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que acaso
no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia del
Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia
católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al
Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero
española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha
de reprimir el espíritu anticristiano que llevo al episcopado del Rey y al Rey
mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han
elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de Dictadura, bajo el
capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a
cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres. Y
a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el
confesionario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu -o lo
que sea- es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que
gendarmería.
Hay
el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el
latifundio, en otra parte, acaso mas poblada, el mal estriba en la excesiva
parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el
tránsito del régimen ganadero -en un principio de trashumancia- al agrícola.
Las mesetas centrales españolas fueron de pastoreo y de bosques. Las
roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las
regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen
y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la
industria -en gran parte, en España, parasitaria- y la agricultura, es problema
en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España
Miguel
de Unamuno (El Sol, 13 de mayo de 1931.)
Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
III.
Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austria y los
Borbones
Hay
otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es el de su
íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República
ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista,
y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común
federalismo tiene muy poco del federalismo de Tite Fedendist o New
Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de
1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es
desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de
temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación
desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de
esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o
advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces
en estas luchas de regionalismos, o, como se les suele llamar, de
nacionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan
instructiva guerra de secesión norteamericana! En que el problema de la
esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el
otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por
la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de
una parte, o es un organismo.
Aquí,
en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente. y sin gran sentido
político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el
catalán, el valenciano. el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que
hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería
torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza,
sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el españnl
es COmO un mauser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra
vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los
abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquélla ni para arar
con éste. La biling|idad oficial sería un disparate; un disparate la
obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la
mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y
aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso
cancilleresco hasta el siglo xv, y que enmudeció en tal respecto en los siglos
XVI, XVII Y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería
mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán
en el desconocimiento del español -lengua internacional-, y seria una
pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a
ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán,
mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado
de dialectos. La biling|idad oficial no va a ser posible en una nación como
España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos
pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería
otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia, hayan sido oprimidas por
el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo
no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía
borbónico-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización
burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los
vascos, como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de
las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito
sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran
nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.
Por
lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda
externa ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste
se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con que serenidad,
con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar
sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.
En
1492, España -más propiamente Castilla- descubría y empezaba a pobllar de
europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de los Reyes Católicos Fernando V de
Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba
en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de
Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la
obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la
hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con
los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y
del norte de Africa. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa
de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en
Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en si. En 1518 al entrar el
Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los
llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que
le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos
dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los
destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón el abyecto Femando
VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de
las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Femando VII,
descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y
de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra
él, y con el voto han arrojado al último habsburgo imperial. España ha dejado
del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones,
Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha
creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y
así se marca el destino universal del spanish speak-ing folk. Podemos decir que
ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de
los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental
de Europa acaba de nacer.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 14 de mayo de 1931.)
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