jun 13 05
La crisis intelectual
El País | Andreu Jaume
Uno no puede defender una obviedad
filológica, como que en Mallorca o Valencia se habla catalán, sin que se le
suponga cierta simpatía nacionalista. O denunciar los abusos y la irresponsabilidad
de Artur Mas sin que inmediatamente el coro le acuse a uno de fascista. Cada
vez hay menos opinión libre, porque casi todo el pensamiento está comprado por
una u otra causa comercial.
Algún día, seguramente en otro país, se
estudiarán las causas de que en España hayamos llegado a esta situación, cada
vez más disparatada.
A la fenomenal crisis económica,
social y política se le añade otra de la que nadie habla pero que quizá las
explique todas, es decir, la crisis intelectual que permite a todo el mundo
decir —e incluso legislar—, las más tronadas ocurrencias, sin que casi nadie se
oponga y la sociedad se acostumbre a convivir con ellas como una forma de
identidad.
En Cataluña, por ejemplo, no le bastó a
Artur Mas hacer el ridículo en unas elecciones plebiscitarias que convocó en
torno a su mesiánica figura, sino que ahora se dispone a gastar los pocos
recursos que le quedan en una desmesurada campaña publicitaria para conmemorar
el tricentenario de la guerra de sucesión, sin otro objetivo, por supuesto, que
apuntalar su proyecto independentista.
Para ello, no solo está utilizando
todas las instituciones que su partido controla, incluido el Parlamento, un
organismo que solo sirve para proclamar, con el beneplácito de casi toda la
cámara, inútiles declaraciones de soberanía, en vez de ocuparse del empleo, la
sanidad o la educación, sino que incluso se ha inventado un servicio
diplomático paraestatal, Diplocat, controlado por las delicadas manos de ERC y
dedicado a difundir (no se sabe muy bien dónde, pues parece que nadie les
recibe) su particular versión de la Cataluña oprimida y saqueada. No les falta
razón, claro, el problema es que equivocan el sujeto de la acción.
Por si no fuera poco, ante tan
desgraciada gestión política, se pretende crear, mediante la manipulación de la
radio y la televisión autonómicas y la subvención de medios afines, la ilusión
de una opinión pública unánime que secunda y aplaude el paraíso de la
independencia.
Hace poco, TV3 emitió un documental
sobre la inminente emancipación de Cataluña titulado Hola, Europa (título
pueril donde los haya), uno de los mayores espectáculos de deshonestidad
intelectual que se recuerdan en este país, donde absolutamente todos los
entrevistados —políticos, historiadores, economistas, banqueros, opinadores—
estaban de acuerdo y no había ni un solo punto de vista, ya no digo contrario,
sino ni siquiera reticente.
El sólo hecho de haberse prestado a
semejante bajeza, financiada además con dinero público, da una idea de la
servidumbre a la que se ha acostumbrado una buena parte de la clase
intelectual, atada, como diría Nietzsche, con el dogal de la gratitud. Y es
verdad que hay voces disidentes, pero son siempre las mismas y ya forman parte
de la rutina dialéctica que se ha enquistado en el debate político, cada vez
más fatigado y aburrido, cada vez más previsible y exasperante para el ciudadano
desatendido o anestesiado.
Por otra parte, la distopía
independentista de Mas y sus secuaces ha desencadenado una especie de guerra
entre comunidades que confirma la enorme insensatez que supone la actual
configuración del Estado de las autonomías.
Días atrás nos desayunábamos con la
noticia de que las cortes de Aragón, con los votos del PP y del PAR, habían
decidido promulgar una nueva ley de lenguas en que el catalán pasa a llamase
Lapao mientras que la fabla se conocerá como Lapapyp.
Ça fait rêver.
No es de extrañar que algunos
alemanes tengan dudas de que realmente podamos llegar a ser europeos.
El catalán, como reconoce la
Constitución, es una lengua española y como tal debería ser protegida por el
Estado, que es la única instancia capaz de garantizar la frialdad necesaria
para ocuparse de estas materias.
Si se deja en manos del sentimiento de
aldea pasan estas cosas, como ya ha ocurrido en Valencia y, como ocurrirá,
mucho me temo, en Baleares, donde el presidente autonómico, José Ramón Bauzá,
una verdadera luminaria, tiene serios problemas para pronunciar la palabra
“catalán” y ya medita, según cuentan, una operación parecida a la aragonesa.
Si a todo esto le añadimos los desmanes
de Telemadrid (dedicada a exhibir esa crudeza tan castiza, esa desoladora y
gruesa falta de matización que nunca puede ser la respuesta al nacionalismo ni
a nada), el espasmódico griterío que le invade a uno cuando sintoniza cualquier
tertulia televisiva o la cerril monotonía de los argumentos en periódicos y
radios, el panorama se vuelve terriblemente desalentador y eficazmente
disuasorio, pues la estupidez, como bien saben los asesores de los gobernantes,
es un fuerte narcótico.
Uno no puede defender una obviedad
filológica, como que en Mallorca o Valencia se habla catalán, sin que se le
suponga cierta simpatía nacionalista. O denunciar los abusos y la
irresponsabilidad de Artur Mas sin que inmediatamente el coro le acuse a uno de
fascista. Cada vez hay menos opinión libre, porque casi todo el pensamiento
está comprado por una u otra causa comercial.
Como digo, algún día un hispanista
inglés explicará cómo hemos llegado a esto. Probablemente apunte que España
nunca tuvo Ilustración y que su pobreza en los siglos XVIII y XIX impidió la
formación de una élite intelectual como la que tuvieron Francia e Inglaterra.
Aunque quizá no haga falta ir tan lejos y simplemente constate la frivolidad y
el sectarismo con que se ha maltratado, a lo largo de la democracia, un asunto
tan delicado como la educación, convertida en un elemento de confrontación y
adoctrinamiento políticos, a expensas de una juventud, en contra de lo que dice
el tópico, cada vez peor preparada y más desganada. O tal vez hable de la
manera en que se ha concebido la cultura, siempre relegada al ámbito del ocio y
el lujo, como si no tuviera nada que ver con la polis, con la inevitable
consecuencia de que la polis se llena de bárbaros y la cultura se convierte en
una fiesta. Y quizá, después de todo, concluya que basta con mirar un
determinado cuadro de Goya, aquel en que dos gañanes se matan a garrotazos en
un páramo, recortados contra un cielo de grisalla y cobre, para estremecerse
con un silencioso entendimiento.
Andreu Jaume es editor.
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