viernes, 6 de junio de 2014

Reparto de competencias



Reparto de competencias

Por GRACIÁN, colectivo que reúne a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio (ABC, 28/11/06):

LA dinámica política de confrontación sistemática entre los grandes partidos nacionales y su decisión de gobernar con el entonces imprescindible apoyo de fuerzas nacionalistas periféricas -dados los vicios de nuestra ley electoral-, ha llevado a nuestra organización territorial a un punto tan alejado del previsto al ser aprobada la Constitución que se ha hecho inevitable modificar aquéllos de sus preceptos que consagran las distribuciones de competencias entre el centro y las comunidades autónomas.



La Constitución española de 1978, en su Título VIII, estableció un diseño abierto en la atribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Se recogió un conjunto de competencias que podían ser asumidas por las comunidades autónomas y se relacionaron las competencias atribuidas de forma exclusiva al Estado; pero, respecto de estas últimas, las Cortes Generales podían tanto atribuir a todas o alguna de las comunidades autónomas la facultad de dictar normas legislativas en el marco de los principios, bases y directrices establecidos en la ley estatal con los correspondientes controles, como transferirles o delegarles facultades propias de las competencias estatales.



Tal diseño responde a un modelo abierto y flexible, en el que las facultades propias de las competencias atribuidas al Estado podrían trasladarse tanto en su regulación como gestión y ejecución a las comunidades autónomas. Si aceptamos, como en realidad es, que la atribución de competencias entre los distintos elementos de la estructura del Estado es esencial en la configuración de la organización político-jurídica de la Nación, este modelo abierto y flexible lleva a la ineludible consecuencia de encontrarnos ante un Estado en permanente formación, con las tensiones sociales y políticas propias de tal situación, el desorden e inseguridad en la regulación normativa, e impredecibilidad en la regulación y ejercicio de las distintas competencias.



Por ello, a fin de corregir lo hasta ahora mal hecho por leyes o estatutos, pero asimismo de evitar tensiones innecesarias y dar claridad y seguridad al sistema competencial, es necesario incorporar a la Constitución el cierre del reparto de competencias, sin posibilidad de transmisión de las mismas del Estado a las comunidades autónomas o viceversa, salvo en supuestos excepcionales y por tiempo limitado.



En este momento ya sabemos que la norma de dejar que sea el Tribunal Constitucional quien supla las lagunas y dudas del reparto constitucional -en definitiva, dos docenas de ciudadanos, aunque investidos de una altísima función colegiada- es altamente inconveniente, porque ese Tribunal, como han llegado a decir algunos de sus miembros, ha asumido un poder constituyente inapelable y se ve sometido a presiones y repartos de cuotas indeseables; pero igualmente conocemos que la fórmula de atribuir este tipo de decisiones a la mitad más uno de los parlamentarios puede dejar fuera del protagonismo a la representación de la mitad del pueblo español en temas que, por afectar al patrimonio nacional, necesitan superiores garantías. Por ello, creemos que se impone el llevar a la Carta Magna un precepto que, al margen de las llamadas leyes de «armonización», permita dictar otras, de rango superior a las orgánicas, que exijan por ejemplo 2/3 de los votos del Congreso, para aclarar o delimitar las competencias de Estado y comunidades, naturalmente sin poder violar la Constitución, pero concretándola con el respaldo de, al menos, las grandes fuerzas políticas nacionales.



La experiencia vivida desde la aprobación de la actual Constitución garantiza el bagaje para una correcta delimitación de las competencias que hayan de asumir las comunidades autónomas y el Estado, siempre desde la perspectiva de la mejor gestión de los intereses generales, que debe ser un principio básico de atribución competencial.



Una reforma constitucional en tal dirección ha de atender a la naturaleza del interés que la competencia tiende a gestionar y salvaguardar, debiendo corresponder a la estructura central del Estado las competencias en relación a los intereses que afecten a los ciudadanos en cualquier punto del territorio nacional, atribuyendo a la estructura autonómica la salvaguarda y gestión de aquellos intereses cuyo ámbito se residencia en su territorio. El principio de igualdad entre ciudadanos ha de ser garantizado en la determinación del reparto de competencias.



A la hora de rehacer las tablas de competencias, será preciso que al poder central español se le otorguen, globalmente, no menos funciones y competencias que las poseídas por un Estado federal -las de Washington o Berlín, por ejemplo-, con un porcentaje similar de la capacidad de gasto para asuntos nacionales (excluyendo, por tanto, las transferencias a comunidades o municipios). Porque situarse por debajo de esos mínimos supone sobrepasar el Estado federal para entrar en el confederal o unión de Estados.



Pero, además, será preciso tomar en consideración la realidad en la que vivimos. Aun sin pensar en las competencias exclusivas del Estado que fueron, sin embargo, traspasadas con argucias varias a la periferia, nuestra realidad supone: que por una parte, muchas de las competencias exclusivas estatales según nuestra Constitución, las más importantes, han sido o están siendo transferidas a la UE; mientras que, por otra, no ocurre algo paralelo con las competencias de las comunidades autónomas, lo cual coloca la vida de los españoles ante dos grandes poderes, la UE y las comunidades autónomas, que conservan en medio a un poder central hispánico que se va convirtiendo en intendencia al servicio de ambos. Es algo que no se podía valorar en 1978 al aprobar la Constitución, no sólo porque España aún no era miembro de la organización europea, sino porque, además, ésta no había emprendido la carrera federal que inició sobre los años 90. Por consiguiente, al corregir los repartos competenciales de la Constitución, ha de asegurarse que, descontadas las funciones y facultades que se han atribuido o van a ser atribuidas a la UE, y en un examen ponderado relativo de relaciones Estado-comunidades, se confieran al poder central las facultades y medios que le permitan ejercer una efectiva función de supremacía sobre las comunidades, por la vía de reforzar las estatales o disminuir las periféricas, porque sin ella, sin esa diferencia positivamente significativa de pesos para el centro, tampoco nos mantendremos siquiera dentro de los límites de un Estado federal.



Necesidad de una reforma constitucional

Por GRACIAN, Colectivo que reúne a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio (ABC, 08/11/06):

EN el punto donde nos encontramos, es imprescindible acometer la reforma de la Constitución. Hasta ahora, para llegar a la conclusión de que el Estado estaba en situación de gran debilidad, era preciso superar los lugares comunes y analizar detenidamente las competencias que le quedaban al Estado, comparándolas con las asumidas por las Comunidades Autónomas, o estudiar los comportamientos efectivos de los dirigentes periféricos ante los centrales. Tras la aprobación del Estatuto de Cataluña, incluso el presidente de aquella Comunidad presumió públicamente de haber conseguido reducir el papel del Estado en Cataluña a un resto insignificante. ¿Cuánto pueden tardar las demás autonomías en colocarse en paridad con Cataluña?

Pese a un cierto grado de habilidad dialéctica utilizado, nadie puede negar en un análisis desapasionado que el modelo aprobado con el Estatuto de Cataluña ya está fuera de la Constitución. Someter al Estado al deber de consensuar el ejercicio de sus competencias exclusivas con la Generalitat y otras diversas disposiciones de análogo tenor no sólo son la natural consecuencia del principio establecido en el nuevo Estatuto de que los poderes de la Generalitat proceden del pueblo catalán, sino que rompen los principios constitucionales de una patria común e indivisible de todos los españoles, de la soberanía nacional y de un Estado que nunca puede ser confederal, que recibe sus poderes directamente de la Constitución y debe ejercitarlos en todo el territorio del Estado. Con el voto en contra de la representación de la mitad de los españoles, con el apoyo de diputados de la mayoría que se sometieron a la disciplina de partido pese a sus previas manifestaciones discrepantes, con la abstención en referéndum de más del 50 por ciento del pueblo de Cataluña, se aprobó una nueva legalidad que realmente burla la Constitución.

Ya sabemos que falta por superar el filtro del Tribunal Constitucional, cuya gran calidad técnica nadie discute y que merece nuestro respeto y acatamiento, como todas las instituciones del Estado. Pero nos engañaríamos si creyéramos que ahí se encuentra la garantía de acierto, o incluso de constitucionalidad.

Primero, porque sólo puede conocer de los recursos que le planteen ciertas autoridades del Estado y grupos de 50 parlamentarios, lo cual significa que, cuando, como consecuencia de acuerdos varios, los partidos han decidido no iniciar o retirar denuncias de inconstitucionalidad, los acuerdos y situaciones correspondientes no son examinados por el TC y quedan consagrados, sean o no constitucionales.

Segundo, porque el propio Tribunal Constitucional, en su composición, no sólo está determinado por los juegos de mayorías y minorías parlamentarias, lo cual ya es de por sí importante cuando el partido mayoritario está a favor de una reforma estatutaria, sino que incluso está ya un poco confederalizado, con magistrados que son promovidos por el poder periférico.

Tercero, porque ese tribunal, desde donde a veces se ha lanzado la idea de que ellos tienen facultades de mutación inapelable de nuestra Carta Magna, vive inmerso en una sociedad política que lleva más de una década sin atreverse a plantear las cuestiones de por qué y hasta dónde es mejor debilitar la nación y el Estado español. Y así se explica que a la hora de sentenciar el asunto de la normalización lingüística ha bendecido unas leyes en virtud de las cuales los españoles que quieren educación para sus hijos en castellano no la consiguen en algunos territorios, y quienes quieren saber si un letrero prohíbe o permite algo, han de aprender otra lengua, aunque sólo sean visitantes del lugar; para cuya bendición el TC ha utilizado razonamientos que pueden ser sublimes, pero que contrarían lo que rectamente se interpreta al leer el artículo 3 de la Constitución, al repasar las explicaciones de voto de los partidos que la aprobaron y los discursos de quienes fuimos recorriendo España para pedir a la gente el sí a la Carta Magna.

Y cuarto, porque siendo la Constitución y su modelo algo muy importante, no es el único criterio de valor. Es anómalo que algunos políticos declaren que apoyarán un proyecto de Estatuto en la medida en que se ajuste a la Constitución. Los ciudadanos tenemos derecho a postular medidas o a oponernos a otras, aunque sus contrarias también sean constitucionales. ¿O es que no podemos reclamar el pleno empleo aunque no figure como mandato constitucional?

Así las cosas, en el escenario razonablemente previsible de que la actual ola estatutaria se consolide, aunque sea con rebajas, dado que posteriormente esos Estatutos no podrán modificarse sin contar con la iniciativa de las comunidades autónomas afectadas, tras valorar y no aceptar sugerencias de cambios más radicales que razonadamente se han expuesto en nuestras reuniones, creemos que la única solución legal y democráticamente viable para restaurar la nación y el Estado español consistirá en modificar nuestra Constitución, dado que cualquier alteración constitucional que choque con los Estatutos de autonomía anula a éstos en los puntos correspondientes.

Por ello proponemos una reforma constitucional que en grandes líneas persiga:

-Establecer la tabla de competencias mínimas y exclusivas del Estado que, teniendo en cuenta las cesiones de poder a la UE, permitan un poder central con capacidad para ejercer la supremacía efectiva sobre todo el territorio.

-Rechazar los intentos de confederalización de España.

-Suprimir las ambigüedades que se han utilizado para desarmar al poder central.

-Establecer mecanismos que garanticen a los ciudadanos que, en esta materia, no se podrán adoptar decisiones modificadoras sin contar con su expresa voluntad.

-Consagrar la autonomía también del Estado, impidiendo que las decisiones nacionales sean adoptadas por personas o grupos que representen intereses parciales.

En próximos artículos iremos esbozando nuestra propuesta, que ofrecemos a los partidos políticos; pero si éstos no pueden o no quieren asumirlas, las brindamos a los grupos que entonces nacerán para ir concienciando a la población con objetivos a medio plazo; porque sabemos que los pueblos cambian periódicamente y buscan luego con ansia y pasión lo que antes despreciaron. Para entonces será necesario que existan ideas y proyectos elaborados.





Reformas ilegítimas de la organización territorial

Por GRACIÁN, colectivo que reúne a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio (ABC, 05/09/06):

EN días anteriores argumentamos que no toda reforma constitucional sería legítima, aunque se realizara por cauces legales preestablecidos. Que los principios contenidos en el artículo 2 de nuestra Constitución son preconstitucionales e inmodificables, al menos sin una decisión expresa del pueblo soberano, y que esos principios encierran unas exigencias que tampoco pueden ignorarse ni alterarse.



Hoy, bajando un peldaño más desde las consideraciones generales, podemos, en consecuencia, sostener que menoscaban el artículo 2 de la Constitución, y serían por tanto ilegítimas, las siguientes reformas:-La que privara al Estado de algún poder o facultad que es esencial para el mantenimiento de lo que es, al menos, una Federación. Como lo es la existencia de un Tribunal Supremo, de jurisdicción nacional, al que puedan acudir los ciudadanos cuando consideren que las decisiones de tribunales inferiores no respetan la legislación estatal (el recurso clásico de casación). Y no se respetaría ese poder estatal esencial cuando simplemente se dejara al Tribunal Supremo el llamado recurso de casación para unificación de doctrina, pues en dicho recurso el acceso sólo cabe cuando hay dos sentencias contradictorias de tribunales periféricos, no cuando el ciudadano discrepe con la sentencia. Realmente es un recurso para dirimir discordias entre los poderes judiciales locales. Es, pues, típicamente «confederal»; y de hecho ese recurso representa un porcentaje insignificante, incluso despreciable, en relación con las actuales funciones casacionales del Tribunal Supremo.



-La que estableciera que las competencias propias del Estado hubieran de ejercerse mediante consenso o acuerdo con las comunidades autónomas. Existiría entonces una inconstitucionalidad ordinaria, como sentenció el TC en su Resolución sobre la Loapa, pues ni siquiera la Ley Orgánica pueda alterar el reparto competencial de la Constitución. Pero, además de ello, existiría una ilegitimidad más acentuada, ya que entonces esas competencias no serían propias del Estado, sino, al menos en parte, de los poderes inferiores. En línea confederal. (Lo cual viene practicándose en España desde hace más de una década). Importa destacar aquí que esa violación de la esencia de la nación española, por tanto ilegítima, podría venir por la vía, aparentemente inocente, de la reforma del Senado, si se acentuara en dicha Cámara la representación de las comunidades autónomas y se mantuviera alguna competencia exclusiva del Senado (sin necesidad de aprobación definitiva del Congreso, como lo es la de aprobar la intervención del Estado en una comunidad), o si se le otorgaran otras competencias que no necesitaran el acuerdo del Congreso.



-La que estableciera que el reparto de competencias o medios financieros entre el Estado y las comunidades derivara de negociaciones entre ellos. Porque ello implicaría que el Estado recibe sus poderes o funciones de esas comunidades inferiores, no de la norma o de la Constitución, y ello es confederal.



-La que privara al Estado de una Administración propia para desarrollar ante los ciudadanos, directamente, las competencias que retiene de carácter ejecutivo, interponiendo como órgano ejecutivo necesario para la relación con la ciudadanía a las comunidades autónomas. El sistema de la llamada Administración Unica, situado en las autonomías, supone también ignorar la existencia de una nación española, al impedir que el Estado correspondiente a esa nación actúe respecto de sus nacionales.



-Las que desconocieran o supusieran la inexistencia de un interés nacional español, de una cultura española. Porque no hay nación española sin interés español y cultura española.



-Las que supusieran pérdida por el Estado de su capacidad como sujeto de Derecho Internacional.

-Aquellas que, aun siendo en sí mismas correctas, unidas a otras circunstancias concurrentes, impidieran que el Estado tenga el peso o poder mínimo para ejercer funciones de supremacía.



El Estado, incluso el federal, además de las funciones esenciales necesita otras para poder ejercer la supremacía sobre las comunidades integradas. Y esos Poderes que la Constitución atribuyó al Poder Central han sido menoscabados sustancialmente, por violaciones de las normas nunca planteadas al T.C., por la filosofía privatizadora y por las transferencias a la Unión Europea. Hoy los verdaderos poderes del Estado español, aunque se mantenga una costosa y bastante hueca parafernalia ministerial, son ya muy pequeños. Y manifiestamente insuficientes para ejercer la supremacía respecto de las comunidades. Seguramente la única modificación competencial en la que hoy cabe pensar razonablemente sea la centrípeta. Transferir o compartir más facultades del Estado, aunque no sean de las esenciales, consolidará un modelo confederal, querido por los grupos nacionalistas periféricos, pero contrario a los principios del artículo 2 de la Constitución. Cualquier reforma constitucional que produjera esos resultados, sería ilegítima; probablemente aunque se llevara a referéndum y fuera votada a favor por la mayoría del electorado concurrente, pero sin duda si no contara con la decisión expresa del pueblo español titular de la soberanía; equivaldría a una revolución o golpe de Estado, y dejaría abierta la vía subversiva de oposición, que recibiría su apoyo, nada menos, del mismo acuerdo del pueblo español cuando aprobó la Constitución de 1978 y declaró indisoluble e indivisible la nación española. La ilegitimidad resultaría más flagrante si esa reforma constitucional, habilidosa y fraudulentamente, dejara de tocar al artículo 2 de la Constitución, con lo cual evitara el procedimiento agravado de reforma del artículo 168 y se consiguiera por el procedimiento más suave del artículo 167 de la Constitución, por simple decisión de los representantes parlamentarios del pueblo en una legislatura constituida con carácter normal. Y esa ilegitimidad aún sería más profunda y seria si ni siquiera se produjera por el sistema previsto para la reforma constitucional del artículo 167, sino que se operara de forma encubierta, mediante reforma de Estatutos de Autonomía, que atacaran realmente a la Constitución, pero que se aprobarían mediante mayorías parlamentarias nacionales sensiblemente más reducidas.

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