Un
pacto entre las tres fuerzas inequívocamente democráticas, proeuropeas y
modernas —PP, PSOE y Ciudadanos— exige realismo, generosidad y espíritu
tolerante
MARIO
VARGAS LLOSA 27 DIC 2015 - 00:00 CET
Todo
el mundo parece de acuerdo en que las recientes elecciones en España acabaron
con el bipartidismo y una inequívoca mayoría parece celebrarlo.
Yo no
lo entiendo.
La
verdad es que ese período que ahora termina en el que el Partido Popular y el
Partido Socialista se han alternado en el poder ha sido uno de los mejores de
la historia española.
La
pacífica transición de la dictadura a la democracia, el amplio consenso entre
todas las fuerzas políticas que lo hizo posible, la incorporación a Europa, al
euro y a la OTAN y una política moderna, de economía de mercado, aliento a la
inversión y a la empresa produjo lo que se llamó “el milagro español”, un
crecimiento del producto interior bruto y de los niveles de vida sin
precedentes que hizo de España una democracia funcional y próspera, un ejemplo
para América Latina y demás países empeñados en salir del subdesarrollo y del
autoritarismo.
Es
verdad que la lacra de esos años fue la corrupción. Ella afectó tanto a
populares como socialistas y ha sido el factor clave —acaso más que la crisis
económica y el paro de los últimos años— del desencanto con el régimen
democrático en las nuevas generaciones que ha hecho surgir esos movimientos
nuevos, como Podemos y Ciudadanos, con los que a partir de ahora tendrán que
contar los nuevos Gobiernos de España.
En
principio, la aparición de estas fuerzas nuevas no debilita, más bien refuerza
la democracia, inyectándole un nuevo ímpetu y un espíritu moralizador.
Acaso
el fenómeno más interesante haya sido la discreta pero clarísima transformación
de Podemos que, al irrumpir en el escenario político, parecía encarnar el
espíritu revolucionario y antisistema, y que luego ha ido moderándose hasta
proclamar, en boca de Pablo Iglesias, su líder, una vocación “centrista”.
¿Una
mera táctica electoral? Tengo la impresión de que no: sus dirigentes parecen
haber comprendido que el extremismo “chavista”, que alentaban muchos de ellos,
les cerraba las puertas del poder, e iniciado una saludable rectificación.
En
todo caso, el mérito de Podemos es haber integrado al sistema a toda una masa
enardecida de “indignados” con la corrupción y la crisis económica que hubieran
podido derivar, como en Francia, hacia el extremismo fascista (o comunista).
¿Y
ahora qué ?.
El resultado de las elecciones es
meridianamente claro para quien no está ciego o cegado por el sectarismo: nadie
puede formar Gobierno por sí solo y la única manera de asegurar la continuidad
de la democracia y la recuperación económica es mediante pactos, es decir, una nueva
Transición donde, en razón del bien común, los partidos acepten hacer
concesiones respecto a sus programas a fin de establecer un denominador común.
El
ejemplo más cercano es el de Alemania, por supuesto. Ante un resultado
electoral que no permitía un Gobierno unipartidista, conservadores y
socialdemócratas, adversarios inveterados, se unieron en un proyecto común que
ha apuntalado las instituciones y mantenido el progreso del país.
¿Puede
España seguir ese buen ejemplo?
Sin ninguna duda; el espíritu que hizo posible
la Transición está todavía allí, latiendo debajo de todas las críticas y
diatribas que se le infligen, como han demostrado la campaña electoral y las
elecciones del domingo pasado que (salvo un mínimo incidente) no pudieron ser
más civilizadas y pacíficas.
La
aparición de Podemos y Ciudadanos no debilita la democracia sino que la
refuerza
Sólo
dos coaliciones son posibles dada la composición del futuro Parlamento, el
PSOE, Podemos y Unidad Popular, que, como no alcanzan mayoría, tendría que
incorporar además algunas fuerzas independentistas vascas y/o catalanas.
Difícil
imaginar semejante mescolanza en la que, como ha dicho de manera categórica
Pablo Iglesias, el referéndum a favor de la independencia de Cataluña sería la
condición imprescindible, algo a lo que la gran mayoría de socialistas y buen
número de comunistas se oponen de manera tajante.
Pese a
ello, no es imposible que esta alianza contra natura, sustentada en un
sentimiento compartido —el odio a la derecha y, en especial, a Rajoy— se
realice. A mi juicio, sería catastrófica para España, pues probablemente las
contradicciones y desavenencias internas la paralizaría como Gobierno,
retraería la inversión y podría provocar un cataclismo económico para el país
de tipo griego.
Por
eso, creo que la alternativa es la única fórmula que puede funcionar si las
tres fuerzas inequívocamente democráticas, proeuropeas y modernas —el Partido
Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos—, deponiendo sus diferencias y
enemistades en aras del futuro de España, elaboran seriamente un programa común
de mínimos que garantice la operatividad del próximo Gobierno y, en vez de
debilitarlas, fortalezca las instituciones, dé una base popular sólida a las
reformas necesarias y de este modo consiga los apoyos financieros, económicos y
políticos internacionales que permitan a España salir cuanto antes de la crisis
que todavía frena la creación de empleo y demora el crecimiento de la economía.
El
espíritu que hizo posible la Transición late debajo de todas las críticas y
diatribas
Esto
es perfectamente posible con un poco de realismo, generosidad y espíritu
tolerante de parte de las tres fuerzas políticas. Porque este es el mandato del
pueblo que votó el domingo: nada de Gobiernos unipartidistas, ha llegado —como
en la mayoría de países europeos— la hora de las alianzas y los pactos. Esto
puede no gustarle a muchos, pero es la esencia misma de la democracia: la
coexistencia en la diversidad. Esa coexistencia puede exigir sacrificios y
renunciar a objetivos que se considera prioritarios. Pero si ese es el mandato
que la mayoría de electores ha comunicado a través de las ánforas, hay que
acatarlo y llevarlo a la práctica de la mejor manera posible. Es decir,
mediante el diálogo racional y los acuerdos, con una visión no inmediatista
sino de largo plazo. Y ver en ello no una derrota ni una concesión indigna,
sino una manera de regenerar una democracia que ha comenzado a vacilar, a
perder la fe en las instituciones, por la cólera que ha provocado en grandes
sectores sociales el espectáculo de quienes aprovechaban el poder para llenarse
los bolsillos y una justicia que, en vez de actuar pronto y con la severidad
debida, arrastraba los pies y algunas veces hasta garantizaba la impunidad de
los corruptos.
España
está en uno de esos momentos límites en que a veces se encuentran los países,
como haciendo equilibrio en una cuerda floja, una situación que puede
precipitarlos en la ruina o, por el contrario, enderezarlos y lanzarlos en el
camino de la recuperación. Así estaba hace unos 80 años cuando prevaleció la
pasión y el sectarismo y sobrevino una guerra civil y una dictadura que dejó
atroces heridas en casi todos los hogares españoles. Es verdad que la España de
ahora es muy distinta de ese país subdesarrollado y sectarizado por los
extremismos que se entremató en una guerra cainita. Y que la democracia es
ahora una realidad que ha calado profundamente en la sociedad española, como
quedó demostrado en aquella Transición tan injustamente vilipendiada en estos
últimos tiempos. Ojalá que el espíritu que la hizo posible vuelva a prevalecer
entre los dirigentes de los partidos políticos que tienen ahora en sus manos el
porvenir de España.
Derechos
mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL,
2015.
©
Mario Vargas Llosa, 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario