IGNACIO
CAMACHO
La
expresión optimista de Rajoy ha cambiado a perpleja. En menos de 48 horas lo
han agredido de palabra y de obra
A
Mariano Rajoy lo han agredido dos veces en 48 horas: una de palabra y otra de
obra. No se sabe si fue peor el puñetazo de Pontevedra o los gritos de «bravo,
bravo» con que algunos torcidos espectadores jalearon la fechoría premeditada
del exaltado. Pero el suceso acentúa la sensación de inquietud que se ha
apoderado del presidente y de su entorno desde el lunes. La euforia de la
primera semana de campaña ha desaparecido tras el debate, sustituida por un
desasosiego de tinte pesimista. Su propia expresión ha cambiado para dar paso a
signos de malestar, de perplejidad ante un ambiente que de repente parece
haberle perdido el respeto.
Rajoy
no va a exagerar la agresión ni a sobreactuar con ella; su naturaleza no es
victimista. Le preocupa más que la ofensa de Pedro Sánchez, deliberada,
táctica, estudiada, haya torcido su campaña. Él mismo debe saber que no
reaccionó bien el lunes; podía y debía haber dejado en evidencia a su oponente
agrandando su error con una respuesta despectiva y elegante que lo descalificara.
Al modo de los judokas, aprovechar la embestida del adversario para
desequilibrarlo. En vez de eso se dejó arrastrar por el instinto –un hombre tan
poco sensible al descontrol de las emociones– y la emprendió a trompadas. Se le
escapó la oportunidad de ganar el debate y a duras penas lo empató a base de
fajarse en el barro. Salió no sólo dolido, sino desconcertado, quizá también
descontento consigo mismo. La unánime repercusión negativa de la bronca ha
arruinado su percepción optimista, y el ataque de ayer es más que un incidente:
es el síntoma de un problema peligroso. La animosidad contra él se ha
desparramado hasta cristalizar en violencia directa.
Tal
vez sea el propio Sánchez el que más lamente ahora el giro de los
acontecimientos. No existe ninguna relación de causa-efecto entre su acometida
verbal y la física del joven radical gallego, pero en cierta medida él
despenalizó moralmente la agresión al utilizarla como argumento. Aquello de los
vientos y las tempestades. De forma inconsciente pero también irresponsable
contribuyó a calentar un clima de agresividad en el que cualquier tarado puede
construirse una diana. Esta consecuencia no estaba en el ánimo del candidato
socialista, obcecado por acorralar al rival, pero un hombre que aspira a presidir
el Gobierno ha de quedar a salvo de la inconsciencia, saber que no todo vale y,
sobre todo, ejercer un liderazgo impecable.
El
mayor reproche de la afrenta de Sánchez es, de hecho, la mentecata embriaguez moral
del agresor pontevedrés, que en su calenturienta estupidez se ha sentido lo
bastante respaldado para celebrar autosatisfecho su minuto de fama: qué censura
podría merecer sacudirle un mamporro a un político indecente. Por eso las gafas
rotas de Rajoy simbolizan la desolación de una democracia escarnecida por la
pérdida de la civilidad y la nobleza.
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