martes, 19 de enero de 2016

Sobra la brocha gorda en la política.

Hay que medir lo que se hace y lo que se dice. 
EL PAÍS 16 ENE 2016 - 00:00 CET
Toda la sociedad está estructurada en torno a protocolos y rituales. Sin este andamiaje imprescindible, sería el vacío. Esto vale tanto para bodas y funerales como para actos institucionales.
Formalidad no es aceptación forzada del statu quo, sino disposición de respetarse bajo un mínimo denominador común.
En este reinicio de la vida pública es lógico que los representantes de cada grupo, sobre todo los nuevos, trasladen al espacio público sus formas y sus ritos.
Eso es lo que intentó hacer Carolina Bescansa, la diputada de Podemos que se llevó a su bebé al pleno de constitución del Congreso y lo mantuvo allí largas horas junto a ella, salvo los momentos en que fue relevada de la tarea por algunos compañeros de bancada.
La monumental polémica levantada por este hecho resulta exagerada, tanto por parte de quienes lo consideran mero exhibicionismo como de los que lo justifican para llamar la atención sobre la dificultad de conciliar la vida familiar y laboral.
Ahora bien, la conciliación necesita reglas legislativas, cultura de corresponsabilidad en el cuidado de los hijos y revisión de horarios: ahí existe un ancho terreno para la política, sin necesidad de utilizar a un bebé en las necesidades de propaganda de un grupo concreto.

El escándalo ante otras supuestas transgresiones formales resulta forzado.
No hay más que recordar el asombro suscitado por las chaquetas de pana utilizadas por significados socialistas en la Transición, para estar de acuerdo en que aquello no supuso el inicio de ningún camino sin retorno.
Lo importante fue la política practicada y no la acomodación al código vestimentario al uso. Por eso, rasgarse las vestiduras porque algún diputado llegue al Congreso en bicicleta (¿tendría que hacerlo en coche o en metro?) o soltar que unas rastas pueden conllevar piojos son ganas de continuar la vieja política bronquista.
Estos hechos nos hablan del poder de las formas, de lo que se hace y lo que se omite, de lo que se insinúa y lo que se enfatiza. Y hay momentos en que se acentúa su carga simbólica, como ocurre en estas semanas.
 De ahí que los actores políticos y los seguidores de la vida pública deban medir lo que hacen y lo que dicen, los códigos verbal y corporal del lenguaje empleado.
Deberían haberlo tenido en cuenta los diputados de Podemos antes de añadir gestos y comentarios al acto de acatamiento de la Constitución.
Que unas fuerzas se opongan a su reforma y otras promuevan cambios constitucionales no impide que todos estén reunidos en el mismo Congreso, y que puedan parlamentar con argumentos y razones, sin recurrir a exageraciones gestuales que rozan el hooliganismo.
Lo mismo que hay que desterrar el desprecio a los idiomas, los himnos o los símbolos. Como tampoco hay que entrar en un torneo oral de agresividades a cuento de una diferencia política (lo que ha sucedido respecto a los grupos parlamentarios pretendidos por Podemos).

No volvamos tan rápidamente a las prácticas de la infamia. La Constitución, de la que nace la legitimidad de todos los que se sientan en el Congreso, y la institución parlamentaria merecen un respeto que en absoluto impide utilizar toda la profundidad y la dureza dialéctica que se desee, siempre que se haga sin trato grosero o mezquino

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