Diada histórica
La exhibición de fuerza del independentismo exige una respuesta política de Gobierno y oposición
Una de las mayores manifestaciones que se hayan visto jamás en este país desfiló ayer en Barcelona tras una pancarta que pedía la independencia de Cataluña. Y esto es lo que movilizó más directamente a los manifestantes, aunque el presidente catalán, Artur Mas, pretendiera en un primer momento convertirla en un apoyo a la propuesta de un pacto fiscal que planteará al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el próximo 20 de septiembre. La novedad de la jornada, en relación a las anteriores celebraciones de la Diada Nacional de Cataluña, es que este año fue la reclamación de un Estado independiente la que aglutinó a una amplia gama de ciudadanos, desde quienes piden un nuevo modelo de financiación a los descontentos por los recortes.
Tan absurdo es negar la evidencia de los hechos que han conducido a una tal exhibición de fuerza del sentimiento independentista como banalizar la reivindicación de una jornada que abre un escenario político plagado de retos y riesgos y que exige, sobre todo del Gobierno español, pero también de la oposición, la máxima responsabilidad e inteligencia. También es un momento grave para CiU, la coalición gobernante en Cataluña, y sobre todo para el presidente Mas, que se ha visto desbordado en sus cálculos por la fuerza del independentismo, aunque se coloca en condiciones de capitalizar el quiebro convirtiendo un posible adelanto electoral en un plebiscito.
El oportunismo de CiU, que pide un pacto fiscal para quedarse y si se lo rechazan amenaza con irse, ha contribuido al éxito de la convocatoria, aunque no es la única explicación. Hay un cambio político de fondo revestido de un profundo malestar por la sentencia del Tribunal Constitucional que frustró la expectativa de una mejora del autogobierno; por una crisis que corta sus alas económicas; y por la nueva estrategia recentralizadora e intervencionista del PP. Es un malestar global, que le ha servido a CiU para desviar la atención por sus recortes sociales y sus responsabilidades en el endeudamiento catalán. Pero es también un enorme fracaso político al menos para los últimos Gobiernos de España, desde Aznar, que no tan solo han sido incapaces de articular una respuesta política, sino que han alimentado la espiral de radicalización. Cuenta, es cierto, la emergencia de unas nuevas generaciones, desacomplejadas y sin miedo ni memoria, que ven en la crisis europea una ventana de oportunidad para una Cataluña que prescinda de España.
La nueva situación puede complicarse aún más tras las elecciones vascas. Y el desafío requiere algo más que la paupérrima e insultante respuesta de Mariano Rajoy en la entrevista emitida por TVE. Calificar de mera “algarabía” lo que muchos catalanes viven como un sentimiento de agravio es una muestra de frivolidad que este país no se debería permitir.
La democracia española ha alcanzado un grado de madurez suficiente como para poder abordar este desafío, pero debe hacerse con claridad, respeto a las reglas de juego y alternativas viables a la propuesta independentista, con la que no se identifican numerosos catalanes que no acudieron a la manifestación. No es cierto que todos los caminos estén cerrados. Cabe y es necesario todavía un debate serio y constructivo sobre una forma de articulación entre Cataluña y España satisfactoria para todos. El modelo autonómico ha dado a España la mayor etapa de prosperidad nunca conocida, pero nada es intocable y son muchas las voces que defienden seguir profundizando en un modelo de corte más federal. En democracia, cualquier propuesta es legítima, incluida la independencia, pero quienes la defienden deben explicar muy bien qué quieren hacer con ella.
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