Adolfo Suárez. Cambio16, 16-01-1991
Resumir, con la brevedad que requiere un artículo
periodístico, la transición española constituye para mí no sólo dar cuenta de
un proyecto político que, bajo el impulso de la corona, hube de conducir, sino
también relatar mi propia experiencia política como presidente del Gobierno
desde julio de 1976 a enero de 1981.
El periodo que se conoce como transición política está
integrado por tres años que cambiaron políticamente a España: 1976, 1977 y
1978. El primero fue el año de la Reforma Política; el segundo, el de las
primeras elecciones generales libres después de 40 años; el tercero, el año de
la Constitución.
El proyecto de cambio de un sistema autoritario a una
democracia plena, su articulación y desarrollo, constituyó una operación
política de gran calado, arriesgada y difícil.
Era necesario, en primer lugar, plantear rotundamente
el protagonismo político de la sociedad civil. En el anterior régimen las
Fuerzas Armadas, consideradas vencedoras de la guerra civil de 1936, asumían el
papel de vigilante de la actividad pública y garante de los llamados Principios
Fundamentales del Movimiento. Era preciso reinstaurar el carácter civil de la
política, al mismo tiempo que iniciar una modernización de los ejércitos, que
les situara en la posición que tienen los ejércitos en cualquier país
democrático, y los convirtiera en instrumentos aptos para garantizar la
soberanía e independencia de España, defender su integridad y respetar la libre
expresión de la voluntad popular.
Había que conectar, con la moderna sociedad española,
formada sin los prejuicios y dogmatismos que habían llevado a las generaciones
anteriores a un sangriento conflicto civil, y lograr que, como pueblo,
expresase su voluntad política con absoluta libertad. Después había que
respetar esa voluntad y articularla institucionalmente.
En España la Corona constituyó el punto de apoyo
imprescindible para llevar a cabo el cambio político. Para ello utilizamos los
poderes que las Leyes Fundamentales del Régimen atribuían al Rey para,
renunciando a ellos, establecer una monarquía parlamentaria y moderna que se
convirtiera en referencia común de todos los españoles. Bajo la Corona había
que introducir, como principio legitimador básico, el principio democrático de
la soberanía nacional.
El proyecto político de la transición tuvo como meta
ese gran objetivo que, en julio de 1976, describí como «la devolución de la
soberanía al pueblo español», de modo que los gobiernos del futuro fueran el
resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles.
Ese objetivo pasaba necesariamente por la implantación
de las libertades de expresión e información, la regulación democrática de los
derechos de asociación y reunión, la legalización de todos los partidos políticos,
la amnistía de todos los llamados delitos políticos o de opinión, la
celebración de unas elecciones generales libres -las primeras después de 40
años- y la regularización y aplicación de un sistema electoral que permitiera,
en el Parlamento así elegido, la presencia de todas las fuerzas políticas que
tuvieran apoyo significativo en el electorado a fin de que con todas ellas se
pudiera elaborar una Constitución válida para todos.
La realización de este proyecto implicaba una
dificultad formal importante, ya que debía hacerse a partir de la legalidad
vigente y para cambiar esa misma legalidad. La prudencia política y hasta las
exigencias éticas requerían que el conjunto de decisiones políticas que
instauraban la democracia fueran aprobadas por las Cortes Orgánicas, informadas
por el Consejo Nacional del Movimiento, que reunía a la elite del régimen, y
ratificadas por el pueblo en referéndum nacional. Era previsible que Cortes y
Consejo reaccionaran ante un proyecto de ley que implicaba su propia disolución.
La apuesta política era muy arriesgada y se producía
en momentos de serias dificultades interiores: desórdenes, pretensiones
involucionistas, secuestros de personalidades políticas como don Antonio María
de Oriol y el general Villaescusa, asesinatos como el de los abogados
laboralistas de la calle de Atocha que pertenecían al PCE, etc. Había que hacer
frente al acoso terrorista sin dejar de progresar en la reforma política.
Esta exigía dos tácticas distintas: una para convencer
a los grupos que pretendían la continuidad del régimen de la necesidad de la
reforma; otra, para las fuerzas políticas de la entonces llamada oposición para
convencerles también de que la reforma abriría los caminos de la libertad que
ellos demandaban. Ambas debían converger en la aprobación de una Constitución
elaborada entre todos y que para todos sirviera.
La primera suponía la aceptación, por los grupos del
régimen, de tres órdenes de decisiones: la amnistía más completa que permitiera
la reconciliación de todos los españoles; la legalización de todos los partidos
políticos y todos los sindicatos, y la celebración de unas elecciones generales
libres, único medio para que el pueblo español recobrase su soberanía y
expresara su voluntad.
La amnistía se articuló a través de tres textos
legales de similar rango normativo: el Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976,
el Real Decreto-Ley de 14 de marzo de 1977, y — aprobada ya por las nuevas
Cortes Generales la Ley de 15 de octubre de 1977. Todos los exiliados políticos
pudieron volver a España.
La legalización de todos los Partidos políticos
—considerados por el anterior régimen como «intrínsecamente perversos»—se llevó
a cabo a través de la ley reguladora del derecho de asociación política —que yo
mismo defendí ante las Cortes Orgánicas, como ministro del primer Gobierno de
la monarquía- y por el Real Decreto de 8 de febrero de 1977, y por otras normas
posteriores siendo yo presidente del Gobierno.
La devolución al pueblo español de su soberanía se
consiguió con la aprobación por las Cortes Orgánicas, el 18 de noviembre de
1976, del Proyecto de Ley para la Reforma Política. En su breve articulado se
establecía que, en el Estado español, la democracia se basaba en la supremacía
de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo, y se consagraban los
derechos fundamentales de la persona como inviolables y vinculantes para todos
los órganos del Estado; se creaba un Congreso y un Senado, elegidos por
sufragio universal, directo y secreto y se atribuía al Congreso la iniciativa
para la reforma constitucional.
La Ley para la Reforma Política fue ratificada por el
pueblo español en el referéndum nacional del 15 de diciembre de 1976. Desde su
convocatoria hasta su celebración, los partidos y grupos de la oposición
pudieron llevar a cabo, libremente, su campaña a favor del NO o de la
abstención.
Aprobada la Reforma Política era preciso desarrollar
un diálogo constructivo con las fuerzas políticas que emergían de una
clandestinidad de casi 40 años. En todo momento me esforcé en comprender los
puntos de vista de sus líderes, aunque éstos interrumpieran las conversaciones
o plantearan posiciones maximalistas.
La clave de la credibilidad interna y externa del
proceso político de cambio era el reconocimiento del Partido Comunista. La
propaganda anticomunista de los 40 años había conseguido que amplios sectores
del régimen y, desde luego, las Fuerzas Armadas, vieran con enorme recelo su
legalización. No es éste el lugar apropiado para dar cuenta de todas las
conversaciones y gestiones que hube de llevar a cabo. El resultado fue que,
ante la inhibición de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, decidí asumir la
responsabilidad del reconocimiento del Partido Comunista que quedó legalizado
el 9 de abril de 1977.
Reconocidos todos los grupos políticos, el Gobierno,
recogiendo las garantías y aspiraciones de la oposición, promulgó el Decreto
Ley de 18 de mayo de 1977, que establece las bases del régimen electoral, y
convocó las primeras elecciones generales libres después de 40 años, para el 15
de junio de 1977.
El año 1977 constituyó, sin duda, el ecuador de la
transición. El 1 de abril de ese mismo año se promulgó la ley que decretaba la
libertad de sindicación de empresarios y trabajadores, complementada después
por el Decreto Ley de 2 de junio que dejaba sin efecto la sindicación
obligatoria. También el 1 de abril de 1977 se decretaba la supresión de la
Secretaría General del Movimiento, pasando al Estado su patrimonio y sus
funcionarios. El 30 de abril y el 11 de mayo de 1977 se ratifican los pactos
internacionales de derechos civiles y políticos, los de derechos económicos y
sociales, el de la libertad sindical y protección del derecho de sindicación y
el de aplicación de los principios del derecho de sindicación y de negociación
colectiva.
El 15 de junio de 1977 los españoles pudieron expresar
libremente sus preferencias políticas. A estas elecciones concurrí con la
creación de una oferta política de Centro -la UCD—que, en mi opinión, respondía
a las necesidades de la moderna sociedad española y constituía una firme
garantía para el establecimiento de nuestra joven democracia. En las elecciones
generales UCD consiguió el 34 por ciento de los votos, lo que significó el
respaldo de seis millones de votantes y el resultado de 165 escaños en el
Congreso de los Diputados. Más tarde UCD revalidó estos resultados en las
elecciones generales de 1979.
La constitución de las Cortes democráticas vertebró la
vida pública española a través de los partidos políticos y normalizó las
relaciones Gobierno-oposición en el marco de una nueva legalidad. La misión
fundamental de las nuevas Cortes consistía en la elaboración de una
Constitución desde el mayor acuerdo posible entre todos los partidos que habían
alcanzado representación parlamentaria. No era la dialéctica del enfrentamiento
político, sino la práctica del consenso, del común acuerdo en las cuestiones
fundamentales de Estado, lo que, en mi opinión, podía asentar con firmeza las
bases de una democracia moderna y, por tanto, la elaboración de nuestra norma
fundamental.
El año 1977 es de una fecundidad política
extraordinaria. Es en este año cuando se dan los primeros pasos hacia el Estado
de las autonomías. En este campo se adoptan, con carácter provisional, dos
decisiones de gran magnitud: la restauración de las Juntas Generales de Vizcaya
y Guipúzcoa y el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. En este año se
inicia el sistema de las preautonomías para toda España que, en la
Constitución, daría lugar al Estado de las autonomías como fórmula de
autogobierno para todas las nacionalidades y regiones.
También 1977 es el año de los Pactos de La Moncloa que
extendieron el consenso entre las fuerzas políticas con representación
parlamentaria a las medidas de ajuste que debían adoptarse para hacer frente a
la crisis económica que padecíamos. Los efectos de los Pactos no se hicieron
esperar. La tendencia de la inflación se rompió y al iniciarse 1978 se
consiguieron tasas que reducían a menos de la mitad la inflación vigente en los
meses centrales de 1977. El déficit previsto en la balanza de pagos para 1977
se redujo a la mitad. Con todo ello se evitó el caos económico y los actores
sociales demostraron sentido de la responsabilidad ante el proceso económico.
En 1977, en el campo internacional, España concluyó su
apertura al exterior e inició su incorporación a los organismos e instituciones
que agrupan a los países democráticos. En febrero se establecen relaciones
diplomáticas plenas con todos los países del Este (Unión Soviética, Hungría,
Checoslovaquia, Rumanía, Polonia, Yugoslavia y Bulgaria). Un mes más tarde se
reanudan las relaciones diplomáticas con México, y en el mes de noviembre
España se convierte en miembro de pleno derecho del Consejo de Europa. Es también
en este año cuando el Gobierno solicita de la Comunidad Europea—y ésta
acepta—que se inicien las negociaciones que, más tarde, habrán de desembocar en
la plena integración de España en la CEE.
El siguiente año, 1978, es, ante todo, el año de nuestra
Constitución. En ella los representantes del pueblo, libremente elegidos,
encauzaron las grandes cuestiones nacionales, algunas tradicionalmente
irresueltas, entre ellas:
La organización de la convivencia española en un
moderno Estado social y democrático de Derecho.
La forma de Estado.
El carácter no confesional del Estado.
El autogobierno de las nacionalidades y regiones que
integran España.
Pronto va a cumplir nuestra Constitución 12 años de
vigencia, periodo suficiente para comprobar su eficacia como norma fundamental
de nuestra convivencia. Pese a las ambigüedades e imperfecciones que se han
imputado a su texto, puede afirmarse que ha cumplido satisfactoriamente su
función y sigue representando el compromiso público de todos los españoles para
ordenar la convivencia nacional desde los valores de la libertad, la igualdad,
la justicia y el pluralismo político.
Nuestra convulsa historia constitucional nos había
dado numerosos ejemplos de constituciones que representaban la imposición de
unos españoles sobre otros, como consecuencia de una revolución, una guerra
civil o un pronunciamiento militar. Esta vez no podía suceder lo mismo. La
democracia era el resultado de un entendimiento común y la Constitución que la
consagraba debía ser el resultado de un consenso generalizado. El acuerdo final
con los partidos nacionalistas que se articuló en los Estatutos de Sau y
Guernica, en 1979, y la aceptación de la monarquía parlamentaria como forma
política del Estado fueron, entre otros, frutos de ese consenso.
A partir de la Constitución era necesario sustituir un
Estado centralista por el Estado de las autonomías; pasar de una economía
fuertemente intervenida a una etapa de liberalización como complemento de
nuestra integración en el mundo libre; modificar el sistema de relaciones
sociales, organizar un poder judicial independiente, más rápido y eficaz;
modernizar las fuerzas armadas, estructurar un nuevo sistema educativo y, en
definitiva, conseguir que toda la sociedad española hiciera de la libertad,
igualdad y solidaridad los valores humanos y políticos más transcendentes.
Los gobiernos que presidí, los del señor Calvo Sotelo
y, a partir de 1982, los gobiernos socialistas de Felipe González, tuvieron que
afrontar muchos de estos retos. Hoy España es un país con una democracia
consolidada que tiene un lugar destacado en la Europa Comunitaria y que se ha
proyectado plenamente al exterior, de manera especial en sus relaciones de
vecindad y hacia Latinoamérica.
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