Por CARLOS SECO SERRANO, de la Real
Academia de la Historia
HOY, 9 de octubre, se cumplen quinientos
cinco años de la incorporación de Melilla a la Corona de Castilla -o, mejor
dicho, a la Monarquía española, ya unificada por los Reyes Católicos-. La
empresa, encomendada por los Monarcas a la Casa ducal de Medinaceli, y llevada
a cabo por Pedro de Estopiñán, pretendía, por lo pronto, crear en un lugar
estratégico -en la costa abierta frente a la del reino granadino, al otro lado
del mar- un bastión defensivo opuesto a la ofensiva turca, ya lanzada al
Mediterráneo occidental. Digo crear porque en el momento de su ocupación por
Estopiñán, Melilla era una localidad indefensa, prácticamente abandonada por el
señor de Tremecén, en cuyos dominios se alzaba, y próxima al lugar en que había
tenido su asiento, siglos atrás, una próspera factoría fenicia: Russadir.
La fundación y fortificación de Melilla
fue el primer jalón de una soñada prolongación de la Reconquista al otro lado
del Estrecho -ya iniciada por los portugueses en Ceuta, desde 1415-. Porque
antes de que el Islam inundase el norte de África, en ese amplio espacio
geográfico que hoy conocemos como el Magreb, se había desplegado, tras su
triunfo sobre Cartago, una de las provincias del Imperio Romano, donde floreció
no sólo la cultura clásica, sino uno de los focos más eminentes de la
cristiandad temprana -me remito al espléndido libro de Noé Villaverde Vega Tingitania
en la antigüedad tardía, editado por la Real Academia de la Historia (2001)-.
La Península Ibérica y Tingitania habían sido, como diócesis del Imperio, las
dos mitades de un ámbito común; y volverían a serlo con la Monarquía visigoda.
Luego, sobrevenida la invasión islámica, y a lo largo de toda la Edad Media, el
empeño de reunir esas dos mitades vino repitiéndose, ya impulsado desde el
Norte -el Califato de Córdoba en su mejor momento- ya desde el Sur, con la
crecida expansionista de los grandes Imperios africanos: almorávides,
almohades, benimerines...
Pero a lo largo del siglo XV el último
gran Imperio africano había ido desmoronándose; mientras que la situación
anterior al siglo VIII se había restablecido en la Península Hispánica,
precisamente en los momentos en que el peligro común a «las dos mitades»
llegaba desde Oriente, encarnado por el Imperio turco.
Cuando la extinción final de los
benimerines dio paso a la fundación de una nueva monarquía por la dinastía
alauita -lo que sería el reino de Marruecos que ha llegado hasta nosotros-, su
aspiración de lograr un dominio sobre los ámbitos alcanzados por los viejos
Imperios bereberes hubo de atenerse al hecho de que el designio restaurador se
había adelantado ahora desde la romanidad cristiana, encarnada por las dos
grandes potencias peninsulares: era la imagen renacida de Tingitania, como
proyecto, frente al intento de restablecer las fronteras extremas alcanzadas
por los Imperios bereberes. No sabemos cómo se hubiera desarrollado la historia
posterior de no haberse producido la desviación del interés de España hacia la
inmensa empresa americana.
Pero Melilla -como Ceuta, incorporada a
España tras la «unión ibérica» lograda por Felipe II- se convertiría, a lo
largo de los siglos, en símbolo de españolidad y de continuidad con una
historia milenaria, siempre al margen del reino alauita. En el pasado más
próximo -el del siglo XX- es significativo que el nombre de Melilla apareciera,
en tres ocasiones, en la primera plana de todos los rotativos europeos,
estrechamente identificado con tres episodios capitales en la historia de
España: 1909 -con ocasión de la llamada «guerra de Melilla» y sus gravísimas
repercusiones posteriores: la Semana Trágica barcelonesa, la represión
maurista, la ferrerada...; 1921 -el tristemente célebre desastre de Annual (por
fortuna compensado luego con la ejemplar reconquista conducida por Berenguer,
pero origen a su vez de la dictadura primorriverista). Y 1936 -punto de
arranque de nuestra lamentable guerra civil, que en Melilla se adelantó al 17
de Julio-. Últimos, pero importantes acontecimientos de un largo proceso
histórico, pautado por la tenacidad y el heroísmo: un proceso iniciado en los
últimos años del siglo XV -cuando, como ya he advertido, no había iniciado aún su
«ascenso» la monarquía alauita, diseñadora del actual reino de Marruecos-, en
una coyuntura histórica estudiada magistralmente por el profesor Suárez
Fernández. Pero si Melilla fue entonces como un atrevido desafío a la amenaza
turca, y una garantía de seguridad para el occidente mediterráneo, hoy sigue
siendo la avanzada de Europa -de la libertad, de la técnica, del progreso-: un
faro de luz que contrapone el siglo XXI a los últimos baluartes del Medioevo. Y
de nuevo se da en ella la convivencia de razas y credos que reproduce, en
nuestro tiempo, lo que Toledo fue, para España y para Europa, en el lejano
siglo XII.
Cuando me refiero a Melilla -por muchas
razones vinculada a mi biografía personal, aunque yo no naciera en ella (sólo
soy, gracias a la generosa iniciativa del actual presidente de la Comunidad,
señor Imbroda, «melillense de honor»-, evoco siempre, como una síntesis de lo
que la ciudad ha sido a lo largo del tiempo -carne de España-, el «mensaje» de
su camposanto, verdadero museo histórico, en el que se alzan los mausoleos de
las distintas armas y los osarios de las campañas que jalonan la historia
contemporánea de Melilla: 1894 (la guerra de Margallo), 1909, 1921, Monte
Arruit, la ruta de la reconquista, Alhucemas... En aquel remanso de paz, que
parece una gran terraza perfilada en sus murallas sobre el azul del mar y el
azul del cielo, queda simbolizada, como un compromiso de honor y de lealtad
hacia esas sagradas reliquias de sacrificio y de heroísmo, la perenne
españolidad de Melilla en los siglos futuros.
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