Teruel: El día que se rindió el
seminario
(Relato de uno de los que estuvo
presente en la rendición, soldado del ejército republicano)
Ocho de enero de 1938.
Ayer se rindió la Comandancia Militar de
Teruel, y su jefe, el coronel Rey d'Harcourt, firmó el acta de capitulación,
aclarando que en su rendición no entraba el Seminario ni el Convento de Santa
Clara, para lo cual dejaba en entera libertad al coronel Barba, jefe de dichos
reductos.
Pero el coronel Barba no deseaba
rendirse, quería morir como los héroes, pues más de una vez, pistola en mano,
atajó cualquier infiltración de los soldados republicanos.
Amaneció el día triste, nuboso, aunque
sin nevar. Hace días que no vemos el sol. Las calles todavía están llenas de
nieve, nieve que se resiste a desaparecer, ya que estamos con temperaturas de 6
o 7 bajo cero. El Seminario presenta un aspecto tétrico. La mayoría de sus
torres volaron por los aires, junto con sus defensores, mujeres y niños.
Ya lo dijo un comisario: «Aquí no pasará
como en el Alcázar de Toledo. Aquí morirá todo quisque».
¿Por qué tanta resistencia?
Hay resistencias que son inhumanas, y la
del Seminario era una de éstas.
Si comparamos el asedio del Seminario
con el del Alcázar de Toledo, veremos que este último casi fue un juego de
niños. Los zapadores hacían minas con una rapidez asombrosa y toneladas de
trilita hacían volar por los aires todo lo que entorpecía su expansión. Hay que
reconocer que la resistencia en el Seminario fue cosa de titanes. Los
asaltantes, con abundancia de bombas de mano -dinamiteros de Asturias-, iban
conquistando habitación por habitación, piso por piso, dejando ambos
contendientes infinidad de, cruces negras, Infinidad de muertos.
Parece que en la madrugada de hoy un
teniente auditor logra parlamentar con los defensores, diciéndoles que la
Comandancia Militar se ha rendido. El coronel Barba insiste en que él no se
rinde. Sobre las nueve de la mañana se trabaja activamente en terminar dos
minas, una en el Seminario y la otra en el Convento de Santa Clara. Si no se rinde
el reducto defendido por el coronel Barba dichas minas estallarán, a más
tardar, a las dos de la tarde. Una sección de nuestra compañía de zapadores
trabaja activamente calentando la correspondiente trilita.
Se presenta la Cruz Roja
Interviene la Cruz Roja Internacional
para tratar de evacuar a heridos, mujeres y niños. Parece que a ello accede el
coronel defensor, después de haber consultado al general jefe del Ejército del
Norte. Exigen pasaporte para los militares y civiles comprometidos. Naturalmente,
se deniega tal petición. Sobre las diez de la mañana, más o menos, se presentan
ante el Seminario los representantes de la Cruz Roja, y seguidamente empieza la
evacuación. No se oye ni el más ligero disparo. La guerra en el Interior de
Teruel parece haber terminado.
Sólo se oye el tronar de la artillería
enemiga que trata de romper el cerco y liberar a los sitiados. Algunos
habitantes de la ciudad se han acercado al Seminario extrañados de esta
anomalía. Nada más entrar la Cruz Roja se produce un caos en el interior del
edificio. Empiezan a salir heridos, pero no todos lo son. Algunos soldados y un
suboficial se han envuelto la cabeza con vendas y gasas y las han manchado
ligeramente de sangre. Estos mismos soldados son los que han luchado como
«fieras», valientemente, defendiendo el Seminario, y ahora sufren una
metamorfosis y se comportan de manera opuesta. Y es que el heroísmo y la
cobardía casi siempre son colectivos. Estaban convencidos de que morirían como
héroes pero, ahora, al divisar una ligera esperanza de salvar la vida, van en
busca de ella a cualquier precio.
Salen las mujeres llorando a lágrima
viva y visiblemente asustadas. Los niños, agarrados a sus faldas, atemorizados,
lloriquean... La propaganda las ha convencido de que serán violadas... y uno de
los niños pregunta: «Madre... madre... ¿dónde está el rabo que llevan los
rojos? Automáticamente, sin control de sus jefes, salen corriendo del Seminario
más de cien soldados, desertando. Huyen despavoridos, aunque contentos de salir
de aquella ratonera infernal.
Una mujer se acerca a nosotros. Está
desencajada, atemorizada. Intenta buscar protección. «Sois catalanes, ¿verdad?
-pregunta-. Yo también. Me casé con un turolense. «Dicen... »
Le contestamos que no tenga miedo, que
la ciudad está bajo el control de una brigada disciplinada. El coronel Barba
trata por todos los medios de que no cunda el pánico. Habla con sus oficiales,
la mayoría de los cuales opinan que deben rendirse. En cambio, muchos de los
civiles, falangistas comprometidos, piensan que deben morir con las armas en la
mano.
Los tenientes Izquierdo y Loeches, de la
Compañía de Zapadores de la 87 Brigada Mixta de Carabineros, mientras la Cruz
Roja evacua a los heridos y población civil, dialogan con un oficial que dicen
es el ayudante del coronel Barba, quien más o menos pide: «Como militar que me
he sublevado, que se me juzgue y se me fusile. Todo antes que morir despedazado
por una mina o aplastado por el derrumbe de una torre».
Los pocos oficiales que antes opinaban
como el coronel van engrosando el grupo de los que deciden rendirse. Aparece un
teniente republicano hecho prisionero en el interior del Seminario y
desaparecido ocho días antes. Eso es lo que dice él, pero un soldado nacional
lo delata como «pasado».
La guerra no tiene entrañas. Los
vencidos quieren hacer méritos ante los vencedores, como ocurriría al
terminarse la guerra. Ninguno de nosotros comprende cómo el citado teniente
quiso pasarse metiéndose en una ratonera. Y es que a veces los ideales no
tienen juicio.
Mientras la Cruz Roja cumple su
cometido, inspeccionando a los presuntos heridos de guerra, los carabineros de
nuestra brigada, la 87, van adentrándose en el Seminario, pisando terreno
todavía nacional, confraternizando con los defensores, a los, que algunos
entregan «chuscos» de pan y alguna prenda de abrigo. En estas circunstancias se
descuida la vigilancia, y los nuestros cada vez están más adentro. Ya es cerca
de la una de la tarde.
El control de la Cruz Roja marcha a
ritmo lentísimo. El coronel Barba se desespera. Intenta acudir a todos los
sitios, pues comprende que lo dejarán solo... y cuando sale de los muros del
Seminario, de un manotazo le arrebatan la pistola, y al instante es encañonado
por varios fusiles enemigos. No ofrece resistencia. Tampoco levanta las manos.
Su aspecto es digno y enérgico.
Puede estar satisfecho. Ha hecho todo lo
humanamente posible... aunque sin éxito. Un capitán de carabineros se hace
cargo del coronel y lo traslada inmediatamente a la Comandancia de ala 87
Brigada Mixta, sita en la calle Clavel, número 2, casi, tocando a la calle
Tozal, muy cerca de la plaza del Torico. Allí le espera el comandante Marquina,
jefe de la 87 Brigada, quien saludándole con el puño cerrado a la altura de la
sien, le dice:
-¡A sus órdenes, mi coronel! Según
órdenes, pronto llegará un automóvil que lo trasladará a Valencia.
El coronel contesta con el clásico
saludo del Ejército español al saludo republicano del comandante Marquina. Sin
el coronel, el Seminario ya no ofrece resistencia. Empiezan a salir jefes y
oficiales, que en general son bien tratados, y a los que se recibe con el
respeto que se debe a un vencido. Los que reciben
más burla son los sacerdotes, a quienes algunos soldados republicanos escupen
en la cara. Al salir el obispo de Teruel, doctor Polanco, un soldado trata de
arrebatarle el crucifijo -seguramente como botín de guerra-, pero se Interpone
un oficial republicano y el obispo es dejado en paz. Al entrar en la
Comandancia oímos cómo el obispo se dirige a nosotros -los enlaces de la brigada-
en el zaguán de la casa: «¡La paz sea con vosotros, hijos míos!» Vuelvo
al Seminario en busca del teniente Izquierdo, de mi unidad. Van saliendo los
últimos militares del reducto. Por lo general, van contentos; su porvenir es
incierto, pero, por lo menos, están con vida.
Ni plasma... ni tintura de yodo.
Nuestros soldados buscan algo de botín
entre los escombros, pero lo único que encuentran son mantas manchadas de
sangre que envolvían los cadáveres depositados en el atrio de la iglesia, y que
no olían porque las temperaturas bajo cero se lo impedían. Cuento más de
quinientos muertos. Nuestra brigada no le va a la zaga. Han sido baja entre
muertos, desaparecidos, heridos y evacuados por enfermedad más de mil
doscientos en una unidad de cerca de tres mil hombres. El servicio de
Intendencia empieza a recuperar los sacos de azúcar colocados. en las ventanas
para que sirvieran de parapetos defensivos.
Mi botín de guerra es una pistola
alemana "Parabellum", que todavía luce uno de los oficiales muertos.
Bajo a los sótanos. Todavía quedan muchos heridos. Aquello es dantesco. No
tenían nada. Ni plasma... ni tintura de yodo, por decir algo. Los militares
heridos están también asustados. Alguno dice que los vamos a rematar. ¿Cómo
podían tener ese concepto de nosotros? Oscurecía el día cuando el Seminario
quedó libre de militares y civiles.
El servicio de evacuación fue eficiente.
Y los heridos, en los hospitales de Mora de Rubielos, Segorbe y Sagunto
aquella noche descansarían por primera vez después de muchos días de insomnio y
de sufrimientos. Nosotros, los combatientes republicanos, nos abrazamos
contentos. Ha desaparecida la pesadilla del Seminario y, por ende, tal como nos
prometieron, seremos relevados, marcharemos con permiso a nuestras casas y
alguno de nosotros seguramente será ascendido. Esto es lo que dijeron, y que
radio «macuto» se encargó de difundir, aunque nadie pudo decir que salió de la
boca del teniente coronel Nieto, jefe de nuestra división, la 40 de
Carabineros. Pero no... No tuvimos permiso, ni descanso, ni ascenso. Cuando los
afortunados supervivientes descansamos de la guerra fue el 1 de abril de 1939.
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