Prim:
un asesinato anunciado
ABC
José
Ignacio de Solís y Zúñiga
Recientemente
han aparecido distintos trabajos pretendiendo haber resuelto uno de los grandes
misterios de nuestra historia todavía próxima: el asesinato del general Prim,
siendo presidente del Gobierno, el 27 de diciembre de 1870. Después de estudiar
tal tragedia accediendo a documentación inédita, y sin perjuicio de publicar en
su momento un detallado estudio, adelanto algunas reflexiones al lector:
Prim,
como la mayoría de los mortales, era hombre de luces y sombras, de valor e
inteligencia y de gran ambición, concretada en el poder y en el dinero.
Consiguió ambos objetivos; el segundo todavía perdurará entre sus
descendientes, pero el poder es difícil conservarlo, y cuando estaba en lo alto
de la cucaña, habiendo recogido el premio, el camino para recorrer era hacia
abajo y hubo muchos intereses para que la caída fuese fulminante.
Unía
múltiples fuerzas en su contra: aquellos que decían seguirle pero que aspiraban
a ocupar su sillón, los que se consideraban estafados o engañados por su
discurso contrapuesto a sus actos y quienes veían que la política que llevaba a
cabo perjudicaba letalmente sus intereses. Todas se unieron en una compleja
conjunción.
La
autoría de quienes ejecutaron el atentado en aquella fría tarde-noche es
prácticamente conocida. Cierto es que existe alguna discrepancia entre cuál de
los dos grupos que estaban al acecho fue el que realizó los disparos, si el
grupo de los que podíamos calificar como «elementos políticos salvapatrias» o
el de los asesinos a sueldo, dirigidos estos por José María Pastor, a la sazón
jefe de la seguridad personal del general Serrano, regente del reino.
El
problema no resuelto, y tal vez irresoluble, deviene de la identificación de
los que complacidos vieron la tragedia desde la barrera; y viene al caso la
frase atribuida a la viuda de Prim, al contestar al recién llegado don Amadeo
cuando este le promete no descansar hasta encontrar a los asesinos de su
marido: «Pues no tendrá que mirar más que a su alrededor».
Cierta
o no la frase, encontraremos en aquel momento de salutación, y acompañando al
nuevo rey, al general Serrano con el Gobierno en pleno y las más altas
autoridades de la nación.
He
aludido a «políticos salvapatrias» radicales: aquí me refiero a republicanos
extremistas inflamados por la oratoria del diputado Paúl y Angulo y de su
periódico «El Combate», que vertía contra Prim todo tipo de excesos. Se sentían
defraudados porque le habían apoyado a cambio de que trajera la república y les
había procurado la monarquía de don Amadeo.
Entre
estos defraudados figurará también el duque de Montpensier, quien había
entregado fuertes sumas de dinero para que el general se sumase a la sucesión
dinástica que representaba su esposa, la Infanta María Luisa Fernanda, hermana
de la destronada Isabel II, y había llegado a concluir que Prim le hacía
extensivo el repudio a los Borbones.
También
frustraría a los patriotas cubanos, quienes, al corriente de los tratos de Prim
con los Estados Unidos, consideraron que, una vez destronada Isabel II y
encumbrado al poder efectivo el general, conseguirían de inmediato la
independencia.
Junto
a estos grupos se situaban aquellos para quienes la figura de Prim representaba
el tapón de la botella que impedía sus ambiciones políticas: No sólo era
Serrano quien quedaba fuera de juego con la llegada de don Amadeo,
extinguiéndose la figura de regente. El magnicidio encumbraría también a
Sagasta, el íntimo de Prim, la alternativa de la izquierda en el diseño
político de Cánovas cuando llegase la restauración y quien se haría con el
control de la masonería. Hablamos del ministro de la gobernación, es decir del
máximo responsable de esa seguridad que sospechosamente fue inexistente el fatídico
27 de diciembre.
Otro
grupo contrario a Prim lo representaba el dinero amenazado, y es decisivo, pues
financia el crimen y consigue colocar en América a los asesinos materiales:
Las
aludidas conversaciones mantenidas con los Estados Unidos por parte del general
llegaron a ser conocidas por los cubanos españolistas que con razón sospecharon
que bien mediante venta, bien a través de una convenida hipoteca, la isla
pudiese depender del gigante americano del norte, y circularán por esta vía dos
grupos con el mismo objetivo: el de los que adivinan en la postura de Prim un
delito de traición y el de quienes advierten su ruina económica.
Y
termino estas pocas líneas con la enemistad procurada con el desprecio a la
tradición dinástica y la gravísima ofensa a los partidarios de tal forma de
gobierno. Si Isabel II había sido destronada por su mal oficio, había un orden
de sucesión que no respetó y que el tiempo restauró, pero ello se llevaría a
cabo después de la renuncia de un don Amadeo tan bienintencionado como abúlico
y de una república incapaz de sostenerse. Serían los siguientes capítulos de
nuestra historia como nación.
Por
José Ignacio de Solís y Zúñiga, historiador
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