Por
RICARDO GARCÍA CÁRCEL. Catedrático de Historia Moderna.Universidad Autónoma de
Barcelona
(…) El seny sería una de las características
definitorias del carácter catalán, sinónimo de sentido común, de prudencia, de
pragmatismo. La verdad es que, históricamente, no han faltado testimonios del
presunto seny catalán.
Ahí
está la Cataluña del reinado de Carlos II, con su constatada voluntad de
colaboración en la política económica de la monarquía española. Ahí está la
Cataluña de la segunda mitad del siglo XVIII con Antoni de Capmany a la cabeza.
Ahí está la Cataluña de la Restauración, de Víctor Balaguer -ministro de
Ultramar con Sagasta- o Cambó -ministro de Fomento y Finanzas con Maura-. Ahí
está la Cataluña de Vicens en los años cincuenta del siglo XX.
Pero
la historia real de una Cataluña dialéctica y posibilista, no puede ni debe
hacernos olvidar que Cataluña ha hecho gala muchas veces de una variable
caracteriológica, que sería como el contrapunto de la anterior: la rauxa.
Su
traducción literal sería: determinación irreflexiva, no madurada que, en la
práctica, se ha venido utilizando con el sentido de pasión, de violencia
abrupta, de volcánica fiebre que lo arrasa todo.
Siempre
he creído que el tantas veces esgrimido seny ha sido más bien el fruto del
aprendizaje que las expresiones periódicas de la rauxa han dejado como
sedimento histórico metabolizado por las generaciones que han sufrido las
consecuencias de tales accesos de desmesura.
El
seny de Feliu de la Peña no es sino la derivación de la experiencia
revolucionaria y secesionista de la Cataluña de 1640, en la que los catalanes,
en la famosa jornada del Corpus de Sangre del 7 de junio de 1640, mataron al
virrey y se separaron durante once años y medio de la monarquía de Felipe IV,
convirtiéndose en provincia francesa.
De
aquella experiencia nefasta para Cataluña, que descubrió que el centralismo
francés era mucho peor que el de Olivares, nació el seny de la Cataluña de
fines del siglo XVII.
Pocos
años después, volvió el conflicto, aunque con otra naturaleza. En 1704, en el
marco de la guerra de Sucesión, los catalanes decidían mayoritariamente apoyar
la candidatura como rey de España del archiduque Carlos frente a la del rey
legítimo, según el testamento de Carlos II, Felipe V.
Su
radicalismo sólo fue comparable a su inconsciencia estratégica, que les llevó a
quedarse solos frente a Felipe V y los franceses, con su querido pretendiente a
rey, Carlos, desplazado a Viena desde 1711 para ejercer como Emperador y, por
lo tanto, sin ni siquiera un candidato a rey ni apoyos efectivos entre los
aliados tras el tratado de Utrecht. Sin norte, sólo les quedó el heroísmo de la
resistencia final de 1714. La Cataluña de Capmany es el fruto de aquella
experiencia que acabó conduciendo a los catalanes hacia metas económicas
desarrollistas, aparcando sus sueños reivindicativos.
Luego
vino el agitado siglo XIX, con las llamadas bullangues insurreccionales en el
marco de lo que se ha llamado la revolución liberal con los toboganes políticos
de la dialéctica absolutismo-liberalismo; las guerras carlistas; los bombardeos
de Barcelona (uno protagonizado en 1842 por el inicialmente tan querido por
Cataluña, general Espartero; el otro, un año más tarde, protagonizado por el
propio Prim); la septembrina de 1868 y la Primera República federal, con dos
catalanes en la presidencia de la República, Estanislao Figueras y Francisco Pi
y Margall. Y la reacción con el seny de los catalanes de la Restauración: la
Exposición Universal de Barcelona de 1888; la explosión del ensanche
barcelonés; la edad de oro de la industrialización catalana; el modernismo...
con las primeras expresiones del catalanismo político pero también con no pocos
testimonios de sintonía entre la intelectualidad castellana y la catalana.
Después vino 1898, con la crisis de desilusión
de la burguesía catalana en la rentabilidad política y económica de los poderes
centrales. Y la rauxa se precipitó en torrente arrasador (la Semana Trágica de
1909, la crisis política, social y militar de 1917, el anarcosindicalismo
desatado y el pistolerismo en las calles)...
Los
antídotos violentos, con la Dictadura de Primo de Rivera como presunta
solución, fracasaron y el catorce de abril de 1931, Francesc Macià, como
presidente de la Mancomunitat catalana, proclamaba el Estat Català bajo el régimen
de una República catalana.
El
gobierno provisional de la República española envió a tres ministros (dos de
ellos eran catalanes, Domingo y D´Olwer) el 17 de abril a Cataluña para
negociar. De la negociación salió la marcha atrás de Macià con el acuerdo de
formar un gobierno provisional en Cataluña con el nombre de Generalitat y el
propósito de redactar un estatuto de autonomía para Cataluña, que sería
presentado a las Cortes Constituyentes.
En
diciembre de 1931, se aprobó la Constitución republicana y el Estatuto catalán
se aprobaría en septiembre de 1932, tras no pocas discusiones. En definitiva,
la República catalana sólo había durado tres días, después de los cuales su
proyecto político fue reconducido por los dirigentes de la República española.
Sin embargo, en octubre de 1934 volvería a plantearse el conflicto de nuevo, en
el contexto de la discusión sobre la Ley de Contratos de Cultivo. Companys,
como presidente de la Generalitat, proclamaba «el Estat Català de la República
Federal Espanyola».
La
cosa acabó como el rosario de la aurora, con una fuerte represión militar.
Después vendría el Frente Popular en 1936, el 18 de julio y las consecuencias
trágicas de la guerra incivil. Y el lento despegue catalán desde los años
cincuenta, con Vicens Vives promoviendo la necesidad de un replanteamiento de
la dialéctica Cataluña-Estado.
Rauxa
y seny.
La
historia de Cataluña debería enseñarnos mucho a todos acerca de los pecados de
irresponsabilidad y desmesura cometidos en nombre de Cataluña.
Y
en nombre de España.
Porque,
ciertamente, el sentido práctico, el famoso seny, esencia del pactismo catalán,
no tiene por qué ser privativo de los catalanes.
Nadie
puede negar la necesidad de ese sentido práctico en los tiempos que vivimos y,
de hecho, la Constitución de 1978 es un buen testimonio de las capacidades de
nuestro pragmatismo nacional. Pero
nunca hay que olvidar los límites de la plasticidad o elasticidad nacional.
Esos
límites los vivió y los sufrió la generación de Ortega y Azaña en los primeros
años de la República.
Ortega
en las Cortes Constituyentes, el 13
de marzo de 1932, decía: «El problema catalán es un problema que no se puede
resolver, que sólo se puede conllevar».
Y
Azaña, en sus Memorias, se manifiesta desmesuradamente pragmático: «Los
catalanes son nacionalistas. Si no son descaradamente separatistas (y muchos lo
son) débese a que no pueden separarse por la fuerza o no les conviene. Puestas
así las cosas, el problema consiste en decidir si conviene y es posible
resistir e imponerse por la fuerza, en caso necesario, o transigir con
moderación buscando una postura en la que podamos estar cómodos. La asimilación
de Cataluña es ya imposible, ni por la fuerza ni por la expansión del Estado.
Tenerles
sojuzgados, ¿de qué sirve? La política de Primo de Rivera condujo a envenenar
la cuestión. Exterminar a los catalanes no parece hacedero por muy unitario y
por españolista que sea; en tales condiciones, lo prudente es promover un
acuerdo que pueda ser principio de una reconciliación problemática. ¿Y qué le
hemos de hacer, si hay que dar, por conseguirlo, alguna torsión a los
principios jurídicos?». La verdad es
que pronto tuvo ocasión (en 1934) de tener amarga conciencia el citado Azaña de
los riesgos de la plasticidad y de la «torsión jurídica».
Mientras
en Cataluña algunos han esperado las elecciones de la Generalitat, como en la
obra de Samuel Beckett se espera al mítico Godot que ha de traer la felicidad
históricamente sublimada, convendría, entre tanto desparrame del imaginario
político, reivindicar los beneficios históricos del seny catalán frente a la
rauxa, del pragmatismo frente al fundamentalismo, pero teniendo bien presentes
los límites de la razón práctica sin la cobertura de la razón pura, los riesgos
del bricolaje de las «torsiones jurídicas», el inmenso vacío que significa
cualquier decisión política que no pase por la lealtad constitucional.
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