El rompecabezas del 23-f
Por Sabino Fernández Campo (ABC,
27/10/09):
Me encuentro hoy con la contradicción
que supone para mí atender la solicitud que me formula un amigo periodista para
que dedique unas consideraciones al tema que precisamente preferiría no
recordar ni contribuir a avivar en estos momentos. Porque, además, el propósito
de callarme se complementa con el riesgo que siempre encierra tratar cuestiones
que no comprendemos en su totalidad.
Pienso que el «23 de febrero de 1981» es
un rompecabezas, un gran puzle del que conozco bastantes piezas, pero me faltan
muchas otras decisivas para llegar a completarlo, encajándolas todas, y
construir el cuadro entero de un suceso que tuvo indudable transcendencia.
Decía André Maurois que «la importancia
de los acontecimientos siempre escapa a quienes los han presenciado». Y cuando
las circunstancias me situaron muy cerca de lo ocurrido en aquella fecha tan
señalada, en un determinado puesto, es posible que se hayan reducido las
posibilidades de mi visión de conjunto. La Historia es como un cuadro que ha de
contemplarse de lejos, desde una perspectiva no demasiado próxima, para poder
interpretar el conjunto. Sin embargo, tampoco deja de ser verdad que la obra de
arte pictórica se compone de una serie armónica de pinceladas que proporcionan
luz o sombra, relieves o veladuras, y detalles al parecer insignificantes, pero
que constituyen componentes imprescindibles de la totalidad, lograda con la
acumulación de las partes y capaz de producirnos una impresión general.
Desde este punto de vista, importante
pero limitado, quisiera destacar que el Rey actuó entonces utilizando correcta
y hábilmente las atribuciones que la Constitución le concede y que quizás sean
más importantes cuanto menos concretas y determinadas. La amplitud de la
facultad y obligación de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las
instituciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, y ostentar
el mando supremo de las Fuerzas Armadas», encierra un valor extraordinario y
significaron, en aquellas circunstancias difíciles del 23 de febrero de 1981,
el fundamento de unas decisiones que condujeron a la solución de la grave
crisis.
No es el momento de examinar el
contenido y alcance del precepto constitucional que encomienda al Rey el mando
supremo de las Fuerzas Armadas. Pero no hay duda de que, en aquellos momentos
excepcionales, S.M., al ordenar a los Capitanes Generales la obediencia a la
Junta de Jefes de Estado Mayor, restauró la autoridad del órgano superior de
mando en los Ejércitos. Y esta restauración de la organización militar era
condición indispensable para el funcionamiento efectivo del orden constitucional.
Los actos del Monarca fueron los estrictamente necesarios para tales
finalidades y no rebasaron el tiempo indispensable. El Jefe del Estado, al
ejercer este mando, en las circunstancias especiales que se habían producido,
restableció la unidad y disciplina de la institución militar y, como
consecuencia, pudo asegurar la vigencia de la Constitución.
En el orden civil, el Rey tomó también
las decisiones precisas para asegurar «el funcionamiento regular de las
instituciones», promoviendo a tal efecto una Junta de Secretarios de Estado y
Subsecretarios que aseguraron la continuidad del Estado y ejercieron las
funciones gubernamentales durante el tiempo en que los ministros se vieron en
la imposibilidad de hacerlo.
Las medidas promovidas por la iniciativa
y la autoridad del Rey encontraban asimismo su apoyo en la Ley de Régimen
Jurídico de la Administración del Estado y en el Decreto 1558/77, de 4 de
julio, que establece las funciones de los secretarios de Estado.
En cuanto al aspecto del refrendo, que
la Constitución requiere para los actos del Rey, no cabe duda, desde un punto
de vista moral, de que aquellas decisiones tomadas en momentos de excepción con
carácter provisional y casi siempre verbalmente, sin proyectarse en una
disposición oficial ni publicarse reglamentariamente, merecieron al siguiente
día el aplauso del Gobierno, de las Cortes, de los partidos políticos y del
pueblo español. Y ha de reconocerse, además, que ningún precepto constitucional
puede interpretarse de forma que conduzca a un absurdo o al aniquilamiento de
la propia Constitución a la vez que la concreción de los preceptos ha de
hacerse teniendo en cuenta las peculiaridades del caso planteado.
Antes del 23 de febrero de 1981 habían
sucedido en España muchas cosas, cuyo recuerdo tal vez se haya difuminado con
el paso del tiempo: asesinatos, por parte de ETA, de militares, miembros de las
Fuerzas de Seguridad y ciudadanos civiles; secuestros de personalidades
destacadas; ofensa al Rey en la Casa de Juntas de Guernica; nombramientos
militares considerados un tanto anormales; reconocimiento del Partido
Comunista, necesario en el fondo, pero que se produjo de forma despreciativa
para los militares que, por lo menos, habían creído recibir la promesa
contraria, sin que después se les aclarase la aconsejable decisión;
limitaciones políticas para los miembros de las Fuerzas Armadas que no se
aplican a otros sectores de la vida nacional…
Y tal vez, me atrevo a imaginar,
ejercicios peligrosos de civiles a quienes, siguiendo la tradición de los
«pronunciamientos» en la Historia de España, les gusta jugar con fuego para
impulsar la actuación militar y conseguir «cambios de timón», aunque luego la
marcha de las cosas tome un rumbo imprevisto y no puedan aprovecharse los
beneficios pretendidos.
Muchas veces caemos en el error de
juzgar tan sólo el final de un proceso y dejamos de lado los antecedentes que
se produjeron a través de él.
Por mi parte, renuncio a intentar
descubrir las nuevas piezas que me faltan del rompecabezas. Dejémoslo como está,
sin agitar la historia ya calmada. Quedémonos con las versiones,
afortunadamente contradictorias de los numerosos libros, artículos y estudios
escritos con relación a este triste tema y con los misterios que quedan
flotando sobre un acontecimiento que marcó un punto decisivo en la transición
política española, con sus consecuencias distintas para la Institución
monárquica, que gracias a la actuación del Rey consolidó su posición en la
democracia, y para las Fuerzas Armadas, desmoralizadas por el error que algunos
cometieron y por el desarrollo del Consejo de Guerra posterior.
Pero, en todo caso, deseo sinceramente
compartir mi sentimiento de dolor con el que sufrieron unos compañeros y amigos
míos muy queridos, de un patriotismo acreditado por los servicios prestados con
anterioridad, y que pagaron la culpa de equivocarse al aplicar sus
sentimientos.
No se trata de aducir ahora
justificaciones o disculpas sobre hechos ya juzgados. Pero tampoco de continuar
indagando para descifrarlos por completo.
En ocasiones «el que busca afanosamente
la verdad, corre el riesgo de encontrarla».
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