Nación y "nacionalidades"
Julian Marias 15 ENE 1978.- Tribuna “El
País”
España ha sido la primera nación que ha
existido, en el sentido moderno de esta palabra; ha sido la creadora de esta
nueva forma de comunidad humana y de estructura política, hace un poco más de
quinientos años -si se quiere dar una fecha representativa, sería 1474-.
Antes no había habido naciones: ni en la
Antigüedad, ni en la Edad Media habían existido; ni fuera de Europa.
Poco después de que España llegara a
serlo, lo fueron Portugal, Francia, Inglaterra; con España, la primera
«promoción»; más adelante, Holanda, Suecia, Prusia;. en un sentido peculiar,
Austria, y desde fines del siglo XVII empieza a germinar algo así como una nación
dentro de Rusia. Italia y Alemania no llegan a ser naciones hasta hace un siglo
(aunque se sentían ya así, social si no políticamente, mucho antes, y
verdaderamente lo eran).
Políticamente, las expresiones
«Monarquía española» y «Nación española» han precedido largamente a «España».
El Tesoro de la lengua castellana o
española, de Sebastián de Covarrubias (1611), da esta definición: «NACION.
Del nombre latino natio, is, vale reyno o provincia estendida, como la nación
española.»
Ricardo de la Cierva, en un artículo
impecable, acaba de recordar lo que ha sido siempre, cuantitativamente incluso,
el uso constitucional de las expresiones «Nación» y «Nación española».
Hasta hace unos días, el anteproyecto
de Constitución recién elaborado arroja por la borda, sin pestañear, la
denominación cinco veces centenaria de nuestro país. Me
pregunto hasta dónde puede llegar la soberbia -o la inconsciencia- de un
pequeño grupo de hombres, que se atreven, por sí y ante sí, a romper la
tradición política y el uso lingüistico de su pueblo, mantenido durante
generaciones y generaciones, a través de diversos regímenes y formas de
gobierno.
En la época en que el nombre «nación»
se usa abusivamente -Naciones Unidas- por todos los países que son o se creen
soberanos, desde los más grandes hasta los que apenas se encuentran en el mapa,
con estructuras sociales y políticas que nada tienen que ver con la de la
nación, resulta que la más vieja nación del mundo parece dispuesta a dejar de
llamarse -y entenderse- así.
El anteproyecto recurre a cualquier
arbitrio imaginable con tal de escamotear el nombre «Nación»: «sociedad»,
«pueblo», «pueblos» y, sobre todo, «Estado español» -la denominación que puso
en circulación el franquismo por no saber bien cómo llamarse, que ha ocupado
tantos años los membretes de los impresos oficiales- Pero ocurre que estos
conceptos no son sinónimos; y usarlos como si lo fueran significa una falta de
claridad sobre las realidades colectivas, disculpable en la mayoría de los
hombres, pero no en los autores de una Constitución.
Ahora que la Iglesia -sabiamente- ha
añadido a los pecados de pensamiento, palabra y obra los de omisión, la de la
palabra Nación en el texto constitucional propuesto resulta difícilmente
perdonable. En él, en efecto, nunca se dice que España es una
nación, lo cual equivale a decir que España no es una nación, ya que en ese
texto era necesario decirlo. Me gustaría computar -en caliente, directamente-
lo que de ello piensan los españoles, si se dan cuenta de lo que se intenta
hacer con su país, es decir, con ellos (y con sus descendientes).
Pero no es esto sólo. La idea
nacional se cuela en el anteproyecto, como de pasada, en el artículo dos, que
dice así: «La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la
solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran.»
Yo no sé qué quiere decir que la
Constitución «se fundamenta en la unidad de España»; entendería que la
reconozca o la afirme o la proclame; pero esto no es demasiado grave. Sí lo es
que el texto diga que integran España «nacionalidades y regiones».
Explicaré por qué me parece así.
Esta Constitución, tan enemiga de toda «
discriminación », la practica aquí en las más serias cuestiones.
Según ella, hay en España dos realidades
distintas, a saber, «nacionalidades» y «regiones».
En una Constitución, habría que decir
cuáles son -y me gustaría saber quién se atreve a hacerlo, y con qué
autoridad-.
Pero lo más importante es que no hay
nacionalidades -ni en España ni en parte alguna-, porque «nacionalidad» no es
el nombre de ninguna unidad social ni política, sino un nombre abstracto, que
significa una propiedad, afección o condición.
El Diccionario de Autoridades (1734)
dice: «NACIONALIDAD. Afección particular de alguna nación,. o propiedad de
ella.» Y la última edición (1970) del Diccionario de la Academia la define así:
«Condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación. 2.
Estado propio de la persona nacida o naturalizada en una nación. »
Es decir, España no es una
«nacionalidad», sino una nación.
Los españoles tenemos «nacionalidad
española»; existe la «nación España», pero no la «nacionalidad España» -ni
ninguna otra-.
Con la palabra «nacionalidad», en el
uso de algunos políticos y periodistas en los últimos cuatro o cinco años, se
quiere designar algo así como una «subnación»; pero esto no lo ha significado
nunca esa palabra en nuestra lengua. El artículo del anteproyecto no sólo viola
la realidad, sino el uso lingüístico.
Algunos defensores de esa acepción
espúrea de la palabra «nacionalidad» invocan el precedente del famoso libro Las
nacionalidades, publicado hace poco más de un siglo por D. Francisco Pi y
Margall, catalán, republicano federal, uno de los presidentes del poder
ejecutivo de la efímera I República Española (febrero de 1873 a enero de 1874).
Ahora bien, al invocar ese libro
demuestran no haberlo leído.
Porque Pi y Margall no llamó nunca
«nacionalidades» a ningún tipo de unidades político-sociales, ya que sabía muy
bien la lengua española en que escribía -en que escribió tan copiosamente- Las
«nacionalidades» de que habla son, no Francia, España, Alemania, Suiza o
Estados Unidos, sino la nacionalidad francesa, la española, la alemana, la
suiza, la norteamericana, etcétera. Usa la expresión en el sentido en que -todo
el siglo XIX habló del «principio de las nacionalidades».
A las naciones, Pi y Margall las
llamaba «naciones»; y a lo que solemos llamar «regiones», casi siempre las
denominaba con la vieja palabra romana, de amplísima significación,
«provincias».
Lo que pasa es que resulta más cómodo
leer títulos que libros, y los antiguos, ni siquiera solían tener las
socorridas solapas que tantas veces simulan un conocimiento inexistente.
Al hablar -con entusiasmo- del principio
federalista, que Pi y Margall pretendía aplicar a todos los niveles, desde el
municipio hasta Europa, escribe, por ejemplo:
«Yerra
el que crea que por esto se hayan de disolver las actuales naciones
¿Qué
había de importar que aquí, en España, recobraran su autonomía Cataluña,
Aragón, Valencia y Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León,
Asturias, las Provincias Vascongadas, Navarra, las dos Castillas, las islas
Canarias, las de Cuba y Puerto-Rico, si entonces como ahora había de unirlas un
poder central, armado de la fuerza necesaria para defender contra propios y
extraños la integridad del territorio, sostener el orden cuando no bastasen a
tanto los nuevos Estados, decidir las cuestiones que entre éstos surgiesen y
garantizar la libertad de los individuos.
La
ración continuaría siendo la misma.
Y
¿qué ventajas no resultarían del cambio?
Libre
el poder central de toda intervención en la vida interior de las provincias y
los municipios, podría seguir más atentamente la política de los demás pueblos
y desarrollar con más acierto la propia, sentir mejor la nación y darle mejores
condiciones de vida, organizar con más economía los servicios y desarrollar los
grandes intereses de la navegación y el comercio; libres por su parte las
provincias de la sombra y tutela del Estado, procurarían el rápido
desenvolvimiento de todos sus gérmenes de prosperidad y de riqueza: la
agricultura, la industria, el cambio, la propiedad, el trabajo, la enseñanza,
la moralidad, la justicia. En las naciones federalmente constituidas, la ciudad
es tan libre dentro de la provincia como la provincia dentro del cuerpo general
de la República.»
Pi y Margall extiende la misma
Consideración a otras naciones:
«Otro
tanto sucedería en Francia si se devolviese a sus provincias la vida de que disfrutaron,
y en Italia, si se declarase autónomos sus antiguos reinos y repúblicas, y en
la misma Inglaterra, si lo fuesen Escocia e Irlanda... Inglaterra, Italia y
Francia seguirían siendo las naciones de ahora.»
Pi y Margall habla constantemente de
«grandes naciones» y «pequeñas naciones»: ni a unas ni a otras se le pasa por
la cabeza llamar «nacionalidades».
Y el libro III de Las nacionalidades se
titula La Nación española.
¿De dónde viene entonces este uso
caprichoso e inaceptable de la palabra «nacionalidad»?.
Es, simplemente, un anglicismo, de los
que tanto gustan los que no tienen mucha familiaridad con la lengua inglesa.
Si no me equivoco, procede de John
Stuart Mill, que en su tratado sobre Representative Government (1861) usó la
palabra nationality en su recta significación y, además, de manera imprecisa,
como designación de una comunidad.
Mill habla de feeling of nationality
(sentimiento de nacionalidad), French nationality (nacionalidad francesa),
etcétera. Pero también dice, por
ejemplo-, «A portion of mankind may be said to constitute a Nationality if they
are united among themselves by common sympathies which do not exist between
them and any others, etcétera.» («Puede decirse que constituye una Nacionalidad una
porción de humanidad si están unidos entre sí por simpatías comunes que no
existen entre ellos y otros cualesquiera, etcétera.»).
Por esta vía -una teoría polítíea
inglesa de mediados del siglo XIX- ha entrado en nuestra lengua una moda
recentísima, imprecisa, que aparece con alguna frecuencia en nuestros
periódicos y en los discursos de algunos políticos que acaso no saben muy bien
de qué hablan.
Parece demasiado que tan livianos
motivos determinen la Constitución de la Nación española, introduzcan una
arbitraria desigualdad entre sus miembros y pongan en pelígro la articulación
inteligente y fecunda de un sistema de autonomías eficaces, fundadas en la
realidad, no en oscuros rencores o en la confusión mental.
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