Azaña
ha estado oculto algunos días mientras se deshacía la madeja de un posible
golpe de Estado por algunos soñado para burlar los resultados del triunfo
electoral de Frente Popular.
Al
cabo, toma posesión de la Presidencia del Gobierno.
Se
suceden rápidos los acontecimientos y se reúne el Parlamento.
-Va
a ser usted vicepresidente para ser el jefe de la mayoría – me dice Azaña en su
despacho de la Castellana.
-
Don Manuel. No acepto –le replico.
-¿Se
siente usted degradado al ocupara la vicepresidencia? –me pregunta.
-No
–le atajo- es que yo no puedo ser el jefe de una mayoría integrada por los comunistas
para los que soy, y lo es usted, un burgués reaccionario, y por los socialistas
que preside Largo Caballero, quien en el pasado parlamento, hizo lo posible
para que como querían las derechas y de acuerdo con ellas, me anularan el acta
y, ahora, ha lanzado a sus gentes de Ávila a exigirme que renuncie a lo que
acabo de ganar en muy dura y limpia lucha. Ni unos ni otros se sentirían
representados por mí; ni yo podría representarse dignamente. Cuando se le
descomponga el Frente Popular, que será pronto, cuente usted conmigo para
organizar una nueva mayoría.
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“No
me llevéis al poder si no me vais a dejar gobernar”, había dicho Azaña en su
discurso del gran mitin de Comillas.
Conocía
la situación de las gentes de la izquierda, ciertamente no más exaltadas que
las gentes de derecha, pero éstas al otro lado de la barricada y las
apostrofadas le seguían. Sus temores, que no profecías, se cumplieron.
Sus
palabras serenas habían defraudado a los energúmenos. Azaña, inteligente y
sagaz, que hubiese gobernado atinadamente un país no sacudido por la tempestad,
carecía de fibra para sortear la difícil prueba. Alguna vez le he visto hundido
en su silla, inmóvil, agotado…
-Albornoz,
no puedo más. Qué país! ¡Qué momento!.
Había
sido un terrible error destituir a don Niceto. Un error explicable por la
actitud del mismo frente al gobierno, pero funesto y suicida para la república.
La
situación se agravó tras el acuerdo.
La
misma noche en que instalamos a Martínez Barrio en palacio, unos señoritos
pistoleros estuvieron a punto de matar a mi hermano en lugar de matarme. Le
salvó su diferente arquitectura de la mía y el haber sido cubierto por su
heroica mujer. Y a mi el haber llegado tarde a casa.
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