Por Patxo Unzueta (EL PAÍS, 15/04/10):
Jorge Semprún nació en Madrid en 1923,
se exilió en Francia en 1939, formó parte de la Resistencia, estuvo preso en un
campo de concentración nazi, luchó contra Franco en la clandestinidad, fue
disidente antiestalinista y ministro de un Gobierno socialista en España.
Además, Semprún es un gran escritor. En pocas personas la vida y ese oficio
avanzan tan unidos: es a la vez autor y protagonista de gran parte de su obra.
No es casual que así sea, pues su biografía es en sí misma novelesca.
Pero hay algo en esa biografía que no
resulta exactamente novelesco, aunque sí admirable: Semprún ha estado en cada
momento en el lugar en el que había que estar. No es difícil hallar personajes
que, al contrario, se caracterizan por llegar siempre tarde, cuando el peligro
ha pasado; personas que se sintieron sinceramente antifranquistas, pero sólo
después de la muerte de Franco, o cinco minutos antes; combatientes de la
Resistencia cuando la División Leclerc desfilaba ya por los Campos Elíseos;
críticos con las dictaduras del Este europeo después de la caída del Muro.
No es necesario recordar que Semprún no
aguardó a que la historia decidiera de qué lado estaba la razón, o al menos las
mejores razones, para comprometerse con una causa que resultó la más humana, o
la menos inhumana, de cada momento.
El lunes pasado estuvo en Buchenwald, el
campo nazi en el que fue recluido a sus 19 años. En su discurso, cuyo contenido
había adelantado en EL PAÍS una semana antes, consideró que Buchenwald es un
lugar idóneo para hablar de Europa (de la tragedia de la Europa del siglo XX),
pues tan sólo tres meses después de ser liberado por los aliados fue reabierto
por los soviéticos que ocupaban esa zona de Alemania. Y añadió, teniendo a la
vista la chimenea del crematorio nazi y el bosque plantado por las autoridades
de la RDA para ocultar las fosas comunes en las que enterraron a miles de
presos del campo, que sólo tras la caída del Muro pudo Buchenwald “asumir sus
dos memorias, su doble pasado” nazi y estalinista.
Cuando escribió el artículo ignoraba que
dos días antes de leerlo en Buchenwald se produciría el accidente aéreo en el
que perecieron el presidente y gran parte de la cúpula del Estado polaco, que
se dirigían precisamente a rendir homenaje a las víctimas de la matanza de
Katyn, un bosque próximo a la ciudad rusa de Smolensk en el que fueron
asesinados en 1940 por los soviéticos miles de soldados y gran parte de la
élite dirigente polaca. Ese nombre ha quedado unido para siempre a la infamia,
además, porque durante decenios los soviéticos aseguraron que la matanza la
habían perpetrado los nazis.
Las dos memorias. El mismo día en que
Semprún leía su discurso en Buchenwald, se publicaba en La Vanguardia un
memorable artículo en el que Antoni Puigvert reseñaba un libro de Miquel Mir y
Mariano Santamaría sobre la violencia anticlerical en la Cataluña republicana
de 1936, cuyas atrocidades no difieren mucho, dice Puigvert, de las que
sufrieron los republicanos asesinados con extrema impiedad por patrullas
falangistas en la zona ocupada por Franco. El argumento de que no es comparable
una violencia con la otra, aduciendo que la de los franquistas fue sistemática
mientras la otra era obra de incontrolados y fruto de la justa ira popular, o
porque no es equiparable el número de víctimas de un lado y otro, pesa poco
para cada memoria humana particular, a la que la estadística difícilmente
aporta consuelo.
Las víctimas del lado franquista ya
tuvieron su reconocimiento en los 40 años posteriores, se alega también. Pero
de lo que se trata es de la asunción de las dos memorias; el reconocimiento por
la España democrática de todas las víctimas injustamente asesinadas en ambos
bandos es condición para fundar una memoria compartida. Pareció así establecido
hasta hace poco, pero la herida ha vuelto a sangrar y el tema está ahora más
candente que nunca por el inminente juicio al juez Garzón.
Paul Watzlawik teorizó hace años sobre
lo que llamó ultrasoluciones: la fórmula infalible para convertir un problema
en irresoluble es buscarle una solución tan extrema que provoque el caos.
Garzón buscó una solución exagerada para atender al amparo solicitado por
familiares de víctimas del franquismo que querían inhumar a sus deudos, y,
queriendo justificar su competencia como juez penal en el caso, tomó
iniciativas cada vez más radicales, incluyendo una reinterpretación de la Ley
de Amnistía de 1977 como equivalente a las de punto final del Cono Sur. Con
efectos fuera del marco judicial, tan delirantes como el surgimiento de voces
que reclaman la derogación de la Amnistía de 1977 con el argumento de que fue
un autoindulto franquista. O el deslizamiento desde la deslegitimación de la
Transición, por haber permitido gobernar a los herederos del franquismo, a la
del Estado democrático.
Al aceptar a trámite las querellas por
prevaricación, el magistrado Varela también optó por la vía de la
ultrasolución. La prevaricación no sólo es un delito gravísimo; también lo son,
al margen de cuál sea la sentencia, las consecuencias del enjuiciamiento mismo,
que implica la suspensión cautelar del magistrado (y el cuestionamiento de su
autoridad moral). Los argumentos para dar vía libre al procedimiento contra
Garzón (lo afirmado en la querella “no es algo que pueda considerarse ab inicio
ajeno al tipo penal de la prevaricación, al menos como hipótesis”, etc.)
podrían ser empleados por querellantes audaces contra Varela, como ya han
anunciado dos asociaciones de memoria. Seguramente hay muchas personas
contrarias a las iniciativas de Garzón, pero más contrarias a que por ellas se
le inhabilite. Lo cual tal vez explique en parte esta ola aparentemente
imparable que nos anega.
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