Historia de España
domingo, 2 de
diciembre de 2012
viernes, 29 de
octubre de 1982
El Partido
Socialista, con 201 escaños, consigue la mayoría absoluta para gobernar la
nación
Fraga
será la oposición, con 105 diputados, mientras se hunden el centro y el Partido
Comunista
La izquierda
vuelve al poder en España,_después de más de 43 años de Gobiernos de derechas,
con el rotundo triunfo electoral del Partido Socialista Obrero Español (PSOE),
que ayer consiguió, con 201 escaños, la mayoría absoluta en las terceras
elecciones legislativas celebradas después de la muerte del general Franco, en
1975. La coalición de derechas integrada por Alianza Popular y el Partido
Demócrata Popular (PDP) se convierte en la fuerza más importante de la
oposición, con 105 diputados. El PSOE recibió el voto de más de 9.800.000
españoles (46%), frente a los 5.412..401 (25,3%) de Alianza Popular, según los
resultados totales provisionales. El presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo
Sotelo, no obtuvo escaño. La jornada electoral estuvo dominada por una
participación masiva, más del 79% del censo, y una absoluta normalidad.
Felipe
González Márquez, de cuarenta años de edad, que será con toda probabilidad el
nuevo presidente del Gobierno español, afirmó esta madrugada, en su primera
declaración al país tras la victoria, que "estamos preparados para llevar
a cabo la responsabilidad que el pueblo español ha puesto en nuestras
manos". El futuro primer ministro pidió el apoyo de todas las
instituciones y de todos los sectores sociales para lograr el objetivo de
"sacar España adelante".Los electores decretaron ayer la práctica
desaparición de la escena política de los Partidos de centro, UCD (once
diputados) y CDS (dos), así como del PCE, que sólo consiguió cinco diputados.
La jornada
electoral y la celebración, en la madrugada, del triunfo socialista en las
principales ciudades transcurrió con absoluta normalidad. En Madrid, miles de
personas celebraron, en la calle Mayor y en la carrera de San Jerónimo, la
victoria socialista. Un portavoz militar afirmó anoche que "el Ejército
español respetará el resultado de las elecciones", y precisó que "la
tranquilidad en el seno de las Fuerzas Armadas es total". El dirigente de
la patronal, Carlos Ferrer, felicitó al PSOE y dijo que no teme a los
socialistas en el poder, a pesar, precisó, del peligro de un aumento de la
inflación y el paro.
El tirón
socialista tuvo su reflejo en Euskadi y Cataluña, donde los socialistas
superaron ampliamente anteriores resultados electorales y se convirtieron en la
primera fuerza en Cataluña y en la segunda, muy próxima al PNV, en el País
Vasco.
Convergéncia i
Unió logró doce diputados y el PNV ocho. El nacionalismo de izquierda obtuvo
tres diputados en el País Vasco: dos para Herri Batasuna y uno (dudoso) para
Euskadiko Ezkerra. En Cataluña, Esquerra Republicana logró un escaño. El PSA y
la extrema derecha desaparecen del Parlamento. Tejero obtuvo en todo el país
25.022 votos y Blas Piñar no renovó su escaño.
Manuel Fraga,
líder de la alianza conservadora, manifestó su satisfacción por el resultado
alcanzado, y afirmó que "se convertirá en una oposición eficaz al futuro
Gobierno socialista". "Serviremos", añadió, "honestamente a
la consolidación de la paz civil y al sistema constitucional".
Landelino
Lavilla felicitó personalmente a Felipe González y manifestó que había habido
"una respuesta a los estímulos de radicafización. Se demuestra que cuando
el centro se desvía a la derecha se producen derrotas y decepciones".
El presidente
del Gobierno garantizó que no habrá vacío de poder en el período que resta
hasta la investidura del nuevo primer ministro.
La investidura
del nuevo presidente del Gobierno
Sólo los
grupos de Fraga y Lavilla se opusieron a la investidura de Felipe González
La revolución felipista
La España de
1982 convivía con el miedo al golpismo y al terrorismo, una inflación del 14% y
dos millones de parados. El centrismo estaba agotado. Jóvenes dirigentes
socialistas se ofrecieron a “cambiar” esa situación y la sociedad les creyó:
202 diputados, mayoría de récord
Joaquín Prieto
2 DIC 2012 - 00:00 CET1
Ese mismo
partido socialista que hoy atraviesa horas bajas no solo representaba la gran
esperanza del pueblo de izquierdas, treinta años atrás, sino de una parte
considerable de la sociedad en su conjunto. Los españoles de la época usaban
las libertades recién recuperadas y tenían expectativas de futuro, sí, pero
convivían con las amenazas golpistas, las agresiones del terrorismo (37
asesinatos de ETA en 1982) y una crisis económica muy mal resuelta, producto
del choque petrolero del decenio anterior. El prestigio de la democracia recién
recuperada distaba mucho de ser unánime: a principios de los años ochenta,
apenas la mitad de los españoles prefería la democracia a cualquier otra forma
de gobierno. El resto dudaba, le daba igual o no sabía qué decir. Incluso uno
de cada diez se mostraba de acuerdo en que “en algunas circunstancias un
régimen autoritario, una dictadura, puede ser preferible al sistema
democrático”, según una encuesta del CIS de la época.
La
sociedad de 1982 necesitaba estar más segura de la firmeza del terreno que
pisaba. El partido centrista en el poder prácticamente se había deshecho en
querellas y conspiraciones intestinas. Felipe González y los suyos prometieron
“cambiar” ese panorama y obtuvieron el respaldo de casi diez millones de votos,
traducidos en 202 escaños, la mayoría parlamentaria de un solo partido más
aplastante que ha habido en España. Eso implicó una barrida de UCD, que llevaba
algo más de cuatro años en el poder, y ese vaciamiento del espacio político del
centro está en el origen del proceso de polarización política vivido por este
país, que no ha dejado de acentuarse desde entonces en términos cada vez más
agrios.
Pero ahora se
trata de volver al 2 de diciembre de 1982. Cuando Felipe González recibió su
primera investidura como jefe del Ejecutivo carecía por completo de experiencia
de gobierno. No podía ser de otra forma. La rodadura política del nuevo
presidente se había realizado en el seno de su partido, en las negociaciones de
la Transición o en sus contactos con Willy Brandt y Olof Palme, los principales
mentores europeos del PSOE renovado. González había protagonizado una batalla
para separar al partido de toda identificación con el marxismo, pero se guardó
de internarse en otros vericuetos ideológicos. Nada más llegar a La Moncloa,
prefirió reivindicarse sobriamente como nacionalista; fue en declaraciones a
Juan Luis Cebrián, el entonces director de EL PAÍS:
“¿Sabes lo que
dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de
jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la
recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del
español...”.
A principios
de los años ochenta, apenas la mitad de los españoles prefería la democracia a
otra forma de Gobierno
Antes había
dicho que “el socialismo de hoy no puede tener como única referencia a la clase
obrera” o que “el cambio únicamente es posible ahora por la reforma, no por la
revolución”. Más allá de cuanto expresaba en público, tiene interés el resumen
de ideas que le hizo a Alfonso Guerra en privado, la víspera de la investidura.
Este lo cuenta así en sus memorias, publicadas muchos años después de las
divergencias políticas que le separaron de su antiguo amigo:
“Mira,
Alfonso, yo estaría totalmente satisfecho si logramos cuatro éxitos claros: la
consolidación de la democracia, que los españoles no sigan pendientes de que un
militar pueda asaltar el Estado; enderezar la economía, reducir la brutal
inflación y el galopante paro; frenar el terrorismo en la perspectiva de su
desaparición a largo plazo; y colocar a España en la senda europea y en la
realidad internacional”.
¿Era eso un
programa nacionalista? En todo caso apuntaba un “cambio” pragmático. La cabeza
que pensaba de ese modo no albergaba proyectos de intervencionismo del Estado
en la economía ni de redistribución rápida de la riqueza, menos aún ideas
radicales. Al servicio de esa estrategia se había organizado un partido
moderadamente de izquierdas, que atrajo a muchas personas: frente a los 8.000
militantes que dijo tener en el congreso de 1976 (el primero celebrado en
España tras la muerte de Franco), las peticiones de afiliación se dispararon
hasta las 100.000. En la un tanto atropellada “apertura a la sociedad” entró de
todo, arribistas incluidos, según dirigentes sensatos de la época.
Jóvenes y
misóginos
Frente
a los 8.000 militantes que tenía el PSOE en 1976, las peticiones de
afiliación se dispararon a 100.000
Felipe
González nombró un Gobierno joven (41 años de media, ligeramente por encima de
su propia edad), en su mayoría gente de la clase media acomodada, la mayoría de
perfil socialdemocrático y con experiencias profesionales más allá de la
política.
Desde semanas
antes, el dirigente socialista se había decantado por la ortodoxia de Miguel
Boyer como ministro de Economía y Hacienda —el más “fijo” en la lista del
primer Gobierno, según numerosos testimonios—, limitando la acción y la
retórica de su propio partido. Alfonso Guerra se tomó su tiempo antes de
aceptar la vicepresidencia del Gobierno. Como presidente del Congreso fue
elegido el jurista Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución.
La sensibilidad
del PSOE hacia la participación de mujeres en la política era tan corta que se
tradujo en su ausencia total del primer Gabinete de González. Las imágenes de
la época no dejan lugar a dudas: 17 trajes de corte masculino en el posado ante
el palacio de la Moncloa y en la mesa del Consejo de Ministros. Los miembros
del Gobierno recibieron instrucciones de acentuar la formalidad en el atavío
—alguno hubo de pasar corriendo por una tienda para equiparse en vísperas de la
toma de posesión—, desterrando panas y acentuando los símbolos más clásicos de
quien tiene el poder o al menos lo intenta.
También se
percibieron otros gestos en los primeros días. Por ejemplo, Guerra se
escandalizó al observar que Felipe González había prometido su cargo en La Zarzuela
ante un crucifijo y con la mano apoyada en un ejemplar de la Biblia. Le pareció
improcedente en un Estado no confesional y se movió para que eso no volviera a
ocurrir en su propia toma de posesión como vicepresidente y la de los demás
ministros. A partir de ahí se dio primacía al ejemplar de la Constitución en la
mesa donde los altos cargos formalizan la ceremonia de promesa de sus deberes.
Por lo demás,
aquel Gobierno fue recibido con respeto por parte de los demás partidos
políticos. El veterano Manuel Fraga, a quien las elecciones transformaron en
jefe del principal grupo de oposición (Alianza Popular), con cinco millones de
votos y un centenar de escaños, estuvo bastante correcto: se limitó a acusar al
vencedor poco menos que de estar al servicio de la Unión Soviética —por haber
anunciado la “congelación” de la participación militar de España en la OTAN— y
de prepararse a confiscar mucho del dinero ganado honradamente por la gente.
Santiago Carrillo y los otros tres diputados comunistas apoyaron la investidura
de González, cuando ya era irreversible la sanción electoral a favor del PSOE
como la fuerza hegemónica de la izquierda. Pero también votó a González el
propio Adolfo Suárez, en plena travesía personal del desierto tras haber sido
el conductor indiscutible de la Transición y a pesar de que González había
tratado de derribarle con una moción de censura parlamentaria dos años y medio
antes. Ni aquella clase política tenía nada de mediocre, ni se habían olvidado
las muchas horas dedicadas por unos y por otros a las negociaciones, pactos y
acuerdos que fueron la materia prima de la Transición.
Frío en la
Acorazada
Felipe
González aterrizó en La Moncloa cuando no habían pasado dos años del golpe de
Estado del 23-F. Poco antes del 28 de octubre, el día de los 10 millones de
votos, había sido descubierta una nueva asonada, intentada por un grupo de
oficiales y jefes militares en contacto con el teniente general Milans del
Bosch, encarcelado por el golpe anterior. A su vez, ETA enviaba siniestros
mensajes de muerte, alimentando así la espiral golpismo/terrorismo. Por eso se
le dio valor simbólico a la primera visita que hizo González tras tomar
posesión como presidente del Gobierno: acudió a uno de los acuartelamientos de
la división acorazada Brunete, cuyo jefe, el general Víctor Lago, había sido
asesinado por ETA como sangrienta provocación a los que ofrecían “el cambio”.
La Brunete era la unidad donde más ambiente golpista se había registrado y que
estuvo a punto de sublevarse el 23 de febrero de 1981, tras la ocupación del
Congreso por la tropa de Antonio Tejero.
La mañana era
gélida, según los asistentes. A González se le vio en medio de un centenar de
carros de combate y en una misa posterior que optó por seguir de pie
—ahorrándose los detalles litúrgicos: cuándo levantarse, cuándo arrodillarse—,
como una demostración de reconocimiento al Ejército, pero también de la
voluntad de la primacía debida al poder democrático. Había nombrado ministro de
Defensa a Narcís Serra, hasta entonces alcalde de Barcelona, que dedicó los
años siguientes a desactivar los rescoldos de golpismo en las Fuerzas Armadas y
a consolidar la primacía del ministro sobre los altos mandos militares. En
otras palabras, a asegurar la retirada de los militares a sus cuarteles.
Ajuste y
reconversión
El eslogan
electoral, Por el cambio, no era preciso ni ambiguo. Las palabras adquieren
significados diferentes según el contexto y según quien las escuche. Tal como
fue lanzado a los cuatro vientos, parecía dirigido a los sectores que habían
asistido de espectadores al juego político de la Transición, periodo en el que
se habían mantenido buena parte de las estructuras y de la cultura franquista
en las Fuerzas Armadas, la justicia y partes no desdeñables de la
Administración estatal. Las clases populares apenas habían tocado el poder ni
recibían ventajas de otro tipo, más allá de los beneficios generales derivados
de vivir en un país donde se ejercían libertades constitucionales anteriormente
perseguidas.
Pronto se
comprobó la cautela con que el Gobierno socialista daba pasos hacia el
reconocimiento de otros derechos a los ciudadanos. En las primeras semanas del
Gobierno “del cambio” se adoptó la reducción de la jornada laboral a 40 horas
semanales y la ampliación de las vacaciones anuales a 30 días. Se comenzó a
plantear también la universalización de la asistencia sanitaria, pronto
enredada en una batalla con la organización médica colegial por la
configuración del sistema de salud y en las tensiones entre el ministro de
Sanidad, Ernest Lluch, y otros miembros del Gobierno preocupados por el coste
de extender la asistencia sanitaria pública a otros dos millones de personas.
El Ejecutivo tampoco tardó en poner en marcha la promesa de legalizar el aborto
en ciertos supuestos, un proyecto que la Iglesia católica torpedeó desde el
primer instante.
Devaluar la
peseta en un 8% fue la primera medida que se tomó un sábado por la mañana,
anunciada tras una reunión informal del Gabinete, días antes de la primera
sesión formal del Consejo de Ministros. Al tiempo se incrementó en un punto el
coeficiente de caja de los bancos. Que las ofertas de la potente mayoría
absoluta iban a darse de bruces con la realidad estuvo claro desde el
principio, pero solo para un reducido grupo de dirigentes. Aunque los niveles
de paro no eran tan insoportables como los actuales (2,1 millones de
desempleados, el 16,4% de la población activa, que en aquel tiempo no llegaba a
11 millones de personas), la inflación era terrible: los anteriores Gobiernos
centristas habían conseguido reducirla del 26% en 1977 al 14% en que todavía se
encontraba en 1982.
Gestos de
autoridad como la expropiación de Rumasa, el 23 de febrero de 1983, terminaron
convirtiéndose en un bumerán para el Gobierno. La espectacularidad de la medida
no pudo tapar otras que el Gobierno empezó a preparar y a adoptar. El PSOE
había ido a las elecciones con la formidable promesa de crear 800.000 puestos
de trabajo, pero lo que se planteó a las pocas semanas de estrenar el poder fue
un programa de reconversión de amplios sectores industriales, impulsado por el
entonces ministro de Industria, Carlos Solchaga, que dio origen a huelgas,
manifestaciones y asombro en militantes socialistas y de la UGT de que “Felipe”
fuera capaz de hacerles “esto”. La lógica económica de aquellas medidas
—cambiar el habitual recurso de las ayudas públicas a fondo perdido a las
empresas en dificultades— iba a forzar la reconversión de la actividad
siderometalúrgica, la construcción naval y el textil. Al final terminó costando
mucho dinero público.
El
incumplimiento de la promesa electoral de los 800.000 empleos dio origen a
disputas internas sobre quién había sido el padre de la criatura. La realidad
es que fue introducida en el programa electoral de 1982 por el equipo de
técnicos encargado de elaborarlo, coordinado por Joaquín Almunia, tras la
conmoción causada en la ejecutiva del PSOE por las previsiones de ese equipo
sobre el aumento del paro en los años siguientes a las elecciones de 1982.
Almunia atribuye a Guerra haber pedido que se modificaran aquellas previsiones
para ofrecer un compromiso electoral más atractivo, y Guerra contraataca con
críticas a los políticos de vitola técnica. Cuando Solchaga comentó
públicamente, en junio de 1983, la imposibilidad de cumplir lo prometido, el
vicepresidente sostuvo que el compromiso seguía intacto.
A posteriori,
Joaquín Almunia lo explicó así: “La cantidad de empleo que aspirábamos a crear
no era compatible con el realismo económico. Pero la credibilidad del partido
en aquel momento era tal que muchísimos electores confiaron en que nuestro
Gobierno lo conseguiría. Y es verdad que lo hicimos, pero con retraso”.
Por la OTAN
hacia Europa
A diferencia
de lo que sucede ahora, el europeísmo actuaba entonces como una poderosa
palanca progresista. La idea de Europa evocaba países envidiados por sus
libertades y por el nivel de vida. La adhesión a las Comunidades Europeas era
la meta hacia la que se dirigían las ambiciones de casi todos los partidos, y
desde luego la del PSOE. Pero además de atacar el nudo gordiano de las
negociaciones para la admisión en el club europeo, aquel Felipe González que
había asistido a gigantescas concentraciones humanas en contra de la entrada en
la Alianza Atlántica y aquel PSOE que había prometido a los votantes un referéndum
sobre la OTAN tenían que enfrentarse al incumplimiento de otra importante
promesa, o a cumplirla, pero dándole la vuelta a la opinión pública.
Parte del
pueblo de izquierdas que le había respaldado iba a oponerse a los planes de
Felipe González. Les parecía posible y deseable vivir al margen de la
confrontación entre las superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética,
sin alinearse con ninguno de los bloques ni exponerse a las eventuales
consecuencias de una confrontación nuclear. En un primer momento, Felipe
González actuó con la máxima cautela respecto a ese asunto. Para la gran
mayoría de la opinión pública, haber prometido un referéndum implicaba poner
una montaña de papeletas de voto al servicio de la operación de salirse de la
OTAN.
Años más
tarde, González iba a jugarse su futuro político a la victoria del “sí” en la
consulta convocada para quedarse dentro de la Alianza Atlántica; y Fraga
también, al tomar la extraña opción de pedir la abstención en ese referéndum.
Felipe González preparó con mucho tiempo la operación de tensionar y dramatizar
al máximo las consecuencias de una victoria del “no”. Posteriormente reconoció
que aquel referéndum había sido un error.
En la sala de
máquinas
Hubo huelgas
provocadas por la reconversión industrial y por la primera reforma de las
pensiones, y muchas heridas políticas y sociales causadas por el polémico
referéndum. Felipe González no intentó contrarrestarlo con un estilo populista
—en vez de “síndrome de La Moncloa”, él prefería llamar al complejo presidencial
“la sala de máquinas”—. El desgaste fue moderado y a ello contribuyeron la
actuación del Gobierno respecto a las Fuerzas Armadas, que realmente se
retiraron de la política, y el combate encarnizado contra el terrorismo de ETA.
Una nueva ley antiterrorista facilitó incomunicar hasta diez días a los
detenidos, lo cual dio origen a graves abusos policiales y a fuertes indicios
de que la tortura seguía practicándose.
Poco se supo
en aquellos tiempos de los métodos empleados; tampoco se prestó atención desde
el Ejecutivo a los primeros síntomas de corrupción. Preocupaban más los cortos
plazos; por ejemplo, las consecuencias de haber puesto en la calle a unos
cientos de presos preventivos, con cárcel prolongada por las lentitudes de sus
procesos, un tiempo que fue acortado por una reforma legal impulsada por el
titular de Justicia, Fernando Ledesma. Al poco empezó una ola de inseguridad
ciudadana, contestada con gran dureza desde el Ministerio del Interior,
dirigido por José Barrionuevo.
Entre luces y
sombras, en la opinión pública se fue instalando una sensación de mayor
estabilidad. La entrada de España en la Comunidad Europea fue el espaldarazo.
¿Por qué era tan fuerte aquel PSOE? Claramente, porque llenó un vacío real
cuando la sociedad estaba sedienta de respuestas políticas a necesidades serias
y graves problemas de fondo.
Primer Gabinete de Felipe González
P pasado 30
años y por su aspecto parecen los mismos, pero no lo son. Solo dos siguen en la
política activa: Guerra y Almunia. Del resto, la mayoría ha preferido los
lucrativos consejos de administración al ingrato oficio de servidor público
Formaron un
Gobierno con un respaldo que todavía no ha sido superado —10.127.392 votos, un
48,11%, que se tradujo en 2002 diputados—, e inauguraron en torno al carisma de
Felipe González una era, que el tiempo y la memoria se han empeñado en
edulcorar sobreponiendo las luces a las sombras.
En aquel
primer gabinete de 1982 no había mujeres, como muestra la primera «foto de
familia» tomada el 3 de diciembre, casi una reliquia del blanco y negro. Han
pasado 30 años y por su aspecto, a excepción de que tienen menos pelo, aquellos
pioneros se parecen mucho a sí mismos. Pero no lo son. Hoy solo dos permanecen
en la política activa: Alfonso Guerra y Joaquín Almunia. Del resto, la mayoría
goza hoy de sillones privilegiados en los bancos, las consultorías y los
consejos de Adminsitración, a una media de 125.000 euros anuales por ficha. Se
presentaron a unas elecciones para pilotar la Transición bajo el lema «Por el
cambio», que muchos han acabado aplicándose para cambiar la ingratitud
malpagada del servicio público por la buena vida.
Alfonso Guerra
es el diputado más veterano del Congreso, el único que ocupa escaño desde 1977,
año de la Legislatura Constituyente, y aunque se sienta unas filas por detrás
del que fue su sitio como vicepresidente de cinco gabinetes de Felipe González,
ahí sigue.
Está al frente
de la comisión de Presupuestos y en la declaración oficial de Bienes y Rentas
que tiene obligación de rellenar como parlamentario no figura su sueldo. Sí que
es presidente de la Fundación Pablo Iglesias del PSOE «sin recibir ningún tipo
de remuneración», que suma en sus cuentas 16.679 euros y que en 2010 percibió
otros 15.800 por conferencias y artículos, además de derechos de autor.
Entre 2005 y
2006 publicó sus memorias, que en el imaginario social quedaron
indefectiblemente manchadas por el escándalo de tráfico de influencias que su
hermano Juan condujo desde un despacho de la Delegación del Gobierno de
Sevilla, descubierto al filo de las elecciones de 1989. Aquel episodio, unido a
la trama Filesa, acabaría provocando la dimisión de Guerra previo deterioro de
sus relaciones con González. Después de años, Alfredo Pérez Rubalcaba reunió el
pasado noviembre a ambos en el mítin de arrancada de su campaña del 20-N,
celebrado además en un marco tan imprescindible para la mística socialista como
Dos Hermanas. Al saludarse en el escenario, González y Guerra ni se miraron.
Es encender la
televisión, y ahí está Joaquín Almunia, flamante vicepresidente económico y
comisario de Competencia de la Comisión Europea, uno de los hombres fuertes de
Bruselas, lugar donde ya trabajaba al servicio de la Oficina de las Cámaras de
Comercio Españolas en 1974, cuando conoció a Felipe González, el entonces joven
Isidoro recién elegido en el Congreso de Suresnes. Almunia juega en la Champion
del socialismo y conviene no olvidar que está ahí porque su partido no lo
quiso.
Ungido en el
34 Congreso como el sucesor, Felipe González le dejó sin bendecir, por lo que
el vasco acabó convocando unas primarias para legitimarse que perdió frente a Josep
Borrell. Aunque al final acabaría siendo candidato a La Moncloa y cosechando un
fracaso histórico que le llevó a dimitir de su cargo en el partido la misma
noche.
Carambolas del
destino, producto de aquella debacle, Joaquín Almunia cobra hoy un sueldo
estratosférico, vuela en bussines y es recibido con máximo reconocimiento allá
donde pisa. El que fuera ministro de Trabajo del primer Gobierno del PSOE e
íntimo colaborador de Nicolás Redondo en la UGT rinde ahora cuentas a Durao
Barroso y lanza duras críticas contra la economía española, que en España han
sonado a traición.
Miguel Boyer
ha logrado el raro récord de acaparar la atención de la prensa sepia, de los
periódicos generalistas y del papel couché a la misma vez. Como es de sobra
conocido, Boyer es marido de Isabel Preysler, casamiento que ha condicionado
dramáticamente el perfil público del que fuera el primer arquitecto económico
de Felipe González y ejecutor de la expropiación de Rumasa, y hoy un
multimillonario de la «beautiful people» que despierta desdén entre sus ex
compañeros de siglas. Cuando se recupera de un ictus grave sufrido a principios
de 2012, actualmente es consejero externo de Red Eléctrica Española ( 170.000
euros al año pora trece reuniones), de Reyal Urbis y de Bosh.
Tratar de
rastrear sus pasos por los encerados pasillos de los consejos de Administración
de la empresa privada (FCC, Logística de Hidrocarburos, Hispania, donde ganaba
1,5 millones de euros al año), resulta casi tan proceloso como documentar sus
idas y venidas políticas, que tantas antipatías le han granjeado. Tras 30 años
de militantancia, abandonó el PSOE en 1996 (ya lo había hecho antes en 1968 y
1977) y en 2002 ingresó en el laboratorio de ideas del PP, la FAES de José
María Aznar en 2002. Zapatero lo rescató para presidir la Comisión Asesora de
Competitividad, un sanedrín de expertos previsto en el Pacto por el Euro que
apoya al Gobierno
Después de
haberse paseado por los más privilegiados salones de poder del planeta, Javier
Solana se sienta ahora en algunos de las no menos exclusivas butacas del
universo de los negocios en varias de sus vertientes: el instituto “Global
Economy and Geopolitic” de la escuela Esade, el consejo de Indra o del Grupo
Acciona de los Entrecanales.
Lejos quedan
los tiempos en que Solana, veterano también de Suresnes y adornado entonces de
una aureola de rebelde bohemio se manifestó contra la guerra de Vietnam
mientras completaba estudios en Estados Unidos. Hay quien sostiene que, si
alguien de esa quinta del gobierno del 82 ha cambiado hasta metamorfosearse,
ese es quien ocupó la cartera de Cultura, Solana, cuya barba —sugieren— se ha
ido recortando y acicalando todos estos años a igual ritmo que sus principios.
Y a la misma velocidad que sucumbía al imperio de Washington.
Es un
socialista de élites y zapatos relucientes como espejos. Por eso queda lejos
también la época en que se dedicó a escribir los panfletos contra la entrada de
España en la OTAN para luego convertirse en 1995 en su secretario general,
cargo desde el que ordenó, en contra de la ONU, la primera acción militar de la
historia de la Alianza: el bombardeo de Yugoslavia, supuestamente a la caza de
Slobodan Milosevic. De esa responsabilidad pasó a ocupar en 1999 y durante una
década la cartera de Mr. Pesc, alto representante de la Política Exterior y de
Seguridad Común de la UE.
Gracias al
indulto parcial que le concedió el Gobierno en 1998, José Barrionuevo pasó en
la cárcel tres meses de los 10 años a los que había sido condenado por la
guerra sucia contra ETA, pero la otra parte de la sentencia -12 años de
inhabilitación absoluta- no ha expirado hasta septiembre de 2009. Esa realidad
explica que quien a fecha de hoy es el único ministro de España que ha
ingresado en prisión dejara la política, no solo por capricho, sino porque no
podía ejercerla.
Cumplida esa
pena, Barrionuevo se dejó ver en 2010 en un acto de apoyo al líder del PSOE
madrileño, Tomás Gómez, y no ha sido la única vez. Sobre quién es y qué hace en
la actualidad el primer titular de Interior de Felipe González se sabe más bien
poco. Ha desempeñado un puesto ccomo inspector de Trabajo hasta su jubilación,
lleva una vida apacible en su casa familiar de Berja (Almería) y, como refleja
Javier Chicote en su libro «Socialistas de élite», tiene 2,5 millones de euros
invertidos en constructoras: Jeos Integral y Sclarea. Vive apartado de los
focos quien dejó una fotografía para la historia, la de su ingreso en la
penitenciaría de Guadalajara rodeado de los principales prebostes del
socialismo, y una amenaza estremecedora: «tirar de la manta».
No es el mejor
momento para Narcís Serra. Ha cambiado el Gobierno, la crisis aprieta, y últimamente
ha sido relevado de los Consejos de Administración de Telefónica Internacional
y Gas Natural (donde se reencontró en 2010 con Felipe González), a lo que hay
que añadir que ha tenido que dimitir de la Presidencia de la arruinada Caixa
Cataluña después ejercer un lustro el cargo, por el que ha estado percibiendo
la nada despreciable retribución de 200.000 euros al año, sin cláusula de
dedicación exclusiva.
Esa cifra
salió a la luz cuando Caixa Cataluña ya había recibido del FROB una inyección
de 1.250 millones de dinero público y antes de la fusión de la entidad con
otras dos, operación por la que Serra ha tenido que verse en la engorrosa
obligación de dar explicaciones en el Congreso. Con menos barba pero idéntica
mirada de despiste, el que fuera primer ministro socialista de Defensa y único
que ha formado parte de todos los gobiernos de González, —hasta sonó como
sucesor—, ha demostrado una avispada habilidad para dejar atrás esa política de
andar por casa y dedicarse a lo verdaderamente grande. A los grandes sueldos.
Sigue siendo estando en el consejo de Telefónica Chile, Grupo Applus y
Telecomunicaciones de Sao Paulo y preside el Centro de Estudios y Documentación
Internacionales (Cidob) de Barcelona. Él sigue diciendo que lo que de verdad le
hubiera gustado es tocar el piano.
Hay frases que
acompañan a uno como la piel. La de Carlos Solchaga, «España es el país del
mundo donde más rápido se puede hacer uno rico» debió penetrar en la de muchos
otros de su generación, que se entregaron al saqueo del Estado protagonizando
episodios que han quedado para la antología del pelotazo: Filesa, Fondos
Reservados, Roldán... También el caso Ibercorp, que acabó con el ex gobernador
del Banco de España Mariano Rubio entre rejas, y sacó a quien había sido su
patrocinador, el propio Solchaga, de la primera línea de la política.
Él sólo se
instaló a continuación en el del lobbysmo, la asesoría de altos vuelos y los
consejos estrella, donde no se sabe si rápido o no, pero el que Felipe González
eligió para pilotar la reconversión industrial sí se ha hecho rico. Sus
ganancias se calculan en un millón de euros al año: Solchaga Recio &
Asociados es su insignia de “mediación”, es consejero de la constructora Duro
Felguera (274.000 europs anuales), de la farmacéutica Zeltia (62.000), Enerma
Consultores, Citibank, Cie Automotive, Near Technologies Madrid están también
en su lista de facturación.
En el
PSOE no le echan de menos, la mitad por su enfrentamiento con el sector
guerrista, y otros muchos por abonar las críticas a José Luis Rodríguez
Zapatero cuando iba camino de ser un árbol caído. Ramón Tamames le retrató como
un «prepotente» con una relación con el poder económico privado con «sombras
aún no esclarecidas».
Fernando Morán,
ministro de Asuntos Exteriores
Nacido en
1926, Morán tiene un hueco en la historia por ser el ministro de Exteriores que
logró el acuerdo para la adhesión de España a la actual Unión Europea.Aunque
inició su mandato con una fuerte campaña contra su persona, con chistes que le
intentaban ridiculizar, lo finalizó siendo el ministro más popular del Gabinete
de González.Ha sido eurodiputado y fracasó en su intento de ser alcalde de
Madrid en los comicios municipales de 1999. Está retirado de la política debido
a una isquemia cerebrovascular.
Javier
Moscoso, ministro de la Presidencia
Es el
único ministro cuyo apellido ha dado pie a una palabra reconocida por la Real
Academia de la Lengua, moscoso, para definir un día de permiso del que
disfrutan los funcionarios y que se instauró en su etapa como titular de
Presidencia.Nacido en 1934 y catedrático de Derecho Penal y Político, fue
Fiscal General del Estado después de su etapa como ministro de González. En la
actualidad, es presidente del Consejo de Redacción de la editorial Aranzadi.
José María Maravall,
ministro de Educación y Ciencia
Profesor por
naturaleza y político por vocación, Maravall, de 70 años, ha combinado ambas
facetas durante toda su vida. Formó parte de la protesta universitaria contra
el franquismo de joven y fue miembro de la Ejecutiva Federal del PSOE en
diversas ocasiones entre 1979 y 1994. De su carrera como ministro destaca la
aprobación de la Ley Orgánica de Derecho a la Educación (LODE). En la
actualidad, es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de
Madrid, miembro reconocido de la Academia Británica y miembro honorario de la
Academia Americana de Artes y Ciencias y de la Universidad de Oxford.
Tomás de la
Quadra-Salcedo, ministro de Administración Territorial
Es uno
de los nombres de referencia en el mundo del derecho administrativo en España.
Nacido en Madrid en 1946, ha desempeñado puestos de responsabilidad durante su
dilatada carrera profesional, académica y política. Entre esos cargos, estuvo
al frente del Consejo de Estado entre 1985 y 1991. Sigue ejerciendo la docencia
en la Universidad Carlos III como catedrático de Derecho Administrativo.
Ernest
Lluch, ministro de Sanidad y Consumo
Ministro hasta
1986, se dedicó después a su trabajo como catedrático de Historia de las
Doctrinas Económicas en la Universidad Central de Barcelona.Sensibilizado con el
problema vasco, era defensor de la vía negociadora entre las partes desde el
diálogo.El 21 de noviembre del 2000 fue asesinado por ETA a los 63 años de edad
en el aparcamiento de su domicilio en Barcelona cuando regresaba de impartir
sus clases en la Universidad.
Fernando
Ledesma, ministro de Justicia
Próximo a
cumplir 74 años, Fernando Ledesma ha conocido los tres poderes del Estado,
aunque la mayor parte de su carrera la ha desarrollado en la judicatura como
magistrado de lo contencioso-administrativo.Fue ministro hasta 1988 y regresó después
a su sala de lo Contencioso. Presidente del Consejo de Estado entre 1991 y
1996, sigue siendo actualmente miembro de esta institución, donde apadrinó la
entrada de Zapatero en ella una vez que abandonó el Gobierno.
Julián Campo,
ministro de Obras Públicas y Urbanismo
Ingeniero
industrial, ocupó la cartera ministerial hasta 1985. Experto en temas
macroeconómicos, cuenta actualmente con 74 años y durante su etapa como
ministro fueron conocidas sus diferencias con Miguel Boyer por asuntos como el
mantenimiento de la empresa de autopistas catalanas ACESA en la esfera pública.
Ha sido inspector financiero y tributario hasta su jubilación.
Enrique Barón,
ministro de Transportes
El que
fuera ministro de Transportes hizo después carrera en el Parlamento Europeo, institución
a cuya presidencia llegó en 1989 y se convirtió así en el primer español en
acceder a ese cargo. Ha seguido ligado a la Eurocámara como eurodiputado hasta
las elecciones europeas de 2009. Con 68 años de edad sigue ligado a diversos
organismos e instituciones y es presidente del Patronato de la Fundación Yehudi
Menuhin España y de la Fundación Europea para la Sociedad de la Información.
Carlos Romero,
ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación
Fue uno de los pocos que estuvieron en los tres
primeros gobiernos socialistas y como titular de Agricultura le correspondió la
difícil negociación de este área para la adhesión de España a la UE.A punto en
la actualidad de cumplir los 69 años, fue también diputado, presidente del
Patronato del Parque Nacional de Doñana y coordinador de temas agrícolas del
PSOE. Su último destino fue como funcionario de Economía y Hacienda durante el
Gobierno Zapatero.
GABRIEL
SANZGSANZ64 / MADRID
Día 02/12/2012
- 04.42h
José Luis
Rodríguez Zapatero y Alfonso Guerra asistirán también al multitudinario acto en
el Palacio de Congresos
El PSOE quiere
celebrar hoy por todo lo alto el 30 aniversario de la llegada de Felipe González
a la Moncloa, un mes después del histórico triunfo electoral del 28 de octubre
de 1982, en el que los socialistas lograron 202 diputados.
La actual
dirección ha querido recordar la efeméride en el mítico Palacio de Congresos de
la Castellana, donde tantos cónclaves federales celebraron en los años
emblemáticos años 80 y 90, cuando disfrutaban de un poder omnímodo. La estampa
contrsata con una realidad electoral en la que ese partido es apenas una sombra
de lo que fue: Solo conserva su feudo en Andalucía, y en coalición con IU;
Asturias, apoyado también por IU y UPyD; seis alcaldías de capital; y viene de
tres derrotas sucesivas en un mes: País Vasco, Galicia y Cataluña.
El acto dará
comienzo a las 12:00 horas y tendrá formato de coloquio entre González y el
Secretario General del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, moderado por la
Secretaria de Redes e Innovación de la Ejecutiva Federal, María González
Veracruz.
González y
Rubalcaba, compararán los desafíos de la España de 1982 y los actuales porque,
«en ambos escenarios, hay retos comunes como la crisis económica, el desempleo,
el modelo productivo, la configuración del Estado autonómico, los retos para la
salvaguarda del Estado del Bienestar, la calidad de la democracia, o la mirada
hacia el futuro de Europa», aseguran fuentes socialistas.
El encuentro
se desarrollará bajo el lema «Democracia, Libertad, Derechos. Gracias Felipe»,
y reunirá además al ex presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, a
Alfonso Guerra, figura clave en el triunfo de 1982, y a miembros de la
Ejecutiva Federal desde 1979, ex ministros de todos los gobiernos socialistas,
y responsables orgánicos del PSOE,
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