Fecha Lunes, 10 abril 2017
Quisiera resaltar las oportunas consideraciones de una
periodista que escribe sobre la confianza de las personas.
Me ha estremecido al
leerla, porque desvela de una forma muy sencilla y certera lo que justamente no
vivimos en el Opus Dei.
Allí, en el fondo, era todo desconfianza. Resurge
aquella sensación de control al que estábamos sometidos y al sutil control que
debíamos nosotros ejercer sobre los demás para reportar puntualmente a nuestros
directores. Formaba parte de nuestro deber, devoción y sospechosa vocación a
esta institución.
No me imagino mis relaciones personales sin una generosa
dosis de confianza y la idea contraria, la de vivir en permanente desconfianza,
me parece una tortura indeseable. En este sentido, reconozco mi incapacidad
para entender ese demonio furioso que nace de las propias inseguridades y
siempre es letal para una buena relación. Es decir, todas las formas de
complicarse la vida para no conjugar un verbo sencillo, el único que tiene
sentido en una relación: el verbo confiar.
Puede que no, puede que no sea un verbo sencillo, porque
implica dos supuestos que no son nada fáciles: creer en la institución y creer
en uno mismo.
Puede, por tanto, que sea más fácil vivir en una
desconfianza permanente, controlando movimientos, espiando cartas y móviles,
acechando en las esquinas de la duda escrutando las conciencias. Pero ¿eso es
vida? Y, más aún, ¿impide algo? Porque hablemos en plata, si la institución
quiere ser infiel contigo, encontrará la manera de zafarse de las trampas
interpuestas, y el sufrido propio padecerá dos derrotas: la lógica de la
infidelidad y la evidente de la inutilidad para impedirla.
La desconfianza no tiene ningún sentido, porque la fidelidad
y su pariente, la lealtad, no se basan en el control sino justamente en la
ausencia de control. Es decir, una y otra, sumadas, son un oxímoron. Al
contrario, las relaciones que no temen a la otra parte, ni se obsesionan por
las llamadas que no escuchan, por los mensajes que no leen o por las
confidencias que no oyen, no sólo demuestran autoestima notable sino que viven
mucho más felices.
Al final se trata de vivir las relaciones con madurez y
libertad, y ambos supuestos conducen a la confianza.
Fue imposible practicarlo en esa institución denominada Opus
Dei y por eso le dimos puerta.
Manzano
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