domingo, 31 de marzo de 2013

La Reforma Agraria Republicana





La agricultura suponía, en 1931, respecto al total del PIB, el 24'2%. La producción de los campos animaba o deprimía en ese año la vida económica de la nación.
La cosecha de trigo de 1931 fue y, por ello, Marcelino Domingo decidió importar trigo argentino, sin percibir que la depresión mundial podía multiplicar su efecto en España.
«El Norte de Castilla», con su muestreo tradicional, anunció que la cosecha de 1932 iba a ser magnífica, como efectivamente sucedió.
La llegada del trigo argentino, sumado a las buenas perspectivas agrarias provocó tal caída de precios, que se hundió el poder adquisitivo de los campesinos, y con él, el de todos los españoles.
La fuerte contracción del gasto público que pretendió evitar la caída de la cotización de la peseta, a pesar de que Keynes en Madrid en 1930 señaló que la caída de la peseta facilitaría las exportaciones españolas y, por ello, ayudaría a España a salir de la crisis.
El déficit presupuestario fue, por eso, únicamente de un 0'2 por ciento en 1931, y de un 0'6 por ciento en 1932, del PIB.
Lluc Beltrán, en su carta a Keynes del 17 de noviembre de 1934 —publicada en los «Anales de la Real Academia de Doctores de España» 2009— decía textualmente: «Al iniciarse la bajada mundial de los precios en 1929, la peseta comenzó a bajar en consonancia, con la feliz consecuencia de mantener… la normalidad de nuestra actividad industrial.
Por el contrario se consideró que la bajada del cambio de la peseta se  vio como preludio de un desastre para la economía española ya que el tipo de cambio de la peseta dejó de seguir la tendencia de los precios mundiales. Al elevarse, dio lugar a una caída de los precios nacionales. Fue en ese momento cuando se empezó a notar en España los efectos de la depresión mundial».
El freno planteado a las obras públicas y la crisis agraria provocaron de consuno un largo desempleo, descomunal para entonces, agravado por la política de Largo Caballero, favorable a la subida de los costes salariales, esencialmente en la agricultura al poner en marcha un arbitrio típico: la Ley de Términos municipales, de 28 de abril de 1931, por la que los empresarios rurales de cada municipio debían dar ocupación, con altos salarios, a los parados que existiesen en él.
Sus consecuencias: en 1933 esta política motivó que estuviesen «un número muy considerable de ciudadanos del interior con un nivel de de vida medieval.

La II República puso en marcha una Reforma Agraria para paliar esta situación.
Al decidir liquidar el proyecto del Banco Agrario, por ese miedo reverencial que a la gran Banca española tenía Azaña, ¿cómo sin crédito iban a prosperar los nuevos propietarios? ¿De qué iban a vivir hasta que vendiesen las cosechas? ¿Y cómo podrían comprar desde abonos hasta la cebada para las mulas?
Por eso, la Reforma Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de Sanjurjo en agosto de 1932.
Esto provocó una expropiación muy importante en  las pequeñas propiedades ajenas al latifundismo. Así se creó, adicionalmente, un clima de odios en muchas pequeñas localidades agrarias, que explican el por qué de  muchos de los abundantes sucesos sangrientos a partir de 1936.
Esta situación provocó un considerable aumento del paro, lo que acentuó las tensiones sociales, las cuales, a su vez, frenaban la expansión, al empeorar las expectativas empresariales.
Y para agravarlo todo, gracias a la puesta en marcha del Estatuto de Cataluña, como explicaron con contundencia Larraz y Calvo Sotelo, se rompió el mercado interior y se alteró profundamente la marcha de la Hacienda.
La síntesis de todo lo señalado se encuentra en estas frases de Jordi Palafox en «Atraso económico y democracia. La II República y la economía. 1892-1936» (Crítica, 1991, págs. 179 y 181): «El impacto sobre la economía de la proclamación de la República fue brutal», porque los acontecimientos «provocaron una profunda sensación de inseguridad entre los sectores económicos con más poder».
Simultáneamente, se acentuó el intervencionismo, y los fenómenos de un fuerte corporativismo ajeno al mercado se generalizaron.
Pedro Fraile Balbín, en su excelente trabajo «La intervención económica durante la II República» (en el volumen I de «1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo», Planeta. Fundación BSCH, 2000), señaló que «el predominio de los responsables políticos sin formación profesional económica, o, lo que es aún peor, con las intuiciones que formaban el conocimiento común de lo económico en aquel tiempo, era patente entre todos los ministros desde 1931 hasta los últimos gobiernos».
El inicio de este caos económico motivó que el PIB por habitante a precios de mercado disminuyese respecto a 1929 nada menos que un 9'5 por ciento en 1933, junto con un fuerte aumento de desempleo.
En este caos económico los costes sociales (los que tuvieron que pagar las familias) tuvieron su origen en  las medidas iniciadas en 1931 y que era inédito desde 1874.
«La Reforma Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de Sanjurjo en agosto de 1932. Esto provocó una expropiación muy importante en los ruedos de los pueblos»

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