He insistido con la máxima energía en
los aspectos negativos, en la infinita torpeza, en la culpabilidad de los
promotores de la guerra, en la anormalidad que la constituyó.
Pero una vez «en guerra», una vez
estallada y, de momento, inevitable, era menester en alguna medida tomar
partido, preferir un beligerante al otro aunque los dos pareciesen torpes,
violentos, injustos, condenables.
He dicho preferir, es la condición de la
vida humana; no se aprueba, no se estima, no se apetece, no gusta
necesariamente lo que se prefiere; el que prefiere la operación a la
peritonitis no tiene la menor complacencia en lo preferido; el que salta por
una ventana para escapar a las llamas no tiene nada a favor del salto:
simplemente le parece el mal menor.
A ambos lados, innumerables españoles
sintieron que había que combatir para salvar a España; incluso los que pensaban
que en todo caso caminaban hacia su perdición, creían que uno de los términos
del dilema era preferible, que el otro era más destructor, o más injusto, o más
irremediable o irreversible.
Añádase la propaganda, la retórica
bélica, el contagio del entusiasmo positivo de los que lo sentían, el horror
hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo.
Al cabo de unos meses,
millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero llenos de entusiasmo
patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella.
Especialmente los muy jóvenes, que
soportaron más que nadie el peso y el sufrimiento de la guerra;
y las mujeres,
que sólo en mínima proporción la habían querido, que la padecían en mil formas;
y, en general, las personas sencillas, sin influencia en la vida colectiva, con
un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de todas las manipulaciones.
La guerra suscitó la movilización de
enérgicas virtudes:
*.- la capacidad de sacrificio,
*.- la generosidad,
*.- la hermandad,
*.- la impavidez frente al dolor o la muerte,
*.- el heroísmo.
Se puede pensar -se debe pensar- que
todo aquello estaba mal empleado, que tal cúmulo de virtudes, tal capacidad de
esfuerzo, aplicados a algo inteligente y constructivo habrían puesto a España
en pocos años en la cima de su prosperidad y plenitud, en lugar de dejarla
cubierta de escombros, campos asolados, muertos, mutilados, prisioneros,
odiadores y criminales.
Pero esto no debe ocultar la evidencia
de que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de
energía, resistencia y entusiasmo.
Los mitos se acumularon en ambas zonas.
*.- La justicia social,
*.- la redención del
proletariado,
*.- la revolución universal,
*.- la civilización cristiana,
*.- la unidad de
la patria desgarrada,
*.- el orden,
*.- la familia.
Poco importa que, en nombre de todo eso,
se cometieran atroces violaciones de lo mismo que se pretendía defender.
El mito que tuvo más aceptación y
cultivo fue el de la independencia.
La presencia de combatientes italianos y
alemanes en la zona «nacional», de las brigadas internacionales y «consejeros»
soviéticos en la «republicana», fueron suficientes para que se hablase en las
dos de «invasión» (la presencia de los moros en el campo «nacional» dio lugar a
muy sabrosos comentarios, y obligó a desarrollar con muchos circunloquios el
tema de la «Cruzada».
Al cabo de algún tiempo, la propaganda
de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad, combatiesen
en el lado de enfrente, meros «cómplices» de los invasores extranjeros.
Esto era, como es notorio, una absoluta
falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e incontrovertible de la
manipulación de los españoles por los gobiernos de Italia, Alemania y la Unión
Soviética, de su influencia decisiva en la génesis de la guerra y en su
desarrollo.
Y cuando pasó el peligro, cuando uno de
los bandos logró la victoria, cuando ya no fue necesaria esa propaganda y
convenía más otra, la de la solidaridad totalitaria entre Berlín, Roma y
Madrid, sus conexiones durante la guerra fueron proclamadas y aireadas por los
vencedores y sus aliados; basta con leer los periódicos de abril y mayo de
1939, las noticias y los comentarios de los que en ellos escribían lo que tal
vez prefieren olvidar.
Todo esto funcionó de manera decisiva en
el desenlace de la guerra.
En diversas ocasiones, más entre los
republicanos que entre sus enemigos, había habido deseos y hasta intentos de
terminarla por un convenio o arreglo, por una paz.
*.- La derrota de los italianos en Brihuega
-de la que, si no me engaño, se alegraron incluso muchos españoles de la zona
«nacional»- fue un primer momento oportuno, pronto frustrado.
*.- (La detención del ejército hasta
entonces victorioso a las puertas de Madrid hubiera sido la gran ocasión, pero
la situación global en noviembre de Í936 la hacía imposible.)
*.- La toma de Teruel por los republicanos,
en el invierno 1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los
partidarios de la paz eran débiles y fueron barridos de ambos lados.
Desde poco después, la suerte de la
guerra estaba echada: la República estaba derrotada -es decir, lo que quedaba
de la República, lo que se seguía llamando así-, y el final era cuestión de
tiempo. ¿Sólo de tiempo? De miles de muertes, destrucción, pérdidas, dolor.
Aquí funcionó una vez más el aspecto más
repulsivo de todo este proceso.
*.- Del lado «republicano» -y nunca más
justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación a ultranza
de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era el interés
del «proletariado universal», al cual se podían sacrificar otras cien mil vidas
españolas.
*.- Del lado «nacional» se inventó la
funesta fórmula -usada en 1945 por los vencedores de la guerra mundial-
rendición sin condiciones, lo cual quería decir «victoria sin vencidos», sin
conservarlos como sujeto del otro lado del desenlace de la guerra, destruyendo
así lo que esta pueda tener de civilizado.
La historia del mes de marzo de 1939,
nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga
conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en
última instancia.
Un análisis riguroso de lo que sucedió
en ese mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada sobre los
aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades -destruídas-
de la paz.
Tal vez algún día intente presentar mis
recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden
simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.
No se entiende el final de la guerra si
no se tiene presente que en el lado republicano, y especialmente en Madrid,
había un heroico cansancio, después de dos años y medio de asedio, hambre,
frío, bombardeos y cañoneos diarios, condiciones de vida que tal vez ninguna
ciudad haya soportado tan estoicamente y durante tanto tiempo.
Creo que se llegó a producir una
peculiar solidaridad entre los madrileños, más allá de sus divisiones
ideológicas y sociales, de la persecución que muchos habían 'padecido
-ferozmente en los primeros cuatro meses, con menos encarnizamiento después-;
sólo esto explicaría la conducta de los madrileños que se sentían vencedores
cuando la guerra terminó, tan superior por su generosidad y tolerancia a la del
ejército de ocupación que entró en Madrid, sin lucha, el 28 de marzo, y sobre
todo a la de los funcionarios políticos que tomaron posesión de la capital en
los meses siguientes.
En la zona republicana, además de
cansancio había una infinita desilusión.
Se sentían burlados, engañados,
manipulados, utilizados por los más representativos de sus dirigentes.
Además, desde el 5 al 28 de marzo se les
había dicho la verdad-caso único desde julio de 1936 hasta fines de 1975-.
Los vencidos se sabían vencidos, y lo
aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación; muchos pensaban
-o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque esto no
significara que los otros hubiesen merecido la victoria.
Los justamente vencidos; los
injustamente vencedores.
Esta fórmula, que enuncié muchos años
después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil,
podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes
republicanos.
Sobre este suelo se pudo edificar la
paz.
Si así se hubiera hecho, si se hubiese
establecido una paz con todos los españoles, vencedores y vencidos,
distinguidos pero unidos, con papeles diferentes pero igualmente esenciales, al
cabo de poco tiempo la guerra hubiese desaparecido tras el horizonte, como el
sol poniente, y hubiese quedado una España entera, más allá de la discordia.
No fue así.
En lugar de una reconciliación -aunque
la dirección de los asuntos públicos hubiera recaído de momento en manos de los
vencedores-, se inició una represión universal, ilimitada y, lo que es más
grave, por nadie resistida ni discutida.
Se pueden repasar las conductas y las
palabras -incluso impresas-de los que entonces gozaban de prestigio e influjo,
y cuesta encontrar la más tímida petición de clemencia, no digamos una defensa,
o una repulsa de la represión.
Y hay que incluir, y muy especialmente,
a los que posteriormente se han sentido invadidos de entusiasmo por las tesis y
las figuras que implacablemente combatieron hasta después de su derrota.
Un elevadísimo número de españoles
tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban no pocos de los más
eminentes.
Cientos de miles pasaron por las
prisiones, más o menos tiempo -el suficiente para dejarlos heridos y, en muchas
casos, llenos de perpetuo rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en
condiciones jurídicamente atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun
siendo ciertos, hacían monstruosa la sentencia.
Se estableció -y en principio para
siempre- una distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los
«desafectos», los que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían
de ambas cosas.
Esto condujo a la
perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada.
A esto ayudó sin
duda la continuidad de la guerra española con la mundial, el
establecimiento de paralelismos pero no por ello menos perturbadores.
Se produjo una
«fijación» de las posturas, una especie de congelación, en virtud de
la cual muchos decidieron vivir de las rentas de la guerra.
Entre los vencedores
esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio la misma
actitud: una incapacidad de cambiar, de enterarse de lo que pasaba, de mirar
hacia adelante, de vivir el tiempo real. La actitud de «los mal llamados años» ha
hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en España)
vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo -el de
sus vidas- no mereciera llamarse así.
Naturalmente, esto era una engañosa
ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza -dice un verso de
Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de mis libros-.
El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni
tropieza; pasa, se desliza de entre nuestras manos, constituye nuestra vida.
Por debajo de las apariencias, incluso
de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica
transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de superar todas
las pruebas y dificultades.
Varias generaciones nuevas han aflorado
en nuestro escenario histórico, han ido ocupando su puesto, ensayando su
estilo, se han ido esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus pretensiones
a veces no bien formuladas; lo han hecho con recursos inimaginables antes, que
nunca habían poseído los que hicieron o padecieron la guerra; han estado oyendo
las viejas palabras de unos y otros, sin acabar de entenderlas, como algo que
apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor habitual y monótono que
impide oir las voces que habría que escuchar.
Así fue creciendo la distancia entre
la España real y las dos Españas «oficiales» congeladas, petrificadas en los
gestos de la beligerancia.
Esta es la situación actual; desde
ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla -es decir,
llevarla otra vez al corazón- como algo absolutamente pasado, como nuestro
pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla.
Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de nosotros, sin que sea un
estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia adelante.
Tenemos que eludir el último peligro:
que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras
mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era
inoperante.
Entre 1936 y 1939 los españoles se
dedicaron a hacer la guerra, a intentar ganar la guerra; desde esta última
fecha malversaron lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente
la paz.
Esta es nuestra empresa: darnos
cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de
esa locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo más de
cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para
paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión
de nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino.
Madrid, Semana Santa de 1980.
¿Cómo pudo ocurrir?. Julian .Marias.*
Escritor y catedrático de Filosofía.
Miembro de la Real Academia Española.
1 Publicado originalmente en el volumen
VI (Camino para la paz. Los historiadores y la guerra civil) de la edición
ilustrada de La guerra civil española, de Hugh Thomas (Ediciones U rbión) y,
posteriormente, en Cinco años de España, editado por Espasa Calpe.
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