Hemos entrado en una dinámica que tiene
visos de acabar otra vez con vencedores y vencidos.
Y así perderemos todos
Volvemos a sentir la angustia de la
razón ahogada bajo supuestas verdades que se proclaman eternas
Antonio Cazorla Sánchez 24 MAY 2013 -
00:00 CET
Es bien sabido que el nacionalismo
catalán se inspira en el quebequense.
Hoy este último es un valor político
bastante alicaído, pero en 1980, cuando la opción “soberanista” fue claramente
derrotada, y en 1995, cuando la diferencia entre el sí y el no fue mínima, los
referéndos dividieron profunda y hasta traumáticamente a la sociedad
canadiense, a la quebequense y a los francófonos.
En YouTube están las imágenes del
entonces primer ministro y líder del Partido Quebequense (PQ), René Levésque, reconociendo
la derrota en 1980 ante una audiencia desolada, entre la que madres y padres
jóvenes abrazan a sus hijos pequeños como si quisieran salvarlos, y ya no
pudieran, de un naufragio histórico: otra derrota y otra humillación.
El primer referéndum supuso además una
sangría económica y humana principalmente para Montreal.
Decenas de miles personas se sintieron
sin futuro y se marcharon, sobre todo a Toronto.
Este coste económico y humano, y la
división social, no importaron demasiado a los nacionalistas, que si acaso
radicalizaron sus posturas en cuestiones culturales mientras que las moderaban
en temas socioeconómicos.
Así, Jacques Parizeau, el líder
quebequense en 1995, dijo que la derrota en el segundo referéndum se debía a la
combinación de voto inmigrante y dinero (también está en YouTube).
Ante estas palabras ¿cómo habrían de
sentirse quienes no eran quebequenses “pure laine”? ¿Y la comunidad judía, a la
que el antisemitismo, de larga raigambre en el viejo Quebec católico, asocia
con la riqueza?
En términos históricos, el
nacionalismo quebequense parte del principio de que el “pueblo” de Quebec fue
conquistado por la corona británica en 1759.
Es una idea muy semejante a la que
juegan los sucesos de 1714 en el ideario y en la simbología del nacionalismo
catalán.
De entrada, es curioso ver a muchos
republicanos emocionarse por unas guerras dinásticas, y aplicar la mentalidad
nacional de los siglos XIX (tardío) y XX a realidades del siglo XVIII, que poco
tenían que ver con la nación (ni con los derechos humanos o el Estado del
bienestar).
El nacionalismo, “progresista” o no, carece
de una respuesta aceptable, desde el punto de vista de los derechos humanos, a
la diversidad del mundo globalizado
Pero es que el nacionalismo usa a la
historia para justificar su necesaria existencia.
Sin embargo, los teóricos e
historiadores del fenómeno más solventes han mostrado que la historia da una
pátina racional a los sentimientos nacionales.
Como, entre otros, han explicado Ernest
Gellner, Eric Hobsbawn y Benedict Anderson, el discurso nacionalista es
ahistórico, remontando las raíces de la patria a orígenes oscuros, cuando no
eternos, y utilizando una selección de circunstancias culturales, sociales y
económicas para explicar la unicidad de la comunidad nacional y la necesidad de
un Estado propio que la defienda del riesgo inminente de desaparición.
Porque el nacionalismo también usa
uno de los sentimientos más rentables políticamente: el victimismo histórico.
Desde éste, la grandeza de la nación
se explica por sus méritos y características únicas, mientras que sus miserias
vendrían por las indeseadas influencias ajenas.
Como el caso del PQ y ERC demuestran,
el sentimentalismo nacionalista no es patrimonio de la derecha.
El gran padre del nacionalismo de
izquierdas, el italiano Giuseppe Mazzini, veía a éste como un vehículo natural,
a través de los Estados, para conseguir la fraternidad entre los hombres que,
ya felizmente realizados en sus patrias, colaborarían con sus hermanos de otras
naciones para hacer una humanidad más justa, avanzada y pacífica.
Si Mazzini hubiese tenido razón, ni
la unidad italiana habría sido llevada por el dúo reaccionario del conde di
Cavour y el rey Victor Manuel II ni la alemana por los no menos retrógrados
Bismarck y el emperador Guillermo I; tampoco las dos guerras mundiales habrían
tenido lugar, o las limpiezas étnicas que provocaron.
¿Cómo es que hasta la izquierda
nacionalista ha llegado aquí?
Durante la Revolución Francesa, en el
momento en que los historiadores creemos que cuaja el nacionalismo moderno, las
palabras nación, “pueblo” y ciudadanos se convirtieron prácticamente en
sinónimos, y en denominadores, de libertad, igualdad y fraternidad.
Esta asociación duró poco.
Como ha explicado el profesor José
Álvarez Junco en el caso español, durante el siglo XIX las monarquías y las
élites sociales se nacionalizaron, y la religión también (a la Iglesia la
patria le supo a subversión hasta hace un siglo y medio).
En este proceso, el nacionalismo
democrático quedó marginado por el éxito de un nacionalismo de privilegio y
exclusión, que alcanzó su máxima expresión en la ideología imperialista.
La idea de “pueblo” se convirtió en
un sinónimo de tribu dotada de unas características raciales, culturales y
lingüísticas, supuestamente inmutables a lo largo de la historia, que la
separaban de los demás.
Esta lógica exige que los derechos
del “pueblo” y los de su “cultura” estén por encima de las identidades y
elecciones personales de los individuos, y de las realidades de la calle.
Por eso hoy el nacionalismo,
“progresista” o no, carece de una respuesta aceptable, desde el punto de vista
de los derechos humanos, a la diversidad del mundo globalizado, empezando por
las migraciones.
Por ejemplo, según el PQ, la defensa
de la identidad quebequense exige uniformidad.
En consecuencia, la de Quebec ni es
ni podrá ser jamás una sociedad multicultural (aunque en realidad sí lo sea, y
mucho). También en Quebec y en Cataluña es frecuente oír hablar de los derechos
de la lengua, como si las cosas tuvieran derechos o éstos fuesen más
importantes que los de las personas.
En el siglo XXI, malo es que los
políticos nacionalistas crean que existe “el pueblo” y que se tenga que imponer
la uniformidad cultural; pero peor es aun cuando se erigen en intérpretes y administradores
de la voluntad, la única posible, que supuestamente ese “pueblo” desea
realmente y necesita.
El “pueblo” puede haber estado
dormido, dicen, pero ahora hablará con voz única para aceptar finalmente su
destino irrenunciable.
Por eso, por ejemplo, el PQ repite
que hará otro referéndum en cuanto pueda, hasta que el “pueblo” quebequense
despierte del sueño producido por el trauma de la violación histórica de 1759 y
dé la respuesta buena. Después ya no podrá votar más “volver” al Canadá.
Por eso muchos nacionalistas
catalanes no parecen reparar en los costes humanos, políticos, económicos,
culturales y emocionales que pueden tener para los ciudadanos de Cataluña y de
España el día de la redención nacional pendiente desde 1714.
Malo es también cuando hay gentes que
sienten que deben ser salvadas o cuando se pide la atención de la opinión
pública internacional, sean lo que sean ambas cosas.
Así, desde la última Diada (una
tradición inventada hace algo más de cien años) hemos visto miles de personas
en las calles de Barcelona pidiendo “Freedom for Catalonia” y dándonos ante el
mundo, a ellos y al resto de los españoles, un “Goodbye Spain”, y hemos visto a
los políticos subirse a esta ola.
Parecerá moderno y europeo, pero es
un espectáculo triste ver tanta historia, diversa, compleja, buena y mala,
reducida a simplezas (expresadas en una lengua extranjera, como si los dos
idiomas de Cataluña no fuesen bastante buenos) y dirigida a gentes a quienes, a
diferencia de los españoles, todo esto importa poco o nada.
Desgraciadamente, aún hemos oído
cosas peores de las bocas de quienes deberían saber qué están haciendo: como
los planes para un ejército catalán, o, por citar al nacionalismo contrario,
sombras de intervenciones militares.
La historia de España y de Cataluña es
muy distinta de la de Canadá y de Quebec.
Sin ir más allá, la nuestra abrasa con
rescoldos aún calientes, la de estos últimos no.
Muchos de quienes lean estas líneas
habrán vivido el final del franquismo y el nacimiento de, lo sabemos, nuestra
imperfecta democracia.
Desde entonces, aprendimos a respirar
más tranquilos, sabiendo que éramos cada vez más libres y diversos.
Creíamos haber dejado detrás la
cuestión de si estábamos condenados a caer repetidamente en nuestras viejas
pesadillas; y empezamos a practicar el no excluir a nadie.
Sin embargo, parece que ahora
volvemos a sentir ese viejo sentimiento tan nuestro: la angustia de la razón
ahogada bajo supuestas verdades que se proclaman eternas. Aquí nos han llevado
errores, prejuicios y ambiciones de muchos, nacionalistas o no; pero, pase lo
que pase ya, parece que hemos entrado en una dinámica que tiene visos de acabar
otra vez con vencedores y vencidos. Y así perderemos todos.
Antonio Cazorla Sánchez es catedrático
de Historia de Europa en la Trent University (Canadá).
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