sábado, 18 de mayo de 2013

La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración.



En Europa, no se olvide, lo civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y de la alemana de Weimar (Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules).
No se ha sabido casi nunca -en España, en 1931, desde luego no se supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civilizada), de la libertad y la convivencia; tal vez sólo durante el liberalismo romántico, inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble imagen de la bella reina regente María Cristina y la reina niña Isabel II.
Añádanse ahora -ahora, y no antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el quinquenio que duró la República.
Mientras la Dictadura de Primo de Rivera (1923-29) se había beneficiado de la prosperidad, de la bonanza económica que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933).

Europa era bastante pobre; España lo era resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso, que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza, desalentaron la inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía; una reforma agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del campo.
Los extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien la fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con él el espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor, mejor».
Se dirá que todo esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad que es una guerra civil.
Se avanzó a ella por sus pasos, muy rápidos ciertamente.
El primero, la politización, extendida progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática.
La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración.
Ello produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos.
Se produjo una tendencia a la abstracción, a 1a deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción de España se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de «país católico» -aunque el catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente-; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible, cómoda.

Frente a este horror, el mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la expresión- de todas las formas  de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional.
Los españoles menores de sesenta años -y muchos mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el mimetismo de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del partido socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde 1933, Mussolini irá a remolque de Hitler, y es el año en que se consolidan en España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las defienden, pero sí «nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia «nacionalsocialista».

¿No había otra cosa?
Sí.
Por una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo.
Por otra, los que intentan defender una «democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía, oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la aceptación de cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas de un parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la política de concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las llevará a una política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un factor más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y finalmente la guerra civil: la pereza.
Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores.
Más aún, para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante.
Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar.
En vez de pensar, echar por la calle de enmedio.
Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.

No se puede entender la situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aisla del conjunto de la europea.
En 1931, según mis cálculos, se produce un cambio generacional; es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio.
Es el punto en que se inicia en toda Europa el fenómeno de la politización, y con él la propensión a la violencia.
No hay más que ver en una cronología detallada la serie de los sucesos en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1931 para ver cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la vida humana.
Ese periodo generacional, que se extiende hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay que entender la guerra civil española.
Pero -se dirá- en otros países no se llegó a tanto.
La guerra mundial fue otra cosa, no propiamente una «discordia», una crisis eje la convivencia.
Además, muy probablemente fue «estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un tiempo como «cebo» y «ensayo».
Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de estas consideraciones hay que extraer es que en la guerra civil hubo un decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable.
Creo, por el Contrario, que la guerra civil hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a una situación sin duda difícil y peligrosa.
Julian Marías. ¿Cómo pudo ocurrir?

No hay comentarios: