domingo, 5 de mayo de 2013

Verano de 1934. (Pío Moa)




En noviembre de 1933 ganó las elecciones el centro derecha, por una gran mayoría (más de cinco millones de votos contra tres de las izquierdas).
Esa victoria no fue aceptada por los partidos perdedores.
Los republicanos, empezando por Azaña, intentaron un golpe de estado intrigando con el presidente de la república, Alcalá-Zamora, y con el jefe del gobierno, Martínez Barrio, para impedir la reunión de las Cortes democráticamente elegidas.
No obstante, los dos últimos rechazaron la propuesta, y las Cortes se reunieron.
El partido más votado había sido la CEDA.

formaciones centro-izq.
esc.
formaciones centro-der.
esc
psoe
58
ceda
113
esquerra catalana
23
partido radical
80
izquierda republicana
7
partido agrario
39
partido radical-socialista
3
partidos monárquicos
32
federales
2
lliga regionalista
24
partido comunista
1
falange española
2
otros partidos centro-izq.
6
otros partidos centro-der.
96

La CEDA se convirtió en el principal partido de las Cortes y Gil Robles en el líder de la España conservadora. La aparición en dicha cámara de dos representantes falangistas y un comunista fue la primera advertencia de que la sociedad española estaba entrando en una espiral de radicalización.
Su jefe, Gil-Robles, había hecho en la campaña electoral algunas declaraciones antiparlamentarias (también el PSOE), pero se mostró, en general, moderado y conciliador, y terminó pidiendo concordia entre derechas e izquierdas, a pesar de haber sido asesinados seis derechistas durante la campaña, y ninguno de los contrarios.
La petición fue interpretada por las izquierdas como un síntoma de debilidad.
Esta moderación se manifestó cuando renunció al gobierno, dejando la tarea a Lerroux, dirigente del segundo grupo parlamentario.
La reacción de los socialistas: la mayoría, resuelta a establecer cuanto antes la dictadura del proletariado, se desembarazó de Besteiro, opuesto a tales planes. Y en enero del 1934 empezó a organizar una insurrección considerada como “guerra civil”, de la mayor violencia y alcance posibles.
La Esquerra acogió su derrota electoral profiriendo graves amenazas de subversión, y se declararó “en pie de guerra”.
Al PNV le unían a la CEDA el catolicismo y la defensa de numerosos valores conservadores, pero todo lo cedió por su ambición de conseguir el estatuto de autonomía (y, desde el primer momento, los nacionalistas manifestaron su decisión de vulnerar el estatuto, convirtiéndolo en palanca para abrir la puerta a la separación de Vasconia de la odiada Maketania). Por esa razón fue posible, en aquellos meses, una estrecha alianza de hecho entre el PNV y las izquierdas, incluso las revolucionarias.
(Para algunos significaba una supuesta democratización y moderación del PNV frente a una radicalización de la CEDA. Ocurrió al revés, al inclinarse por aquellas izquierdas, el PNV contribuyó a la inestabilidad y al proceso revolucionario, la CEDA mantuvo una moderación que la convertiría en el último puntal de la legalidad republicana).
Al hacer del estatuto, y no de intereses religiosos o de conservación social, el eje de su política, la opción del PNV por la izquierda, incluso por la extrema izquierda, tenía su lógica. Las izquierdas no sólo parecían dispuestas a emplear todas las fuerzas posibles contra el gobierno, incluyendo al PNV, sino que para ellas la unidad de España tenía mucha menos relevancia que para la derecha.
El nacionalismo español de los republicanos se basaba en promesas sobre el futuro, sin raíces en un pasado que tenían por nefasto, y por ello ofrecía una clara debilidad a las pretensiones separatistas.
Los socialistas y comunistas reivindicaban a veces una patria hispana más “auténtica”, contra “la patria de los señoritos y los explotadores”, pero su doctrina era internacionalista, y suponía que “los obreros no tienen patria”. La unidad nacional no significaba mucho para ellos si, destruyéndola, quebraban a la “oligarquía” e impulsaban la revolución.
El PNV concedía importancia menor a los avances revolucionarios en España, si ellos le facilitaban avanzar a la secesión.
El gobierno Lerroux tenía serios problemas con el presidente de la república, Niceto Alcalá-Zamora.
Durante el bienio izquierdista, el presidente no se había entrometido en las labores gubernamentales de Azaña, pero se creía con derecho a inmiscuirse en las del gobierno de centro derecha.
Su ambición, desde el principio mismo de la República, había sido dirigir o tutelar una gran fuerza conservadora capaz de contrapesar a las izquierdas.
Esa aspiración se había hundido por su lamentable reacción, o falta de reacción, ante la oleada de incendios de bibliotecas, conventos y escuelas en mayo del 1931.
Entonces había perdido su prestigio ante la opinión de derechas. Sin embargo persistía en la vieja intención tuteladora, que le impulsaría a decisiones catastróficas. Tenía además el miedo a ser tildado de “reaccionario” por las izquierdas, lo cual le llevaba a graves claudicaciones.
 Enseguida intrigó en el partido de Lerroux, para fomentar divisiones que favorecieran su influencia.
Ante el indulto y reposición de los golpistas de Sanjurjo en el ejército, Alcalá-Zamora echó un pulso a Lerroux, provocando para ello una grave crisis constitucional. Al resistirse a firmar el indulto y la reposición, el presidente ofrecía una estampa progresista e intransigente en defensa del espíritu republicano, pero era un pretexto; dos años después no puso ningún obstáculo para firmar la reposición triunfal de los militares participantes en la insurrección izquierdista de octubre del 1934 y condenados por ello.
Ante la intransigencia presidencial, Lerroux prefirió retirarse, y entró a gobernar Ricardo Samper, un político de la confianza de Alcalá-Zamora, conciliador y dialogante, pero falto de la firmeza necesaria para arrostrar las ofensivas izquierdistas y nacionalistas; todos sus adversarios, incluido Azaña, lo despreciaron desde el principio.
 En estas circunstancias se plantearon las gravísimas maniobras de desestabilización de las izquierdas y el PNV contra la legalidad republicana.



¿Tenía razón la mayoría de españoles que rechazó a las izquierdas después de haberlas experimentado durante dos años?.
No fueron las mínimas y ocasionales violencias de las derechas, sino las de la CNT, replicadas con enorme dureza desde el poder, la verdadera causa de la quiebra del Gobierno republicano-socialista, sobre todo después de la matanza de Casas Viejas.
Y la CNT era una sindical izquierdista que había colaborado a traer la República.
El grueso de la derecha se atuvo estrictamente a la legalidad republicana, en lugar de subvertirla.
La República no había llegado con un programa izquierdista, sino que había sido concebida como una democracia liberal por Alcalá-Zamora y Miguel Maura, verdaderos promotores de la empresa.
Fue el predominio alcanzado enseguida por las izquierdas lo que condujo a desvirtuar ese objetivo ya en la misma Constitución, lastrada por graves sectarismos y mutilaciones de los derechos ciudadanos.
Además, incluso los elementos democráticos de la Constitución fueron echados a perder en gran medida por la Ley de Defensa de la República y, más tarde,  por la de Vagos y Maleantes, impulsadas ambas por Azaña.
El voto femenino, lo promovieron tanto las derechas como las izquierdas, salvo una parte de estas últimas, muy renuente a concederlo por puro sectarismo.
Sobre la labor cultural del bienio, no cabe duda de que tuvo cierto interés, quedó contrarrestada por hechos tan negativos como la supresión de centros de enseñanza prestigiosos por el mero hecho de ser católicos, o las graves destrucciones de bibliotecas, escuelas y obras de arte, y por la difusión de unas ideologías fanatizantes.
La cifra de huelguistas saltó de 240.000 en 1931 a 840.000 en 1933, subiendo también en vertical el número de parados (de 390.000 a 618.000), aumentando de forma dramática la miseria extrema y, por tanto, las desigualdades sociales.
En ello jugaron factores ajenos a la política de las izquierdas, como la crisis económica mundial de la época, pero también las medidas adoptadas no suavizaron sino que empeoraron la crisis, frenando la iniciativa privada y creando una inseguridad a su vez paralizadora de la actividad económica.
La reforma militar, necesaria y aceptada por la mayoría del Ejército, se echó a perder en buena parte por la agresiva demagogia antimilitar de las izquierdas, que "se ensañan con el ejército a mansalva", como indicaba Azaña, y por la política de promoción profesional, demasiado partidista, también deplorada por aquél, aunque no supo o no quiso ponerle remedio, aparte de contribuir al descontento exhibiendo una actitud de desprecio hacia los militares.
De la expansión de la enseñanza su resultado distó mucho de las cifras triunfalistas en cantidad, y más aún en calidad, ofrecidas por la propaganda.
Tampoco fue resuelto el problema planteado por el agresivo nacionalismo catalán, pues el estatuto de autonomía, visto por el Gobierno como una solución estable, lo consideraban los nacionalistas tan sólo como un paso en una escalada indefinida de reivindicaciones hasta una práctica separación de Cataluña.
 En cuanto a la reforma agraria, fue realizada con la demagogia habitual, sembrando esperanzas desmedidas entre el campesinado, con realizaciones frustrantes, que fomentaban en círculo vicioso más agitación y más radicalización de las masas, a quienes se señalaban los propietarios grandes y medianos como los responsables de la miseria.
En los dos años fueron asentados 4.400 campesinos, una cifra irrisoria, en poco más de 24.000 hectáreas, lo cual daba a cada uno unas parcelas de sólo seis hectáreas de tierra por lo común pobre y poco productiva, impidiéndoles salir de la miseria.
También fueron establecidos de forma ilegal, es decir, vulnerando el derecho de propiedad, 40.000 yunteros extremeños sobre 123.000 hectáreas, fincas mínimas de tres hectáreas, inviables económicamente. Azaña tiene comentarios sarcásticos sobre la chapucería con que su Gobierno abordó la cuestión agraria.
 Todos estos fracasos y daños los vio y los sufrió la población, aunque a menudo no entendiera bien su origen, y por ello cambió drásticamente su voto en 1933.
Máxime cuando vinieron acompañados de una elevación sin precedentes de la violencia política, así como de la delincuencia común.
En tan corto período murieron en la calle o en atentados un mínimo de 250 personas, entre ellas más obreros que en muchos años de monarquía.
 La mayoría de las historias progresistas prestan atención muy insuficiente a estos datos, pues, como salta a la vista, estropean la visión idílica de la República que intentan transmitir a la gente, y de paso ponen en su lugar unas pretensiones científicas que sólo pueden mantenerse a base de omitir o desvirtuar sin escrúpulo gran número de hechos significativos 

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