A
medida que pierde fuerza en las encuestas, los dirigentes del nuevo partido se
enfrentan a un viejo dilema en las formaciones de izquierda entre las ideas que
sostenían antes de ser conocidos y el pragmatismo
IGNACIO
URQUIZU 27 ABR 2015 - 00:00 CEST EL PAIS
Las
encuestas que se vienen publicando en las últimas semanas muestran un claro
descenso de los apoyos a Podemos. Así, según los datos de Metroscopia, tras
alcanzar su máximo a principios de año con un 28,2%, en el último clima social
que publicó este periódico se situaría en el 22,1%.
Estaríamos,
por lo tanto, ante un descenso de 6 puntos porcentuales.
Pero
si nos detenemos en los datos brutos de los sondeos, en lo que responde la
ciudadanía de forma espontánea, la caída en la intención directa de voto es
algo mayor, pasando del 22,2% en noviembre de 2014 al 12,8% que obtuvo la
semana pasada en una encuesta interna de Metroscopia.
A
este descenso hay que añadir un segundo elemento novedoso.
Según este mismo sondeo, la semana pasada Podemos dejó de situarse como
primera fuerza política en intención directa, algo que venía sucediendo desde
hace seis meses.
Por lo tanto, todo apunta a que Podemos comienza a no poder.
La pregunta que surge a continuación es: ¿qué le está pasando al partido
de Pablo Iglesias?
Desde
luego que no hay un único factor que puede explicar por completo esta caída,
sino que está siendo un cúmulo de circunstancias.
La
primera de ellas tiene que ver con lo que se ha llamado “vieja política”. En la
corta vida de Podemos, algunos de los defectos que se han señalado como propios
de los partidos tradicionales han hecho su aparición en la formación de
Iglesias, Errejón y Bescansa. Episodios como el caso Monedero o las luchas
internas por el control de la organización nos recuerdan a los problemas que
están detrás de la desafección hacia el Partido Popular y el Partido Socialista.
Seguramente,
el error ha estado en distinguir “vieja política” de “nueva política”, como si
un nuevo tiempo en nuestra democracia hiciese desaparecer los ingredientes que
son propios del poder. Desde que las sociedades se organizan políticamente,
elementos como la disputa por el acceso al poder o el uso abusivo de éste
siempre han estado muy presentes. Esto no significa que estos rasgos del poder
sean deseables, sino que hay que conllevarlos. Pero Podemos ha pecado de
adanismo en sus planteamientos iniciales, pensando que con ellos todo comenzaba
de nuevo y nada iba a quedar de lo que es propio del poder. Así, en el momento
que han perdido la inocencia, el desencanto que les aupó en los sondeos puede
acabar volviéndose en su contra y muchos ciudadanos que esperaban ver en este
partido algo distinto, pueden estar abandonándoles fruto de una cierta
decepción.
Un
escenario más abierto
Primer
seísmo político
El
segundo factor que quizás esté detrás del descenso de Podemos es el significado
de sus apoyos. Dicho de otra forma: la intención de votar a esta nueva
formación política (y también a Ciudadanos) es el reflejo de un estado de
ánimo. La gran diferencia de PP y PSOE respecto a C’s y Podemos es que los
primeros son partidos políticos y los segundos, por ahora, sólo son eso:
estados de ánimo. Desde luego que esta distinción da cierta ventaja a las
nuevas formaciones políticas. De hecho, es por ello por lo que han subido como
la espuma en las encuestas: porque son el reflejo de un deseo de la ciudadanía,
pero no producto de organizaciones estructuradas e implantadas en los
territorios.
Seguramente,
el error ha estado en distinguir “vieja política” de “nueva política”
¿Y
cuál es el estado de ánimo de los españoles? En la medida que no existen
liderazgos sólidos que sean capaces de diagnosticar qué nos está pasando y qué
retos tenemos como sociedad, la ciudadanía se encuentra totalmente
desorientada. Y es en esta confusión donde las intenciones de voto a Podemos y
a Ciudadanos se están alimentando. Pero hay un segundo rasgo que también define
al estado de ánimo de los españoles: la volatilidad. La velocidad a la que se
están produciendo los acontecimientos en los últimos tiempos está provocando
que la opinión pública cambie con mucha celeridad. Por ello, no debería
extrañarnos que un ascenso a los cielos a gran velocidad pueda verse seguido
por un descenso a la tierra con la misma rapidez.
El
tercer factor que quizás explique la oportunidad que está perdiendo Podemos es
su proceso de construcción y reclutamiento de cuadros. Muchas de las asambleas
locales y regionales se están nutriendo principalmente de antiguos miembros de
Izquierda Unida, de Izquierda Anticapitalista, etcétera... De hecho, los
principales dirigentes de Podemos provienen de estas formaciones políticas.
Esta cuestión no es baladí, puesto que genera algunos interrogantes relevantes:
¿han renunciado a su ideología inicial al cambiar de siglas? O, ¿siguen defendiendo
postulados más propios de la extrema izquierda de la que provienen?
Su
respuesta a estas dudas ha sido cambiar el terreno de juego, diciendo que lo
importante ahora no es ser de izquierdas o de derechas, sino que estamos ante
la defensa del pueblo frente a la casta. Así, han construido un discurso que
huye de los ejes de competición política e ideológica más tradicionales,
situando el campo de juego en otro escenario. Pero lo cierto es que, a pesar de
sus esfuerzos, la ciudadanía los identifica con un partido situado en la
extrema izquierda. En el último clima social de Metroscopia, en una escala de 0
a 10, siendo 0 extrema izquierda y 10 extrema derecha, los encuestados situaban
a Podemos en el 2,2.
En
cambio, en ese mismo sondeo la media ideológica de los españoles aparecía en el
4,7, más cerca de posiciones moderadas. De hecho, es en ese espacio ideológico
donde se viene situando la sociedad española desde el comienzo de la
democracia.
Los
españoles se sitúan mayoritariamente en el centro-izquierda, muy lejos de los
extremos
Pero
no es sólo cuestión de donde les ven los españoles en las encuestas. Las
elecciones de Andalucía han revelado que, por ahora, el espacio electoral que
ocupan es el que ha tenido Izquierda Unida en sus mejores años. Si sumamos los
votos y los escaños que obtuvieron Podemos e Izquierda Unida el pasado 22 de
marzo, vemos que alcanzan la cifra del 21,7% y 20 diputados. Estas cifras son
muy similares a las que obtuvo IU en su mejor momento en las elecciones
autonómicas de 1994.
En
definitiva, el acierto que tuvieron los dirigentes de Podemos en diagnosticar
qué le estaba pasando a la sociedad española durante esta crisis, se está
viendo contrarrestado por factores que impiden el aprovechamiento de esta
ventana de oportunidad. Seguramente, de los tres factores que aquí se señalan,
el más relevante es la ausencia de un proyecto político compartido por la
mayoría de la ciudadanía.
Como
los sondeos vienen mostrando en los últimos 35 años, los españoles se sitúan
mayoritariamente en el centro-izquierda y muy lejos de las posiciones extremas.
Además, fruto de esta moderación, los datos de opinión pública muestran que la
ciudadanía no desea una ruptura total con el pasado, sino que esperan que
nuestros problemas como país sean solucionados. Ello implica reformas
profundas, pero no enviar al baúl del olvido la mejor etapa de nuestra
historia.
Pero
asumir estos postulados implicaría que los principales dirigentes de Podemos
abandonan las ideas que vienen sosteniendo antes de ser conocidos por el
conjunto de los españoles. En el caso que lo hiciesen, estarían renunciando a
sus convicciones en beneficio del pragmatismo electoral y esto podría acabar
siendo identificado con la “vieja política”. Tome el camino que tome, la
formación de Pablo Iglesias se va a encontrar en una enorme dificultad. Está,
por lo tanto, ante el eterno dilema al que se ha enfrentado la izquierda. Y es
que, en el fondo, casi todo ha sucedido antes.
Ignacio
Urquizu es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y
coordina el seminario de análisis político de Metroscopia.
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