Sin
avisar siquiera a su presidente, abocando a éste a una primera reacción
balbuciente apenas remediada por la apelación a la no interferencia, el
ministro de Hacienda desata una operación de evidentes repercusiones
mediáticas, más allá de la solidez de los indicios existentes.
Lo
hace usando su propia Policía, puenteando a Anticorrupción que pidió
madurar la investigación, y con cierta teatralización del allanamiento de la
vivienda y el despacho de Rato y de su conducción como reo en una cuerda de presos de un lugar a otro.
Lo
hace en vísperas electorales y reventando una semana política que estaba
prevista para que la ocuparan por entero Chaves y Griñán, es decir, la acepción
corrupta del PSOE.
Insisto
en que la operación no la impulsa un juez que por definición podría tomar sus decisiones
al margen de conveniencias y tiempos políticos, sino un ministro que no informa
a su superior jerárquico de lo que está a punto de explotar en el seno de la
legislatura y del partido.
¿Por
qué?
¿Qué
tensiones internas hay que desentrañar allí?
Porque,
más allá de los indicios existentes (insisto en esto), las circunstancias de la
operación han potenciado en la percepción social las dos reflexiones por las
cuales se llega a la conclusión de que Rajoy sobra y ha de despejar el camino a
los cuarentones: que el PP está muerto y electoralmente destrozado, y que los
años noventa y los personajes fundacionales encarnan el pecado original que
debe ser sanado por personas cuyo pasado no se remonte tan lejos.
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