La coalición puede defender sus aspiraciones con toda
radicalidad, pero debe hacerlo desde una lógica más seria del juego de
legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre todo, de la
justicia
JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA 27 NOV 2015 - 09:23 CET
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En caso de que Junts pel Sí tuviera razón, la legalidad real
de Cataluña ya sería la ignota del futuro. No la española, ni la del Estatut,
que forma parte de ella, sino la que vendrá. Esa no la conoce nadie. Por tanto,
en estos momentos, Cataluña carecería de ley. Solo tendría voluntad política.
Cada paso que diera el Parlament sería una creatio ex nihilo. Eso significaría
que los ciudadanos de Cataluña carecerían desde ahora de derechos ciertos. Todo
dependería del fiat, del hágase. Ante esta situación, no basta defender la
legalidad. Es preciso denunciar la ilegitimidad de poner a un pueblo entero
ante esa situación.
Si Junts pel Sí tuviera razón, el escenario de Cataluña
podría ser este: una parte de la población obedecería los mandatos del
Parlament, mientras otra obedecería al Estado. Pero si esto sucediese, ¿quién
dirimiría? ¿Quién tendría entonces el “monopolio de la violencia legítima”? ¿O
sería Cataluña un territorio con dos Estados? ¿Dejaría Cataluña que unos
ciudadanos ingresasen sus impuestos a la delegación estatal de Hacienda y otros
a la propia de la Generalitat? ¿Y cómo impediría una cosa e impondría la otra?
Los hombres de Junts pel Sí denuncian a España como un
Estado sin calidad democrática. Pero debemos preguntarnos qué calidad
democrática se puede seguir de un escenario como el que ellos han dibujado. Y
ahí se abre la cuestión de si los pasos que están dando son legítimos. Esto es
importante porque Junts pel Sí reclama tener de su parte la legitimidad. La
legalidad la dejan para España. Sus proclamas son ilegales, pero legítimas. Las
apelaciones al Tribunal Constitucional (TC) serían legales, pero ilegítimas.
Sus argumentos son erróneos. No solo porque en la concepción política de
Occidente la legitimidad califica exclusivamente a ordenamientos legales, sino
también porque su posición política no es legítima.
Primero, Junts pel Sí presenta su caso como si fuera
desobediencia civil. Un desobediente civil mejora la calidad democrática de un
país porque lucha por lo justo. Identifica algo injusto, arrostra la pena legal
debida y espera que, con su ejemplo, la opinión pública apoye sus puntos de
vista para cambiar la ley de forma legal. El argumento no funciona en el caso
catalán. Junts pel Sí olvida que la desobediencia civil aspira a cambiar una
ley concreta injusta y a producir un nuevo derecho concreto. Si triunfa, amplía
los derechos de los singulares respecto de un código en vigor. Cambiar unilateralmente
un Estatuto completo es otra cosa: deroga derechos generales y crea vacío
jurídico.
Cambiar unilateralmente un Estatuto deroga derechos
generales y crea un vacío jurídico
Forcadell mantiene que su pronunciamiento es legítimo porque
lo exige su electorado. El equívoco ahora concierne a la cuestión de la
democracia. Pero si se analiza bien, vemos que la actuación de Junts pel Sí no
es democrática en el sentido normativo de esta palabra. Lo es en el sentido de
Carl Schmitt: populista, plebiscitario y homogeneizador. Pero la legitimidad es
la condición que tienen las leyes democráticas justas. La declaración
unilateral de independencia no puede ser legítima porque no viene avalada por
una lógica democrática profunda.
En efecto, que una mayoría de ciudadanos exija algo, no
confiere a su exigencia un marchamo de legitimidad per se. Y esto por tres
razones: primera, porque la mayoría puede exigir que se desprotejan los
derechos de la minoría, protección que es la clave de la democracia en sentido
normativo. Eso se consumará si los parlamentarios del Junts pel Sí ejecutan la
independencia. En efecto, ¿concederá el Parlament a la minoría actual la
protección íntegra de sus derechos? No puede hacerlo sin reconocer la
Constitución española. Además, la declaración unilateral implicará eo ipso la
suspensión de derechos de la totalidad de la población catalana. Nadie sabrá
cuál es el futuro de su derecho efectivo a cobrar pensiones, a financiar la
educación, la sanidad o las infraestructuras, a protegerse del yihadismo o del
crimen. Nadie sabrá si el futuro pasaporte catalán será reconocido para viajar
con él. Nadie en suma tendrá un derecho cierto, salvo que volvamos a la caótica
suposición de que Cataluña sea un territorio con dos Estados.
Pero hay un argumento más. La declaración unilateral de
independencia no es legítima ni democrática porque no respetará la justicia
política. Para que una medida legal sea justa desde el punto de vista político,
ha de mantener intacta la probabilidad de la victoria electoral de la
oposición. Si se usa la prima de poder para impedir que la oposición gobierne
algún día, entonces una norma es políticamente injusta e ilegítima, aunque sea
legal. Y ello porque condena de forma irreversible a una oposición en minoría a
ser una eterna sometida (en este sentido específico nadie puede decir que el
actual Estatut sea injusto). Ahora bien, si Junts pel Sí dijese que la actual
oposición, según su normativa futura, podrá acceder al poder de la Generalitat,
entonces estaría diciendo que no va a fundar un Estado. Pues si un día ganase
la oposición, hoy minoritaria (y debería poder hacerlo), entonces Cataluña se
reintegraría en España (igual que ahora saldría de ella). Así, el formar o no
parte del Estado se haría depender de una votación parlamentaria simple, algo
que contradice la noción misma de Estado.
La situación es engañosa y sin salida: ni siquiera desde el
catalanismo se pueden reclamar apoyos
En resumen, cuando se dice que la mayoría del Parlament
impone un acto legítimo, se está afirmando que la legitimidad es un adjetivo de
la voluntad política, no de la legalidad. Al no reposar en legalidad previa
alguna, sería un acto místico. Ahora bien, esta voluntad mística no demuestra
ser legítima, porque anula derechos generales y no crea ninguno cierto,
desprotege a la minoría y compromete la justicia política.
No hay aquí choque de legalidad frente a legitimidad. Hoy
por hoy, la posición de Junts pel Sí no es legítima. Y eso significa que la
situación es sintomática, engañosa y sin salida. Los catalanes no tienen por
qué encaminarse a una escalada de tensión que espera de España una medida de
autoridad para neutralizar la construcción autoritaria del Estado catalán. Eso
se parece mucho a un nihilismo desalentador que no sirve a nadie, ni a Cataluña
ni a España. Junts pel Sí puede defender sus aspiraciones con toda radicalidad,
incluida la independencia. Pero debe hacerlo desde una lógica más seria del
juego de legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre
todo, de la justicia. Pueden creer que los conceptos claros son propios de una
voluntad débil. Pero deben saber que los observadores imparciales de fuera y
los demócratas españoles no tenemos otra herramienta de juicio. Y con esos
conceptos fundamentales de Occidente en la mano, los de legalidad, legitimidad,
democracia y justicia, Junts pel Sí se encamina a una situación en la que no
puede reclamar el apoyo franco de nadie, aunque simpatice con la causa
histórica de Cataluña.
José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía de la
Universidad Complutense de Madrid.
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