La carta de Theresa May a la Unión Europea es cinismo de alto voltaje arropado en exquisito lenguaje diplomático
La carta de Theresa May a la Unión Europea es veneno envuelto en celofán, puño de hierro en guante de seda, cinismo de alto voltaje arropado en exquisito lenguaje diplomático. Que nadie se engañe: las concesiones lingüísticas a la suavidad realizadas por la primera ministra británica, están lejos de diseñar un propósito distinto al que alberga desde hace tiempo, el de un Brexit duro y extremista.
Su larga introducción es un catálogo de buenas intenciones, casi una declaración de amor. Tan meliflua y dulzona que parece increíble pueda responder al mismo poder que despreció y criminalizó a los inmigrantes europeos, les impidió votar en el referéndum (a diferencia de los procedentes de la Commonwealth) y prohibió que los británicos residentes en los países continentales pudieran depositar sus papeletas.
Así, asegura que no pretende “dañar” ni a la UE ni a sus miembros, que espera una retirada “ordenada” y “lo menos disruptiva posible”, de una Unión que desea “fuerte y próspera”. Nada que objetar a estos almibarados halagos, salvo a la afirmación de que el Reino Unido “abandona la UE, pero no a Europa”, como si existiese otra Europa distinta o alternativa a la Unión Europea: se desplomaron con la ampliación nórdica , al desaparecer en 1995 la Zona de Libre Cambio (EFTA) patrocinada por Londres desde 1959 como competidora del Mercado Común; y el Comecon impuesto por la Unión Soviética a los países del Este, tras la caída del muro en 1989.
Lo sustancial del documento es el conjunto de siete principios que propone para la negociación. Lo más destacable es que contiene:
1) Una amenaza. Sabedora de la fortaleza militar del Reino Unido, de su capacidad atómica y de la credibilidad de su servicio de espionaje, May espeta que de no alcanzar un acuerdo en ese ámbito “nuestra cooperación se debilitaría” en lo tocante a la lucha contra el crimen organizado y el terrorismo. Sustituye azúcar por vitriolo.
2) Una blasfemia. Reitera en distintos pasajes que pretende simultanear los dos acuerdos inherentes a la evocación del artículo 50, el de divorcio y el de la posterior asociación. Considera así “necesario” el “acordar los términos de nuestra futura relación junto” con los de su “retirada”. Ese planteamiento viola el artículo 50 del Tratado de Lisboa (redactado en la Convención para la Constitución Europea precisamente por un británico, sir John Kerr), que estipula que se trata de dos momentos distintos (aunque el primero deba “tener en cuenta” las perspectivas del segundo). Y constituye una suerte de blasfemia, al oponerse directamente a la voluntad expresada en sentido contrario por los Veintisiete, así como por su negociador, Michel Barnier, que pretenden evitar el caos y la confusión resultantes de mezclar dos procesos negociadores relacionados, pero de muy distinta naturaleza.
3) Un cinismo insuperable. Cuando May apela a que “el corazón” del envite son los intereses de “nuestros ciudadanos”, y especialmente de los residentes europeos en la isla y de los británicos en el continente, aparenta una vocación social y humanista tan insuperable como compartible. Pero si este asunto del futuro de casi cuatro millones de personas se incorpora como prioridad a la agenda de la negociación, es porque antes ella misma lo ha querido dejar irresuelto, tomando a los inmigrantes europeos como “escudo humano” y objeto de secuestro político para otros fines. La Cámara de los Lores le propuso saldar el asunto con el pleno reconocimiento de los derechos adquiridos pro ambos grupos humanos antes de invocar el artículo 50. Si cuatro millones de familias británicas y europeas chapotean en la inseguridad y la angustia por su incierto futuro –su derechos, sus empleos, su atención sanitaria, las escuelas de sus hijos, sus viviendas-- es estricta culpa de Theresa May y de su fanático entorno.
4) El miedo y la debilidad. La carta exhibe también un miedo evidente por los efectos de la retirada sobre la frontera sur del Ulster, con la República de Irlanda, que pretende permeable, algo que evoca los distintos peligros de desgarro territorial del Reino (la víspera, el Parlamento escocés votó tramitar un segundo referéndum de independencia), su gran debilidad interna en esta negociación. Y si postula largos “períodos transitorios” para adaptarse “suave y ordenadamente” a la separación, ¿acaso no evidencia la debilidad argumental de quien no tiene ninguna prisa en abandonar su actual y confortable situación de Estado miembro?
En suma, aunque siempre es mejor la cortesía que el exabrupto, resulta patético tramitar una agresiva propuesta de divorcio como si se tratase de una placentera pedida de mano.
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