Las fobias sociales
son enfermedades que se deben superar. Convertir en creencia la idea de la
igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre el discurso de
la intolerancia y el respeto a la libertad de expresión
28 MAR 2017
EULOGIA
MERLE
Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan
Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el
comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido
como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber
moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a
pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a
producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la
Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier
episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían
sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.
Ese relato resulta familiar a
quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia.
En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del
progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados
por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se
abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de
europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso
pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como
bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de
la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de
Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.
Se entiende por discurso del odio cualquier forma de
expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar
el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde
una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende
estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados
con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y
lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.
Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para
referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión,
el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo
de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se
deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el
antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de
determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la
aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca
atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son
especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue
en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos
fóbicos proliferan en la vida compartida.
Desde un punto de vista jurídico, el principal problema
estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado
en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos,
objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su
autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados
puede quedar eliminado.
En principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el
único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los
totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia
de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.
Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia
dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante
inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo
forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de
reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que
los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes
que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño
irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los
colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el
“nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida
superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez,
consideran inferiores.
Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo
estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el
discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los
discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también
por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.
Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta.
Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se
supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin
incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a
merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades
personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el
reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una
sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias,
que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y
estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad
es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la
libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra
persona difícilmente se permitirá dañarla.
En su libro El discurso del odio se
preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo
basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de
este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con
desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y
provoca un retroceso de siglos.
Cultivar un êthos democrático es el modo de
superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más
vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de
quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los
socialmente más poderosos.
Adela Cortina es
catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia,
miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la
Fundación ÉTNOR.
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