ANTONIO
ELORZA 31 OCT 2015 - 20:33 CET
No es
casual el segundo plano asumido por Artur Mas en la proclamación de la
independencia desde el Parlament. De un lado, se trata de subrayar que “el
proceso” es fruto de una acción colectiva; de otro, hay que esconder la cara
ante las sanciones que lógicamente recaerían sobre él.
De
hecho, cuanto viene sucediendo estaba prefigurado desde septiembre de 2012.
El
propósito declarado de actuar al margen del Estado español y del Constitucional
es el punto de llegada lógico de una trayectoria resumible en cuatro puntos:
1) El
Gobierno catalán, en nombre de una Catalunya que solo él encarna, asume un
poder constituyente cuyo fin es la independencia (“soberanía”);
2)
Ello significa que la Constitución española deja de tener vigencia en
Catalunya, salvo, claro es, para habilitar jurídicamente al Govern en la
obtención de dicho propósito;
3)
Como consecuencia, el único papel de las instituciones españolas y de sus
organizaciones políticas es otorgar el visto bueno a cuanto Catalunya haga y
decida; toda oposición en nombre de la ley resulta “antidemocrática”;
4) Y
last but not least, la mitad de la sociedad catalana no independentista se
convierte en sujeto pasivo del “proceso”, sometida al totalitarismo horizontal,
a la homogeneización impuesta desde la Generalitat. La verdadera Catalunya se
encargará de decidir.
Y así
ha sido.
Poco
diálogo cabía.
El
error del Gobierno no ha sido defender siempre la Constitución, sino asumir el
papel de una fortaleza sitiada, ignorando que la democracia no requiere
propaganda, pero sí comunicación, aspecto en que Mas se movió sin obstáculos.
Ignorando
también que la Constitución admite ser reformada, y ello ha de ser esgrimido
desmintiendo la imagen del callejón sin salida impuesto desde Madrid.
Olvidando
por último hasta ayer que una crisis constitucional ha de ser abordada.
mediante la coordinación de fuerzas democráticas.
¿Incluido
Podemos?
En su
intento de atraer votos como sea, Iglesias busca aquí la cuadratura del
círculo.
Quiere
a Catalunya en España, pero tal sentimiento no tiene efecto alguno; antes está
“el derecho a decidir”, sin que cuente para nada el marco coercitivo en que
tendría lugar.
Mas
nunca, pero vota a su candidata para presidir el Parlament. Autodeterminación
primero, en plena crisis; victoria del no, augura. ¿”Garantía de unidad de
España”? Rajoy recibe a Podemos: ¿por qué no, y antes, a Izquierda Unida?
En su
despedida europea, Iglesias ha recuperado el discurso del odio, inherente a su
personalidad.
No
formuló críticas, sino acusaciones y descalificaciones propias de un fiscal de
la Revolución (1793, 1937), con la guillotina imaginaria alzada frente a
Jüncker y todos los componentes de “la maldita coalición”
populares/socialistas. Ahora toca ponerse nuevamente la máscara y sembrar
ilusiones. El fracaso de los demócratas sería su oportunidad.
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