a) El que cree que no quiere nada, el que
dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta
permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero
que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta: marcharse y
quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la
vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta
en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria
porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que
le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que
quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo
o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere
y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más
entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en
plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se
despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a
hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad necesitan
necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la
libertad y la reflexión propias.
Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la
imbecilidad acecha y no perdona!
Por favor, no vayas a confundir la
imbecilidad de la que te hablo con lo que a menudo se llama ser «imbécil», es
decir, ser tonto, saber pocas cosas, no entender la trigonometría o ser incapaz
de aprenderse el subjuntivo del verbo francés aimer.
Uno puede ser imbécil para las matemáticas
(¡mea culpa!) y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y al
revés: los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos para
cuestiones de ética.
Lo contrario de ser moralmente imbécil es
tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una
tómbola ni que nos caiga del cielo.
Admito que para lograr tener conciencia hacen
falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con
el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos requisitos sociales y
económicos pues a quien se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más
necesario es difícil exigirle la misma facilidad para comprender lo de la buena
vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es
raro que vayas a lo bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el
resto depende de la atención y esfuerzo de cada cual. ¿En qué consiste esa
conciencia que nos curará de la imbecilidad moral?
Fundamentalmente en:
a) Saber que no todo da igual porque queremos
realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que
hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el
buen gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne
espontáneamente hacer (por ejemplo, que le dé a uno «asco» mentir como nos da
asco por lo general mear en la sopera de la que vamos a servirnos de inmediato.
d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen
que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias
de nuestros actos.
¿Por qué está mal lo que llamamos «malo»?
Porque no le deja a uno vivir la buena vida que queremos.
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