Hay que medir lo que se hace y lo que se
dice.
EL PAÍS 16 ENE 2016 - 00:00 CET
Toda la sociedad está estructurada en torno a
protocolos y rituales. Sin este andamiaje imprescindible, sería el vacío. Esto
vale tanto para bodas y funerales como para actos institucionales.
Formalidad no es aceptación forzada del statu
quo, sino disposición de respetarse bajo un mínimo denominador común.
En este reinicio de la vida pública es lógico
que los representantes de cada grupo, sobre todo los nuevos, trasladen al
espacio público sus formas y sus ritos.
Eso es lo que intentó hacer Carolina
Bescansa, la diputada de Podemos que se llevó a su bebé al pleno de
constitución del Congreso y lo mantuvo allí largas horas junto a ella, salvo los
momentos en que fue relevada de la tarea por algunos compañeros de bancada.
La monumental polémica levantada por este
hecho resulta exagerada, tanto por parte de quienes lo consideran mero
exhibicionismo como de los que lo justifican para llamar la atención sobre la
dificultad de conciliar la vida familiar y laboral.
Ahora bien, la conciliación necesita reglas
legislativas, cultura de corresponsabilidad en el cuidado de los hijos y
revisión de horarios: ahí existe un ancho terreno para la política, sin necesidad
de utilizar a un bebé en las necesidades de propaganda de un grupo concreto.
El escándalo ante otras supuestas
transgresiones formales resulta forzado.
No hay más que recordar el asombro suscitado
por las chaquetas de pana utilizadas por significados socialistas en la
Transición, para estar de acuerdo en que aquello no supuso el inicio de ningún
camino sin retorno.
Lo importante fue la política practicada y no
la acomodación al código vestimentario al uso. Por eso, rasgarse las vestiduras
porque algún diputado llegue al Congreso en bicicleta (¿tendría que hacerlo en
coche o en metro?) o soltar que unas rastas pueden conllevar piojos son ganas
de continuar la vieja política bronquista.
Estos hechos nos hablan del poder de las
formas, de lo que se hace y lo que se omite, de lo que se insinúa y lo que se
enfatiza. Y hay momentos en que se acentúa su carga simbólica, como ocurre en
estas semanas.
De ahí
que los actores políticos y los seguidores de la vida pública deban medir lo
que hacen y lo que dicen, los códigos verbal y corporal del lenguaje empleado.
Deberían haberlo tenido en cuenta los
diputados de Podemos antes de añadir gestos y comentarios al acto de
acatamiento de la Constitución.
Que unas fuerzas se opongan a su reforma y
otras promuevan cambios constitucionales no impide que todos estén reunidos en
el mismo Congreso, y que puedan parlamentar con argumentos y razones, sin
recurrir a exageraciones gestuales que rozan el hooliganismo.
Lo mismo que hay que desterrar el desprecio a
los idiomas, los himnos o los símbolos. Como tampoco hay que entrar en un
torneo oral de agresividades a cuento de una diferencia política (lo que ha
sucedido respecto a los grupos parlamentarios pretendidos por Podemos).
No volvamos tan rápidamente a las prácticas
de la infamia. La Constitución, de la que nace la legitimidad de todos los que
se sientan en el Congreso, y la institución parlamentaria merecen un respeto
que en absoluto impide utilizar toda la profundidad y la dureza dialéctica que
se desee, siempre que se haga sin trato grosero o mezquino
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