Crece
el temor instalado entre amplios sectores del PSOE de que la resuelta voluntad
de su secretario general, Pedro Sánchez, de llegar a La Moncloa, aunque sea con
el apoyo de las formaciones independentistas, acabe por acelerar la decadencia
del que fuera el partido referente de la izquierda española.
El
propio Sánchez, toda hay que decirlo, contribuye muy poco a restaurar la
tranquilidad y la confianza de sus compañeros a tenor, por ejemplo, de
declaraciones como las efectuadas ayer en Santander, en las que se advierte una
preocupante fuga de la realidad por parte de quien pretende gobernar a los
españoles la próxima legislatura.
Más
allá de las manidas «boutades» contra el actual presidente en funciones del
Gobierno, Mariano Rajoy, y de su habitual estrategia de responsabilizarle del
proceso de sedición catalana –como si la equidistancia ante el separatismo
fuera una opción posible para un jefe de un gobierno democrático de España–, lo
que preocupa es su insistencia en prometer una futura reforma constitucional en
clave federalista para la que no sólo carece del apoyo electoral suficiente y
ni siquiera viene respaldada por un proyecto jurídico o un simple diseño
teórico sino que, además, no encuentra el menor eco positivo entre sus
principales destinatarios, más afanados en procurar la ruptura territorial del
Estado.
En
este sentido, parece imposible que el secretario general del PSOE desconozca
cuáles son los procedimientos tasados en nuestra Carta Magna para una reforma
como la que él propone, que afecta a los fundamentos de la propia Constitución
y que, en consecuencia, requiere unos requisitos de consenso y acuerdo popular
que están muy lejos de darse en el actual momento político de España,
fundamentalmente, porque la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos los
votantes socialistas, no lo ven necesario. Por regla general, para aprobar una
reforma constitucional se necesita contar con los votos afirmativos de los tres
quintos de cada una de las dos cámaras, Congreso y Senado, que integran el
sistema parlamentario.
Así
mismo, podría hacerse contando con la mayoría absoluta del Senado y dos tercios
del Congreso; y bastaría con que una décima parte de los senadores y de los
diputados lo solicitaran para que tuviera que convalidarse en referéndum.
Pero
si la propuesta de reforma afecta, entre otros, al Título Preliminar –que en su
artículo segundo establece la indisoluble unidad de la nación española–, cuya
pertinencia podría ser invocada, se procederá a su aprobación por dos tercios
de cada Cámara, se disolverán a continuación las Cortes y, tras nuevas
elecciones, el Parlamento resultante deberá convalidar la nueva norma, también
por mayoría de dos tercios, y, por último, someterlo todo a referéndum popular.
Estas
son las condiciones necesarias para llevar a cabo la propuesta federal de Pedro
Sánchez y, como cualquiera puede comprender, están muy lejos de darse. La
cuestión es si Pedro Sánchez cree realmente en la mera posibilidad de que su
planteamiento salga adelante o si, por el contrario, se trata de una táctica, a
modo de cortina de humo, para poder negociar con los separatistas. Desde luego,
estos sí conocen los límites constitucionales y no parece que den mucho crédito
a las promesas del candidato socialista.
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