lunes, 12 de junio de 2017

El Partido Socialista, con 201 escaños, consigue la mayoría absoluta para gobernar la nación

Suárez, el gigante en la niebla

El rasgo esencial de su biografía política fue la audacia. e Uetnadrminación casi temeraria para las decisiones de riesgo
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Adolfo Suárez vota en las primeras elecciones generales de la democracia, el 15 de junio de 1977
Adolfo Suárez vota en las primeras elecciones generales de la democracia, el 15 de junio de 1977 - ABC

La palabra clave es audacia. Toda la biografía política de Adolfo Suárez, y sobre todo la epopeya cenital de la refundación democrática en poco más de dos años vertiginosos, se levantó sobre un impulso de bizarría y arrojo que fue -incluso para dimitir en medio de un cerco de intrigas- la traza principal de su carácter. Apoyado en su seductor carisma personal, en su devastadora empatía, Suárez cimentó su liderazgo en la capacidad de sorpresa y en una determinación casi temeraria para tomar decisiones de riesgo con energía, atrevimiento y coraje.
Ese factor de resuelta, desacomplejada intrepidez resume la mejor de sus cualidades, la que le sirvió para llevar a cabo en circunstancias megacríticas una misión de extrema delicadeza. Fue siempre su rasgo esencial, el que le permitió salir de complejos laberintos y encontrar bajo presión soluciones de emergencia. Su formación y su equipaje intelectual eran livianos, pero su brío moral, su empuje, su valor incluso físico en condiciones extremas, le otorgaba un plus de enorme importancia cuando a su alrededor a todo el mundo le temblaban las piernas. No fue, en una época de grandes políticos, el más brillante ni el de mejor currículum, el mejor orador ni el de mayor empaque. Quizá ni siquiera el más inteligente. Pero resultó el más valiente, el más versátil, el más decidido, el más capaz. Y desde luego el más generoso. El hombre oportuno en el momento necesario.
El artífice de la Transición no era un político de convicciones firmes, ni siquiera de grandes proyectos estratégicos. Religiosidad al margen, su ideología civil era muy flaca: durante la dictadura fue falangista por arribismo pero nunca dejó de coquetear con el Opus Dei. Tenía desde joven una ambición transparente de llegar alto sin permitir que le estorbasen adscripciones dogmáticas, y ese dúctil pragmatismo resultó crucial en la tarea de desmontar la estructura franquista mediante un programa de pactos y concesiones mutuas. Quizá por eso el Rey vio en él al hombre adecuado: estaba decidido a triunfar y no tenía hipotecas de sectarismo ideológico.
Suárez conoció a Don Juan Carlos a finales de los sesenta, siendo gobernador civil de Segovia. Simpatizaron rápido. El entonces Príncipe vio en él a un joven dirigente bien dispuesto a tomar posiciones en el inminente posfranquismo, que había ganado popularidad apartando escombros con sus propias manos en la tragedia de Los Ángeles de San Rafael. Aquel desplome dramático pudo haber sepultado su carrera -había firmado las licencias de la obra mortal-pero se las apañó para que en vez de eso la proyectara. Nombrado poco después director de Televisión Española se consagró durante tres años a consolidar la figura del Heredero contra las presiones de ciertos sectores tardofranquistas, y a la sombra del jerarca falangista Fernando Herrero Tejedor fue ascendiendo en la nomenclatura oficial. La muerte inesperada de Herrero en accidente amenazó con dejarlo políticamente huérfano pero supo recomponerse y muñir nuevas influencias para no descolgarse en la recomposición interna de las fuerzas orgánicas.

El Rey dio el paso clave

No desperdició ninguna oportunidad: inscribió una asociación política -la UDPE-para apuntalar los intentos aperturistas del régimen y se situó en la cantera de cuadros de una eventual renovación del sistema. Su ambición era entonces la de ser ministro pero no lo logró hasta la muerte de Franco, cuando Arias Navarro lo incluyó en su gabinete por presiones de Torcuato Fernández Miranda. Se estaba perfilando una candidatura ad maiorem.
Fracasado el tétrico reformismo de Arias, el Rey dio el paso clave. Los grandes nombres que se postulaban para reconducir la Transición, Fraga, Areilza y Silva Muñoz, figuras consolidadas con un perfil propio, tenían demasiadas aristas y el monarca eligió a aquel joven prometedor que había conocido en Segovia y parecía dispuesto a cualquier cosa. Lo llamó una tarde de julio y Adolfo llegó en vuelo rasante a la Zarzuela. Su cara decía sí antes que su boca. Don Juan Carlos jugó fuerte. La arquitectura del proyecto la ponían él y Fernández Miranda; Suárez tenía que poner la audacia. Lo que más le sobraba. El rasgo primordial de su arriscada personalidad aventurera.
Su nombramiento como presidente del Gobierno fue recibido con una glacial decepción. Venía del Movimiento Nacional y parecía un paso el falso. La izquierda fue especialmente crítica: se temía una involución, un retroceso hacia las tinieblas. «El apagón Suárez», tituló la emblemática revista «Triunfo». Pero el recién llegado encendió de golpe todas las luces. En algo más de dos años, desde julio de 1976 hasta diciembre del 78, derrochó osadía, imaginación, empuje y arrestos. Desplegó una imaginatividad frenética, llena de golpes de efecto que le granjearon fama de mago político, de elegante embaucador, de prestidigitador con una multitud de conejos en la chistera. Pudo prometer, prometió…y cumplió. Promulgó la amnistía general, hizo volver a los exilados, acometió la reforma política, se sobrepuso a los militares nostálgicos, convenció a los procuradores franquistas para autodisolverse, legalizó por sorpresa al Partido Comunista, trajo de Francia a Tarradellas, convocó elecciones, encabezó una coalición para ganarlas y dirigió un período constituyente en medio de una pavorosa crisis económica e inflacionaria.
Fue una travesía funámbula, con España colgada de un alambre sobre un precipicio. De la mano del Rey condujo al país de la dictadura a una democracia constitucional plena, a un régimen de libertades, autonomías y clases medias emergentes. Lo hizo sorteando presiones, abismos conspirativos, conatos violentos, oleadas terroristas y sombras de golpes de Estado. Convencido de que el éxito consistía ante todo en cerrar las heridas del siglo XX se entendió sin complejos con la izquierda -más con Carrillo que con González-, con los sindicatos y con los nacionalistas, toreó al Ejército y durante cierto tiempo pastoreó a una derecha fraccionalista e insurgente que acabó derribándole. Sin planos definidos ni estrategia clara, a base de volantazos tácticos y equilibrios precarios, con sólo la idea prístina del objetivo final en la cabeza, organizó una obra maestra mediante deslumbrantes maniobras de improvisación y condujo a España a un improbable milagro: la reconciliación democrática, un acuerdo de concordia en el que los vencedores de la Guerra Civil se aliaron con los perdedores para instaurar un régimen bastante similar al que había antes de la contienda. Lo pudo hacer porque, además de coraje, poseía una formidable capacidad de entendimiento emocional, de diálogo. Su falta de apego a dogmatismos le permitía llegar a acuerdos transaccionales que eran imprescindibles para estabilizar una situación de fragilidad endemoniada.
Todo lo hizo a velocidad de vértigo, en un proceso sin pausa ni aliento. Sus verdaderas dificultades empezaron cuando se terminó la excepcionalidad. Cuando, construido el nuevo marco, tuvo que convertirse en un político normal que dirigía un país lleno de problemas. Acostumbrado a los desafíos inmediatos, a los saltos en el vacío, Suárez no estaba bien dotado para gobernar y su segundo mandato se convirtió en un descalzaperros. El PSOE gonzalista se impacientaba por llegar al poder y el centro-derecha hervía de intrigas internas. El sector militar contemplaba con alarma el modelo de descentralización autonómica, excitado por la incipiente deslealtad del nacionalismo, y recibía la durísima agresión terrorista. Cuando la audacia dejó de bastar, España se le fue de las manos y comenzó a quedarse sin apoyos, sumido en un desprestigio creciente que sus adversarios excitaron sin piedad: el célebre apodo de «tahúr del Mississipi» que le incrustó Alfonso Guerra.
Se convirtió en un líder menguante, aislado. Repudiado con ingratitud por la opinión pública, su distanciamiento del Rey se hizo evidente y los suyos, los dirigentes de la UCD, conspiraron con González y Guerra para derribarlo del poder en una moción de censura urdida a sus espaldas. No les dio tiempo: se fue él solo en un último golpe de resolución tan contundente como desconsolada. Con un discurso televisado lleno de patetismo, desolación y amargura.
En realidad, el Suárez histórico acabó aquella noche de enero de 1981. Su epílogo fue la gallardía moral con que encajó la irrupción de Tejero en las Cortes, un gesto inmortal de soberbia apostura política. Luego vino un paréntesis de negocios más aparentes que rentables y un intento de resurrección al frente del CDS, el partido centrista con el que trató de rescatar, bajo la sólida mayoría absoluta de González, el espíritu pactista de la UCD. Fue el paso del tiempo el que se encargó de engrandecer su figura, de provocar la rectificación admirativa de sus adversarios -Guerra entre los primeros, todo sea dicho-, de reanudar sus lazos con la Corona y de consolidarlo como una referencia senatorial e inmarcesible de una etapa prodigiosa. Entonces le atacó la enfermedad, la maldición que antes había rondado a su familia con una intensidad trágica.
Poco a poco, el gigante se fue sumergiendo en la niebla del olvido. Asistió al fallecimiento por cáncer de su mujer, Amparo, pero no logró percibir con claridad el de su adorada hija Mariam. Su memoria personal se disolvió al tiempo que se acrecentaba su dimensión en la memoria histórica. Dejó de recordar, aunque no de sentir. Se convirtió en un fantasma de sí mismo que conservaba, agrietada por los años, la sonrisa que devastaba multitudes como un arma de convicción masiva. Aquella foto con el Rey en el jardín de su casa de la Florida, tomada en 2008 por su hijo Adolfo, fue el testamento simbólico de una etapa cerrada. Una imagen de despedida, de tristeza envuelta en un halo de bellísima ternura. Los dos hombres caminaban de espaldas hacia una posteridad presentida. Don Juan Carlos, con su brazo sobre el hombro de su antiguo amigo, envolvía sus brumas con el testimonio de un viejo afecto. El del tiempo que les unió en la aventura más incierta, hermosa y fértil de la España moderna.

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