II. EL EJE ROMA-BERLÍN Y
LA POLÍTICA DE NO-INTERVENCIÓN.
Causas de la Guerra. Manuel Azaña
El golpe de fuerza contra la República, que vino a
estallar en julio del 36, necesitaba, para triunfar, el efecto de la sorpresa: apoderarse
en pocas horas de los centros vitales del país y de todos los resortes de
mando.
Empresa difícil, porque no se logra nunca descartar lo
imprevisto, por mucho que se perfeccione el funcionamiento maquinal de una
organización militar; pero no empresa imposible.
Fracasada la sorpresa, y obligado el movimiento a
buscar la solución en una guerra civil, sus probabilidades de triunfo eran casi
nulas, si se hubiera visto reducido a sus recursos propios en España.
Esta consideración, que ahora ya no tiene más valor
que el de una hipótesis agotada por la experiencia, mostrará siempre la
importancia capital de la acción extranjera en España para encender y sostener
la guerra, y decidirla.
Es seguro que si todas las potencias europeas hubiesen
tenido en aquella ocasión una conciencia pacífica y una percepción
desinteresada de sus deberes de solidaridad humana, la guerra española habría
sido ahogada en su origen.
Una barrera «sanitaria» a lo largo de las fronteras y
costas españolas, habría en pocos días dejado a los españoles sin armas ni
municiones para guerrear, y como no iban a pelearse a puñetazos, hubieran
tenido que rendirse, no a esta o a la otra bandera política, sino a la cordura,
y hacer las paces, como pedía el interés nacional.
Esta solución, muy arbitraria, agradable a todo
espíritu pacífico, habría sido sin duda poco jurídica, y nada respetuosa con la
altivez española.
Otras soluciones se ha pretendido aplicar al caso de
España, no más ajustadas al derecho ni más indulgentes con el amor propio
nacional, y que han producido solamente daños. Pero si aquella conciencia
pacífica, común a todas las potencias de Europa, hubiese existido, no habrían
tenido que inventar ningún remedio para la desventura española, porque la
guerra aún estaría por nacer. Cuando se habla de la intervención en la
guerra española de ejércitos alemanes e italianos, enviados por sus gobiernos a
combatir contra la República, no debe perderse de vista el rasgo principal de
ese suceso: la intervención armada de estados extranjeros en nuestro
conflicto, es originariamente un hecho español.
Una parte, cuyo volumen no puede apreciarse ahora, de
la nación, buscó y obtuvo el concurso de aquellos ejércitos; sin la voluntad de
unos españoles —pocos o muchos— ningún ejército habría desembarcado en nuestro
país.
El caso no tiene semejanza en la historia
contemporánea de Europa, salvo en nuestra misma España. No obstante ser muy vivo
en el corazón de los españoles el sentimiento de independencia, se les ha visto
en el siglo pasado reclamar y obtener la intervención de estados extranjeros, o
los extranjeros mismos han aprovechado las discordias de España para
justificar su intervención, con resistencia de una parte del país, pero con
aplauso de la otra. La guerra civil, dolencia crónica del cuerpo nacional
español, no reconoce fronteras.
El caso no se explica plenamente con hablar de la
«ideología» política. El obstáculo que hay
que salvar para decidirse a una acción de ese género, está antes que los
pensamientos y los planes políticos.
Habría que escudriñar lo que el carácter español, su
energía explosiva, pone de violencia peculiar en todos los negocios de la vida.
Y con qué facilidad el español sacrifica en público sus intereses más caros
a los arrebatos del amor propio.
Por otra parte, muchos españoles admiten y aplican
—más o menos conscientemente— un concepto de la nacionalidad y lo
nacional, demasiado restringido.
Según ese concepto, una sola manera de pensar y de creer, una sola manera de
comprender la tradición y de continuarla son auténticamente españolas.
El patriotismo se identifica con la profesión de
ciertos principios, políticos, religiosos u otros.
*.- Quienes no
los profesan, o los contradicen, no son patriotas, no son buenos españoles; casi
no son españoles.
*.- Son la
«antipatria».
Con semejante disposición de ánimo, todos los
obstáculos se remueven fácilmente, y resulta posible hacer, invocando la
patria, lo que, a juicio de otros hombres, menos convencidos del valor eterno
de sus opiniones personales, puede conducir tan solo a destruirla.
Esta disposición trágica del alma española, inmolada
en su propio fuego, produjo ya en nuestro pueblo mutilaciones memorables, que
tienen más de un rasgo común con el resultado inmediato de la guerra civil.
La entrada de los ejércitos alemanes e italianos en
España, no ha sido un recurso improvisado, impuesto por la necesidad de ganar
la guerra a toda costa.
Es parte de un plan mucho más vasto, que no se acaba
con la transformación del régimen político español. Trámite previo era el de
acabar la guerra con el triunfo del movimiento de julio.
Sus directores aportan al plan su dominio de España.
Grave error sería estimar por lo bajo la cuantía de
esa aportación. Es equivalente a la importancia de la Península, entre los
dos mares, los Pirineos y el estrecho de Gibraltar. Ha podido ser desestimado
injustamente el valor de la neutralidad de España. Tal como era, constituía una
pieza capital del sistema vigente en el occidente de Europa.
Basta que en España cambie el viento, para que aquella
importancia aparezca de pronto en toda su magnitud. Las pocas semanas
transcurridas desde la conclusión de la guerra, han sido suficientes para
demostrarlo. Así, los motivos de los directores del movimiento «nacionalista»,
al concertarse con las potencias totalitarias, son de dos órdenes:
1. °, resolver a su favor, por la fuerza de las armas,
la discordia interior española.
2. °, complemento del anterior, coadyuvar (el tiempo
dirá en qué medida) a una política europea que tiene todas sus simpatías, y
que, como mostraré en otro artículo, tampoco son nuevas ni improvisadas.
Las potencias totalitarias han comprendido bien el
valor de la carta española, y con la decisión que tantos éxitos les ha valido
hasta ahora, han hecho todo lo necesario para incluirla en su juego.
Ningún otro motivo podía pesar bastante para que
Alemania e Italia echas en sobre sí las cargas y los riesgos de la operación.
La han conducido bien, con rotundidad, audacia y
confianza en sus medios. Los más importantes, con serlo mucho, no han sido
precisamente los medios militares enviados a España. Su peso en las operaciones
ha sido naturalmente decisivo. Si nos atenemos a las declaraciones enfáticas
de uno de los partícipes, Santander, Tortosa y Barcelona son victorias
italianas.
El duce acaba de decir que la victoria de los
nacionalistas españoles es también italiana; se entiende, victoria militar,
además de política.
Tanto como el esfuerzo combativo de los cuerpos
italianos y alemanes, ha significado el efecto moral de su presencia. Infundían
confianza en el éxito final de la empresa, cuyos recursos, contando con el eje
Roma-Berlín, podían tenerse por ilimitados.
Seguridad que ayuda a afrontar las dificultades,
cuando el horizonte parece más cerrado, y a vencer el desaliento. A este
propósito, se ha hablado mucho de la hostilidad con que algunas poblaciones
acogían a los extranjeros, de rivalidades y enojos entre los oficiales
españoles y sus colegas italianos, etcétera. Todo eso podrá ser verdad. No me
consta. Pero un republicano que, después de sufrir dos años de prisión en
Burgos, consiguió llegar a Barcelona, me dijo: «No crea usted en la hostilidad
a los extranjeros. Hay incidentes aislados, sin más importancia. La mayoría de
la gente adicta al movimiento, no desea que se vayan los italianos. Desea que
vengan muchos más, para ganar cuanto antes». Esta actitud es conforme a la lógica de los
sentimientos suscitados por la guerra.
Pero el esfuerzo principal de Italia y Alemania se
realizó en el terreno diplomático.
El principal, porque nunca hubieran podido emprender
ni mantener la intervención militar en España, sin el juego victorioso de sus
cancillerías durante casi tres años.
Las potencias totalitarias han operado en Londres y
París con mejor información, con más cabal conocimiento de las intenciones y de
los medios de la parte opuesta, que en la Península.
Las peripecias de la guerra española, en su aspecto
internacional, que era el dominante, se han desenlazado en aquellas capitales.
El triunfo
militar tenía que ser precedido, y ha sido en efecto precedido, de un triunfo
diplomático rotundo.
Olvidemos por un momento las dilaciones y los reparos
con que, durante los primeros meses de la guerra, se aparentaba poner en duda
el hecho de la intervención italo-alemana. Todo el mundo la conocía, pero no
se había demostrado suficientemente.
Un día llegó en que fue necesario rendirse a la
evidencia. Estábamos, una vez más, ante un hecho consumado. La acción del Eje había convertido
la guerra española en un problema europeo de primera magnitud.
1. °, jurídicamente, por la violación del pacto, en
virtud de una agresión contra un Estado cuya soberanía estaba reconocida por
todos los demás.
2. °, políticamente, porque la agresión era un paso
adelante en la expansión de las potencias del Eje.
La República española mantenía en Ginebra, en Londres
y en París, esta posición: que se retirasen de España todos los extranjeros.
Era su derecho. Convenía a la paz general. Era una condición inexcusable para
la pacificación interior de España.
El caso podía tratarse en Ginebra, por los métodos de
la Sociedad de Naciones; teóricamente, eso era lo debido. O por conversaciones
entre los gobiernos, susceptibles de conducir a una solución satisfactoria,
mediante concesiones recíprocas.
Descartada la Sociedad de Naciones (constitución del
Comité de No-Intervención, nota franco-inglesa de 4 de diciembre de 1936,
recomendaciones del Consejo, confiando en la gestión del Comité de Londres,
etcétera), el problema quedaba pendiente de lo que, en último término, quisiera
y pudiera hacer el gobierno británico.
Nuestra guerra ha dividido profundamente la opinión
pública en los países extranjeros, como si la pasión española fuese contagiosa.
Grandes sectores de la opinión han hecho causa común
con uno u otro de los dos campos españoles, y a veces les han añadido razones y
motivos que no eran suyos. Esta tensión de los ánimos ha producido, entre otros
efectos, el de obligar a los gobiernos a contemporizar.
Contemplándolo desde España, con todas las
probabilidades de error que comporta el alejamiento, tal parecía ser el caso de
Francia.
No era un secreto que el gobierno francés estaba
dividido en cuanto al problema español. Contrariamente a lo que podía suponerse
en mi país, la división no coincidía con el color político de los componentes
del Ministerio. Hombres que por su pensamiento político, no podían simpatizar
con la significación que, erradamente, se quería atribuir a la República española,
anteponían a toda otra consideración lo que para el interés nacional francés
significaba la frontera de los Pirineos.
Otros
ministros, y no de los menores, veían su responsabilidad terriblemente agravada
y sus iniciativas paralizadas por el temor de que, una oposición enardecida les
imputase el obedecer a" consignas extranjeras.
Con mucha aflicción y calientes lágrimas, tenían que
resignarse a la reserva y al equilibrio entre las dos tendencias de la opinión.
Había sobre todo la necesidad vital para la seguridad francesa, de no
distanciarse de Inglaterra. De esa manera, siendo Francia el país más
inmediatamente afectado por el problema de España, los métodos aplicados al
caso de la intervención extranjera, los remedios propuestos y los resultados a
que se llegó., más que franceses, eran británicos.
La política desgobierno británico en el problema de
España, visto en conjunto, ha sido una política de equilibrio, de ganar tiempo,
y de observar los acontecimientos. Desde fuera, esa política parecía a veces
una desorientación, un no saber qué hacerse. A favor de esa oscuridad, de esa
reserva, informaciones más o menos dignas de crédito atribuían a veces al
gobierno británico vagos pensamientos de mediación, o propósitos de llevar el
asunto de España a una conferencia internacional, o de favorecer una
restauración monárquica. Los espíritus suspicaces parecían persuadidos de que
Londres jugaba a la carta de Burgos y que la desaparición de la República
estaba, pues, decretada. Para probarlo, hacían la cuenta de los actos del
gobierno de Londres que (fuese o no su propósito), favorecían a los
«nacionalistas», con perjuicio de la República.
Realmente, antes de la guerra, la política británica
no tenía motivos para mirar, no ya con hostilidad, pero ni siquiera con antipatía
a la República española; ni creo, en efecto, que la mirase así. Encendida la
guerra, con el cortejo de horrores y desmanes que asolaron a todo el país, los
que ocurrieron en el territorio republicano repercutieron, como era natural,
muy desfavorablemente para el régimen en la opinión británica, impresión
profunda que ha persistido, sin llegar a borrarla del todo los esfuerzos del
gobierno de la República. Con todas las salvedades necesarias, parece también
cierto que la opinión británica en general, no llegó a interesarse por el
aspecto político de la cuestión española tan vivamente como la de otros países.
Conocida es la posición de los partidos. En el
gobierno, personajes muy importantes por su calidad, eran hostiles a la
República. Otros ministros, disidentes de sus colegas en la manera de apreciar
el problema general de Europa (el tiempo ha venido a darles la razón), y mejor
dispuestos en el asunto de España, estaban obligados a una gran prudencia y
reserva, por solidaridad ministerial y porque siendo hombres políticos y de
partido, tenían que contar con su opinión pública. Las oposiciones, laborista y
liberal, pugnaban por que se acabase la no- intervención, por que se volviese a
la política de seguridad colectiva, por que se realizase la retirada de los
contingentes extranjeros, etcétera.
Esta actitud, muy interesante, muy útil, no podía
hacer variar radicalmente la política británica:
1. ° Porque su peso en la opinión general del país, no
parecía, de momento, demasiado considerable. Nótese que, incluso entre las Trade
Unions se advertía (como aparece en algunas de las resoluciones de sus
organismos directivos y en las conferencias de la Internacional), una frialdad,
una reserva respecto de la República española, que los socialistas y los
sindicatos de España se explicaban difícilmente.
2. ° Porque la
causa de la República no adelantaba un paso si aparecía identificada
exclusivamente con los grupos o partidos que hacían la oposición en cada país,
o se la utilizaba como arma de oposición, o se daba lugar a la sospecha de que
la República española hostilizaba indirectamente a los gobiernos de otros
países, moviendo contra ellos a los partidos de oposición. La misma observación
puede aplicarse, en área más vasta, a las decisiones posibles de la Internacional
sindical.
3. ° La política de intimidación del Eje había hecho
creer (nadie tenía interés en desvanecer esta creencia) que cualquier
rectificación favorable al derecho de la República en la política de
no-intervención, desencadenaría la guerra. Ahora bien: toda política encaminada
enfáticamente a esquivar los riesgos de guerra tenía (mientras la experiencia
no demostrase su esterilidad) las mayores probabilidades de aceptación general.
Esta misma razón (cuya fuerza pusieron de manifiesto los acuerdos de Munich y
la alegría con que fueron recibidos) autorizaba a pensar que ni siquiera unas
elecciones generales hubieran rectificado fundamentalmente la política
británica en los asuntos de España. Así se veía desde mi país la política de
Londres. Cuando las empresas del Eje han impuesto una rectificación enérgica,
el problema español, acabada la guerra,
había entrado en una nueva fase, en la cual, las consecuencias de todo lo hecho
anteriormente, son, en sustancia, irrevocables.
El punto concreto sobre que se estuvo discutiendo dos
años y agotó la sutileza del Comité de Londres, fue la retirada de los
contingentes extranjeros. Realmente, lo peor del Comité de Londres, no fue que
existiera, sino su fracaso. Implantada en teoría la no-intervención, lo más
deseable, lo más útil, era que el Comité cumpliera efectivamente la misión
oficial que le habían asignado, hasta acabar con la acción, en todas sus
formas, cíe los extranjeros en España.
Según mi punto de vista personal, ante la realidad
creada, la República debía colaborar con el Comité, facilitándole su labor. De
hecho, los gobiernos de la República se han allanado (con reservas de pura
forma, algunas veces) a las resoluciones del Comité. No fue la menos
desconcertante de todas, la que decidió que los marroquíes no eran extranjeros
en España; aplicación un poco abusiva de aquella boutade que situaba en
los Pirineos la frontera de África. Y habiendo sido creado para mantener la
no-intervención, estuvo a punto de conducir al reconocimiento del gobierno de Burgos
por todas las potencias representadas en el Comité; o sea, a un acto de
intervención decisivo.
En general, la actividad del Comité fue, de una parte,
el enmascaramiento de una realidad que dejaba al descubierto su impotencia, y
de otra, una provocación sostenida, entre insolente y burlona...
Hace dos años, un gran personaje británico se
lamentaba, en conversación privada, de las «indignidades» que su gobierno tenía
que soportar. Entre ellas estaban, seguramente, las jugarretas con que se hacía
durar la intervención del Eje en España. No he puesto nunca en duda que el
gobierno británico deseara y hubiese visto con satisfacción el reembarque de
los contingentes extranjeros.
Todavía en septiembre de 1938, el encargado de
negocios en Barcelona me hizo saber que su gobierno persistía en el propósito y
no había perdido la esperanza de lograr la retirada. Esta conversación fue anterior a los acuerdos de
Munich y a la entrada en vigor del Gentlemen Agreement.
De la
importancia del reembarque de los extranjeros, realizado a tiempo, y de
sus inmediatas consecuencias para la pacificación de España, estaba enterado el
gobierno de Londres, entre otras informaciones de que disponía oficialmente,
por la muy minuciosa que le llevó, en mayo del
37, un emisario excepcional. En
el fondo, el interés del gobierno de la República no coincidía exactamente con
los puntos de vista británicos en esa cuestión. Para la República era cuestión
de vida o muerte que la intervención cesara antes de que sobreviniera una
decisión militar de la campaña. Solamente así podía llegarse a una conclusión
de la guerra menos desastrosa. Al gobierno británico lo que en definitiva le
importaba era que los extranjeros no se quedasen en España por tiempo
indefinido. Después, no faltarían medios de establecer una buena inteligencia
con el nuevo régimen español. Naturalmente, el conflicto de España era para los
británicos una parte, y no la principal,
(22) del problema europeo que aspiraban a desenlazar, si era posible, dentro de la paz.
Trámite utilísimo para el desenlace pacífico, parecía
ser la debilitación del Eje, atrayéndose a Italia. Para ese fin, se transigió
con las pretensiones de Roma. El Gentlemen Agreement condujo a esto: las
tropas italianas se retirarían de España cuando se acabase la guerra.
O sea, cuando hubiera desaparecido la República. Ya se
están marchando. Italia y Alemania, más unidas que nunca, suscitan una alianza
militar de Francia e Inglaterra con la URSS. ¡La URSS, motivo de prevenciones
contra la República española, que han pesado mucho en su suerte!.
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