Fernando Suárez González, de la Real Academia de Ciencia Morales y Políticas (ABC, 17/08/11):
Cuando un Jefe de Estado tiene la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, su condición de dictador no debiera admitir mucho debate. Se puede, naturalmente, explicar la situación que llevó a millones de españoles a apoyar en un determinado momento esa forma de gobierno y se puede valorar si fue excesiva la duración de un poder que muchos concibieron transitorio o si la paulatina reducción de las omnímodas facultades iniciales debió hacerse a un ritmo más acelerado. Lo que resulta estéril es que unos quieran negar o disimular la dictadura y otros pretendan ennegrecer sus perfiles para convertirla en tiranía.
Si de lo que se trata es de que las futuras generaciones valoren la vida democrática y rechacen todos los gérmenes de confrontación civil, hay que explicarles con toda veracidad que, con sus muchas imperfecciones, nuestra presente democracia es la más amplia, estable y duradera de nuestra historia y que su precedente más cercano, que es el de la Segunda República, sufrió la amenaza expresa de la dictadura del proletariado y estuvo a punto de desembocar en ella. Si la historia no se cuenta como fue, nuestros nietos acabarán creyendo que la Segunda República era un idílico paraíso en el que todos los estudiantes vivían en la Residencia de Jiménez Fraud, todos los trabajadores tenían trabajo en su propio término municipal y todos los españoles recitaban a Lorca y a Cernuda y respetaban las ideas y los derechos de los demás como si vivieran en Suiza, hasta que Franco y otros militares amigos suyos acabaron con la fiesta.
Las cosas, desdichadamente, no eran así, y Pedro Salinas, que no es sospechoso, se mostraba feliz de alejarse de «esta olla de grillos rabiosos» cuando en marzo de 1936 anunciaba a Guillén que iba a dar un curso en Boston: «Me encanta poder salvarme de este ambiente hispánico, cada día más envenenado, más sembrado de odios y rencores, más hostil a los gustos nobles y al trabajo alegre. Yo tengo la impresión de que todo va ¡aún! a empeorar y ese viaje es una verdadera salvación, yo así lo siento».
Es de Francesc Cambó la advertencia de que en 1936 «la invasión bolchevique se estaba adueñando del poder», y Fernando Chueca Goitia, prototipo de liberal, sostuvo por su parte que Franco no se impuso a la sociedad, sino que fue la sociedad la que impuso a Franco, a gusto y contento de todos, y que la responsabilidad histórica de la existencia de Franco la comparte «una fracción mayoritaria de la nación, porque en ella se encontraban, no sólo las llamadas derechas, sino buena parte del movimiento liberal y republicano, como lo demostraron las conductas de grandes prohombres de la izquierda intelectual». El hecho de que no quepan en este artículo no me impide añadir que se podrían aportar cientos de testimonios semejantes, desde Ortega a Madariaga y desde Gil Robles a Marañón, que no fueron precisamente panegiristas del Régimen.
Un Régimen que desembocó en la Monarquía de Juan Carlos I y en la democracia que la transformación económica, cultural y social de aquellos años había hecho definitivamente viable.
Como estos matices se escapan a quienes, en el mismísimo Parlamento y sin adecuada réplica, se aventuran a comparar el Régimen de Franco con el nazismo y generalizan su comprensible discrepancia con algunos puntos concretos, hasta el extremo de calificar un diccionario de cincuenta tomos como «un insulto a la inteligencia, a la ciencia y a la historia» y «una ofensa a la memoria de los ciudadanos demócratas de este país», conviene al buen sentido efectuar algunas puntualizaciones.
La mía es muy sencilla y tiene por objeto aclarar al hipotético lector joven de estas líneas que antifranquismo y democracia no son, ni mucho menos, términos equivalentes. Los demócratas de verdad que en virtud de sus propias convicciones criticaron, se opusieron y padecieron durante el Régimen de Franco no merecen ser confundidos con quienes, en su insensata pretensión de sustituirlo por otro tipo de dictadura, contribuyeron a reafirmarlo y obstaculizaron durante años la apertura democrática que tantos deseábamos.
Las hemerotecas no mienten, y algunos conservadores, a falta de grandes patrimonios que conservar, guardamos cuidadosamente publicaciones, entonces clandestinas, cuya lectura debería hoy producir rubor a quienes se proclaman herederos de aquellos luchadores o impedirles al menos la inverecundia de dar efecto retroactivo a su conducta democrática de hoy. No hace falta remitirse a los años treinta. Los comunistas españoles de los años sesenta y setenta creían en la aplicación creadora del marxismo-leninismo, consideraban que la revolución rusa de 1917 era una fuente de enseñanza en la que bebían revolucionarios del mundo entero, proclamaban que había sido correcta la línea revolucionaria del partido bolchevique, se atrevían a decir que Rusia era el país de mayor libertad política del mundo, sostenían impávidos que tenían excelente impresión sobre la situación de China y rendían homenaje a la transformación de la República de los Soviets en la forma política de la Dictadura del Proletariado. Miente quien diga que «Hora de Madrid» o «Mundo Obrero» fomentaban valores democráticos cuando, obsesionados con la huelga general, la proponían tanto para solidarizarse con terroristas procesados como para impedir la instauración de la Monarquía.
No lo estoy inventando: lo tengo delante. Es perfectamente comprensible que muchos de los que entonces reflexionábamos sobre el futuro de España deseáramos evolucionar, pero no en esa dirección. Por eso tuvimos que rectificar bastante menos que lo que rectificó el Partido Comunista para que todos nos encontráramos en la Monarquía democrática. Si el Rey Juan Carlos I logró una reconciliación que parecía utópica, ¿a qué viene retroceder ahora, sembrando de nuevo vientos de discordia?
Los relevos generacionales no justifican la ignorancia de la historia, y mucho menos que intente adulterarla una izquierda que tiene tanto que callar. Pretender que Largo Caballero era un demócrata que merece estatua e intentar que Franco no descanse definitivamente en paz en el lugar que la inmensa mayoría de los españoles de la época consideraron absolutamente natural es volver a cometer errores que no van a aportar nada positivo a la convivencia nacional. Los políticos están para resolver problemas, no para crearlos.
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