sábado, 4 de noviembre de 2017

uede que no sea una buena noticia para la política, pero encarcelar colectivamente a los miembros del Gobierno catalán protagonista del reciente golpe contra el Estado es una muestra de la independencia de la Justicia. Durante un buen tiempo han desobedecido las indicaciones del Tribunal Constitucional, han violado todas la normativas estatutarias y, por demás, han incurrido en delitos claramente tipificados en los diferentes códigos que regulan el desarrollo de la vida administrativa española. La juez Lamela no debe entender de otra cosa que no sea la legalidad, y en función de eso mismo no ha considerado si es procedente la decisión de encarcelar preventivamente a los miembros del Gobierno de la Generalidad de Cataluña.
A buen seguro el Gobierno de España hubiese preferido otra decisión. Medidas cautelares parecidas a las que se aplicaron al jefe de los Mozos, Trapero, permitirían cierto ambiente balsámico cara a las elecciones que esperan a la vuelta de menos de cincuenta días, pero la ley está escrita y su aplicación corresponde a los jueces que de manera independiente la interpretan. La huida de Puigdemont no ha beneficiado precisamente a sus compañeros de gabinete. De hecho, no ha beneficiado a Cataluña en ninguno de sus extremos.
Ignoro si la decisión de encarcelar a todo el Gobierno catalán a mano va a alterar la vida cotidiana en la sociedad catalana. Después de la aplicación del 155 se ha producido una cierta sensación de alivio en el día a día de la comunidad. Como si de repente se hubiese apaciguado el polvorín permanente sobre el que vivía la realidad informativa del territorio. Evidentemente esa paz de estos tres o cuatro días puede verse alterada por el envío a prisión de los protagonistas de las acciones inconstitucionales de los recientes eventos levantiscos. Pero la sagrada independencia judicial, con todas las críticas que merezca la toma de decisiones, es una garantía de la separación de poderes y una forma de medir la calidad de la democracia media de un Estado. El auto de la juez Lamela puede no ser conveniente para el día a día de la política, pero evidencia que los encarcelados formaban parte de un grupo organizado de individuos que alentaron la insurrección pública y la desobediencia de la sociedad hacia las órdenes emanadas de ellos y la resistencia colectiva a la autoridad legítima del Estado. Todo ello, por cierto, financiado con fondos públicos. Resulta evidente que la prisión de tipos que hasta ayer mismo paseaban por la política con el desenfado de los violadores impunes de la ley no va a resultar indiferente para aquellos que han hecho de la movilización ciudadana una suerte de legitimidad incuestionable. Las calles volverán a ser pequeños polvorines de corto recorrido y las instituciones asistirán al vocerío de no pocos portavoces de revoluciones pacatas, pero, con todo, convendría que los protagonistas de tanta erisipela social se lean con paciencia y decencia el auto de la juez. En ningún país de nuestro entorno se hubiera dado un desenlace distinto al ocurrido en España. Si un gobierno local desafiare cualquier legalidad europea de la forma que lo ha hecho el Gobierno de la Generalidad, el ordenamiento legal de cualquier Estado no se hubiera andado con contemplaciones.
Puigdemont, en su huida estrambótica, finalmente no ha hecho ningún favor a sus compañeros de taller. A estas horas los encarcelados deben estar maldiciendo su nombre. El día negro para Cataluña no se ciñe al de la detención de algunos de sus dirigentes. El día negro se engendró en el mismo momento en el que un puñado de iluminados decidió desafiar las leyes y protagonizar delitos de rebelión, sedición y malversación, razones por las que una juez que no elige el Gobierno de España ha decidido ingresarles preventivamente en prisión.


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