jueves, 5 de febrero de 2015

Nostalgia de Adolfo Suárez

abr 13 07
Nostalgia de Adolfo Suárez
El Mundo | Pedro J. Ramírez
El sábado pasado fui a ver a Adolfo Suárez y me encontré conmigo mismo 33 años atrás. Desgraciadamente no me refiero a que le visitara en su casa de La Florida -dejé de hacerlo cuando la enfermedad bloqueó su memoria- sino a que le vi, le escuché y le noté en plena forma en el escenario del María Guerrero como protagonista de la obra Transición, de los autores Alfonso Plou y Julio Salvatierra.
Como ocurre con casi toda creación colectiva -hay también dos directores escénicos-, se trata de una función desigual, en la que los momentos geniales coexisten con simples desvaríos. Quizá eso mismo podría decirse de aquellos años de metamorfosis de dictadura en democracia. Lo que en todo caso es un auténtico portento es la reconstrucción de la psicología y las actitudes políticas de Suárez, a través de un enfermo que cree ser el ex presidente, interpretado con gran verosimilitud y mimo por Antonio Valero. Sólo por eso merece ya la pena acudir al teatro.
Es en la escena séptima cuando recién nombrado por el Rey y después de explayarse con un «¡joder!, sí que has tardado» -a mí me lo contó como «ya era hora, Majestad»- , el joven presidente resume ante una imaginaria Carmen Díez de Rivera su programa de gobierno exactamente como fue:

-Hay que convencer a 400 procuradores franquistas para que se hagan el haraquiri, mientras calmamos a la oposición; convocar un referéndum al margen de la oposición sin que la oposición se oponga; legalizar a la oposición sin ceder a las pretensiones de la oposición; preparar -sin la oposición- unas elecciones generales con la oposición… ¡y todo sin crispar al Ejército y en menos de un año!

Las evocaciones de la sociología del momento habían incluido poco antes el spot que grabé nada más llegar a la dirección de Diario 16, a instancias de mi amigo Paco Ordóñez, para animar a los españoles a hacer algo tan desconocido como pagar el Impuesto sobre la Renta. Tras contar la anécdota de la joven detenida en el centro de Londres por ir desnuda, con su declaración fiscal como única hoja de parra, y multada finalmente no por escándalo público sino por defraudar a Hacienda, yo hacía una pausa y repetía, mirando a cámara, la famosa frase del juez Holmes: «Me encanta pagar impuestos porque con ellos compro civilización».

Al salir del teatro me pregunté si grabaría este año un anuncio similar si me lo pidiera Montoro. Me respondí que sólo si fuera antecedido de un rotundo adelgazamiento del Estado, de una reducción clara de los actuales tipos confiscatorios y de contundentes medidas antifraude. De lo contrario no sería una apelación cívica, como entonces, sino una simple incitación al masoquismo.

Pero cuando digo que durante esa función me reencontré con el que era en 1980, no me refería tanto a mi ectoplasma, atrapado en el formato de un anuncio de la tele, sino a los ideales que nos motivaban entonces. Seguro que cualquiera de mi generación o sus aledaños sentirá lo mismo al ver recreada la complicidad de aquellos días entre Suárez y Don Juan Carlos. Si hubiera sabido que Plou y Salvatierra tenían este proyecto, les habría contado lo que me dijo Adolfo en marzo de 2001 para enriquecer su texto:

-Desde el mismo momento en que me nombró, le dije al Rey que durante seis meses teníamos que sorprender, desconcertar cada día con nuevas iniciativas para que no fueran ni los inmovilistas ni la oposición quienes nos marcaran la agenda.

«Sorprender», «desconcertar», «iniciativa», «marcar la agenda». He aquí los ingredientes de lo que fue su manera de gobernar en medio de una tremenda crisis económica a la que dio soluciones políticas. La audacia marcaba todas las puntas de su rosa de los vientos. Siempre pensaba en la nación antes que en la UCD o luego en el CDS. Por eso decía que era un «malísimo jefe de partido», señalando sin querer una de sus grandes virtudes. Jamás se atrincheraba ante ningún problema o escándalo. Daba la cara aun a riesgo de que se la partieran. Superaba sus complejos admitiéndolos. Dedicaba más horas de las que tenía el día a tratar de convencer a los demás. No había un español que pudiera aportarle algo con el que no se zafara en sus famosos cuerpo a cuerpo. ¡Qué gran cerca tenía aquel Suárez que hoy se pierde entre la bruma! «La vida siempre te da dos opciones, la cómoda y la difícil», le dijo una vez a Luis Herrero. «Cuando dudes, elige siempre la difícil».

¿Por qué cada día que pasa crece la admiración y la nostalgia de los españoles hacia aquel «hombre que se parecía a Orestes» -Umbral dixit- más allá de la tragedia que se hace metáfora de nuestras amnesias colectivas? Es verdad que destruyó su vientre materno -el Movimiento Nacional- con la misma determinación con que el héroe griego ajustició a Clitemnestra. Pero lo importante no fue la puerta que cerró sino las que abrió, ampliando ante los españoles el sentido de sus propios límites, marcando una senda de activismo político por la que luego González, Aznar y Zapatero trataron de transitar con dispar fortuna. El catedrático Juan Francisco Fuentes da en la clave en el epílogo de la primera gran biografía académica del personaje: «A Suárez la historia nunca le pasó por encima porque ese sentido de la ‘velocidad’ que él atribuía a los buenos políticos le permitía tomar la delantera a los acontecimientos y a menudo encauzarlos en la dirección deseada».

Al ser especialista tanto en el Trienio Liberal como en la Segunda República, pocos han tenido una perspectiva tan adecuada como la del profesor Fuentes para valorar lo que Suárez supuso como antídoto frente a los ingredientes implosivos que siempre han destruido nuestras experiencias constitucionales. Por eso subraya que Bergamín le dijo a Savater poco antes de morir que España necesitaba «otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos»; y subraya que ése fue también el dictamen de Álvaro de Albornoz en el 31: «No más pactos, si quieren una guerra civil que la hagan»; y aún se le quedaron en el tintero las catilinarias de Romero Alpuente durante el Trienio, arremetiendo contra la «pastelería» y proclamando que «la guerra civil es un don del cielo».

Frente a esta tradicional denostación de los «pasteles», Suárez aporta a nuestra historia la santificación del consenso, no como abdicación pasiva ante el adversario sino como culminación de los trabajos de Hércules en pro de la transigencia mutua. Aunque la erudición no era su fuerte -por eso Fuentes alega, y eso lo he vivido yo, que para los Garrigues u Ordóñez «no pasaba de ser el ‘buen salvaje’ de la política española»-, cualquiera diría que Suárez había decidido hacer suyo el consejo central de la carta llena de malos augurios que Blanco White escribió a Quintana desde Londres en marzo de 1820: «El grande, el único objeto que a mi parecer deben proponerse los liberales moderados es atraerse a sus contrarios, cediendo algún tanto de sus primeras miras».
Comprenderán que me irrite ver desdeñar desde la tribuna del Congreso la imprescindible reforma constitucional con el perezoso argumento de que no hay el nivel de acuerdo suficiente para llevarla a cabo. Sí, lo cómodo es hacer bonitos discursos en Cádiz mitificando la Constitución del 12 e ignorar que su esclerosis contribuyó decisivamente al fracaso de la experiencia liberal. El otro día era un gran entrenador de baloncesto, Pepu Hernández, quien en el coloquio organizado por Orfeo Suárez con sus homólogos como campeones del mundo, lograba el triple perfecto sobre la bocina al explicar lo que hoy nos pasa: «Tomamos la Transición como línea de llegada y era de salida». Es lo mismo que criticaba Larra al burlarse de la falta de miras de los promotores del Estatuto Real de 1834, alegando que lo interpretaban en italiano: «sta tutto». «Ahí se acababa todo», apostilla Fuentes.

Es inconcebible que ese inmovilismo haya llegado al extremo de que los mandatos constitucionales de regular la ley de huelga o el funcionamiento de la Monarquía sigan pendientes de ejecución. Sin restar un ápice de responsabilidad a Urdangarin y compañía, la Infanta Cristina no estaría hoy imputada si hubiéramos contado con una ley del Rey, estableciendo entre otras cosas lo que puede y no puede hacer un miembro de su familia. Negarse a promoverla, incluso en las actuales circunstancias y cuando se tiene mayoría absoluta en el Congreso, oscila entre la negligencia dolosa y el absentismo laboral.

Pese a no ser nunca suficientemente correspondido, Suárez, hijo y nieto de republicanos, mataba por el Rey porque lo veía como la clave de bóveda del gran acuerdo entre los españoles. En la obra de teatro que aún hoy puede verse en el María Guerrero eso queda muy bien reflejado: «El Rey es como es y hay que apoyarle… La Monarquía no es intocable pero el Rey simboliza al Estado de una forma independiente… No tenéis ni idea de lo que representó ese joven príncipe para este país».

Está siendo tan torpe la gestión mediática de las dificultades por las que atraviesa la Casa Real que los mentecatos del bosque no nos dejan ver el bosque. Estoy seguro de que si Adolfo Suárez estuviera en condiciones de hacerlo «desenvainaría su espada» -era una expresión muy suya- frente a la conspiración palaciega para forzar la abdicación de Don Juan Carlos que a quien más perjudica, dicho sea de paso, es a un Príncipe Felipe que también es vulnerable y al que se pretende arrojar a los pies de los caballos por el atajo de la maledicencia.

No existe mayor riesgo para la continuidad de la Monarquía sino el de que el Rey ceda a esos requerimientos y Felipe y Letizia se sienten prematuramente en el trono, alterando las reglas constitucionales -y ancestrales- que les legitiman. Es significativo que pidan la abdicación quienes a la vez avientan presuntos secretos inconfesados de la Princesa. Eso es jugar al dos por el precio de uno.

La función de Plou y Salvatierra concluye con la recreación de la foto de Adolfo Suárez Illana en la que el Rey abraza protector a su padre mientras caminan por el jardín. Si dependiera de Suárez, hoy se invertirían las tornas. Las últimas frases que los autores ponen en su boca no están nada mal: «Vivir la política es ser lo que los demás quieren que seas… Me gustaría morir en el jardín». En agradecimiento por los buenos momentos que me hicieron pasar, yo les brindo otro cierre, el que salió de labios de Suárez aquella tarde de finales de 2001 cuando empezaba a asomarse al abismo de su enfermedad:

-Lo único que me gustaría es que no me quieran porque esté pasando una mala etapa, sino porque juntos hicimos algo grande.

He escuchado tantas veces a Carmen Iglesias advertirnos certeramente contra la tentación del «presentismo» al interpretar la Historia que a lo mejor ha llegado el momento de extender esa cautela también al periodismo, presentista por antonomasia. O sea que ni el reinado de Don Juan Carlos comenzó en Botsuana ni el 23-F fue la fecha de ninguna boda ni el Instituto Nóos subirá nunca de las notas de pie de página al gran texto. Puedo prometer y prometo que intentaré que nuestros lectores recuerden.
Pedro.J. Ramírez, director de El Mundo.

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