domingo, 24 de diciembre de 2017

Cuento de navidad

Cuento de navidad

Pensó en la suerte en el viaje de vuelta. En cómo te abandona, pasa de largo y de pronto se vuelve, te mira … y se queda

Ignacio Camacho
Actualizado:
A J.R., desde la esperanza siempre
En el tren apenas apartó la mirada de la ventanilla durante el viaje. De tanto recorrerlo se sabía de memoria el paisaje; según la estación y la hora podía adivinar la inflexión de la luz en el campo, la posición del sol sobre los cerros, la dirección de la sombra en los encinares. Ella leía a su lado, o dormitaba, y de tanto en tanto le tomaba la mano sin hablarle. Habían hecho tantas veces el trayecto, desde aquella primera en que los ojos de los dos se dijeron la palabra «siempre» mientras caía la tarde; ese siempre lejano de la juventud, cuando el amor parece eterno, inmune, constante. Ese siempre de las certezas invulnerables que se quedan de golpe en el aire cuando un médico está a punto de abrir el sobre del diagnóstico con la expresión sombría de un momento grave.
Para hacer tiempo dieron una vuelta por un Madrid atestado, un hormiguero humano entre el que se escuchaba en los bares el familiar sonsonete de la lotería. Ambos supieron sin decirlo que mitigaban el vacío de la ansiedad mirando escaparates y hasta fingieron un cierto entusiasmo al comprar unos regalos para las niñas. Luego ella se sintió cansada y se sentaron en el hall de un hotel a tomar una bebida; dejaron correr el reloj con muy pocas palabras, como si todo estuviese dicho al cabo de tantas noches de insomnio, de la congoja de largas jornadas de vómitos y convulsiones frías, de las interminables sesiones de veneno inyectado, de los angustiosos postoperatorios en la habitación de la clínica. Ya casi no les hacía falta hablar y los dos preferían evitarlo para no infundirse mutuos temores, para preservarse el uno al otro de tristes conjeturas presentidas.
Tomaron un taxi hasta el hospital, donde un árbol de Navidad lucía en el vestíbulo con una calidez que les pareció artificial, voluntarista, como una hueca expresión de bienvenida. El oncólogo los hizo pasar a un despacho, sacó los informes, dio rodeos desconcertantes que los envolvieron en una angustia seca, en el vacío desabrido de una esperanza marchita, y de repente pronunció de forma apenas audible la palabra que llevaban meses anhelando en la zozobra de la soledad compartida. Limpia. La tuvo que repetir antes de que se abrazaran como chiquillos llorosos, con una euforia tímida, casi culpables de exteriorizar en aquel lugar de dolor su expresión de alegría.
Tampoco hablaron mucho en el tren de vuelta. Decidieron apagar los teléfonos para encerrarse en el silencio aliviado de una vida repuesta. Sonreían con suavidad al mirarse y él se volvió a contemplar por la ventana la noche ya caída sobre el paisaje de fuera. Durante un rato cerró los ojos para aislarse de todo, mientras ella flotaba en una especie de ingrávida transparencia. Pensó en la suerte, esa compañera tornadiza, infiel, traviesa; en cómo te abandona, pasa de largo y de pronto se para, te mira, se vuelve… y se queda.

Ignacio CamachoIgnacio CamachoArticulista de Opinión

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